El huésped. Sok-yong Hwang. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sok-yong Hwang
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640165
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       Sumisión al espíritu

      Hoy es mañana para el que falleció ayer

      Yosop se asustó con el ruido del despertador e intentó apagarlo, pero antes de presionar el botón, su mano empujó y tiró algo de la mesa de noche. Tumbado bocabajo, con la cabeza metida bajo la almohada controló el ruido. Un ruido taladrante penetró picoteándole la cabeza, parecía que alguien metía un clavo en la pared. Alguien se mudó, se dijo, se tapó las orejas con la almohada doblada y se quedó bocabajo. Pero la mente empezó a reprocharle: no debía estar más en esa cama mojada de sudor.

      Sentado en el borde miró la ropa tirada en desorden en el asiento, comprobó que el tiempo había pasado cuando corrió la cortina y encendió la luz en la mesa de noche. La ventana, casi pegada a la pared del otro edificio, siempre estaba muy oscura. Pero si pegaba la cara a la ventana, podía ver arriba la línea de la luz solar que llegaba a la parte superior del edificio. Descubrió algo sobre la alfombra del piso.

      Parecía un pequeño libro de color negro. Lo cogió para mirarlo. Era una agenda pequeña del tamaño de una mano. ¡Ah!, claro. Ayer mi hermano mayor Yohan se despidió de este mundo. A Samyol le entregó la libreta de ahorros en el crematorio, pero se había traído la agenda.

      La hojeó con atención. En las primeras páginas estaban escritos desordenadamente unos números de teléfono: su propio teléfono, el de la iglesia, Samyol, Philip, un restaurante chino, taller, tintorería, seguridad social, clínica, nombres de ancianos desconocidos, más números, días y, a veces, notas. Todavía quedaban muchos días del año en la agenda, pero había notas escritas hacía unos días en la mitad. Una de ellas estaba escrita con letras sueltas: “Mañana hablar por teléfono con Park Myongson”.

      Yosop se levantó en ropa interior, abrió el refrigerador y sacó una botella de agua que bebió. Se sentó a la mesa y meditó un rato. Tal vez su mujer se había ido a trabajar al hospital, no había señal humana, excepto el ruido del motor del refrigerador que se acababa de encender. ¿Quién era Park Myongson? No la recordaba, pero ella surgiría lentamente. Por su mente pasaban unas señoritas vestidas de chogori blanco y falda negra de mediana longitud, todas se parecían. Quizá por ello no recordaba sus nombres. Localizó el número en la lista que tenía el nombre de Park Myongson. Según el prefijo, ese lugar debía de ser Los Ángeles. Yosop tenía que tomar un avión rumbo a esa ciudad. Los visitantes del pueblo natal en Corea del Norte debían reunirse allí, luego irían a Pekín. En una mano tenía abierta la agenda y con un dedo de la otra marcó los números. Timbró. Después de 10 o 15 señales, cuando iba a colgar el auricular, se oyó una voz débil:

      —Diga…

      —Oiga…

      —¿Quién es?

      —¿Me podría comunicar con la señorita Park Myongson?

      —Soy yo. ¿Qué desea?

      —Yo… soy el hermano menor del pastor Liu Yohan.

      La mujer guardó silencio un rato. Yosop sentía el aliento de ella, pero para comprobarlo carraspeó. De nuevo oyó la respuesta:

      —Dijo que él mismo vendría… Parece que ha cambiado de idea.

      —¿Cómo? ¿Mi hermano había quedado en visitarla?, pero ¿cuándo?

      —A finales de la semana entrante.

      Yosop tosió de nuevo y dijo despreocupadamente:

      —Mi hermano mayor falleció ayer.

      Se oyó un suspiro, semejante a una risa, y de inmediato ella colgó el aparato.

      Siempre hacía su maleta así: los artículos necesarios los ponía en la cama o en el piso, los metía doblados en la maleta, luego los sacaba y los volvía a meter. Reducía la ropa y disminuía los artículos de tocador que iban a parar al basurero. Después de cerrar la maleta y antes de cambiarse de ropa, sacaba de los bolsillos de la chaqueta y de los pantalones la billetera, el pasaporte, boleto del vuelo, agenda, etc. Había varias monedas y la llave del vehículo. Yosop dejaba sobre la cama toda la miscelánea y se cambiaba de traje. Comprobando con atención uno tras otro, metió la billetera en el bolsillo derecho interior de la chaqueta, pasaporte y boleto de vuelo en el izquierdo; la llave del coche sobre el tocador con el fin de dársela a su mujer. Iba a tomar las monedas, pero agarró una cosa deforme, como un sello, y mirándola dos o tres veces, la identificó. Miró a su alrededor y la empuñó firmemente. ¿Qué haría con eso? Sobre la cama se veía un pequeño bulto; abrió la pequeña bolsa de cuero que parecía suave y dura y metió allí el pedazo de hueso. La bolsa tenía una cuerda estrecha y larga, tiró de ella y la boca se encogió.

      En el avión se sentía persiguiendo al tiempo. Al subir, como se dirigía hacia el oeste, pensó que dejaba el sol atrás, pero sin darse cuenta el tiempo se adelantó. Delante de él apareció la pantalla que proyectaba una película. No había pedido auricular, no oía nada, sólo veía las escenas que se movían ante sus ojos. Tomó unas tres copas de vino. Una señora china de 50 años, sentada a su lado, buscaba algo debajo del asiento haciendo ruido hasta que, por fin, sacó algo. Por la boca abierta de la bolsa de plástico se veía una cosa roja; parecía un dedo el pedazo que le mostró, invitándole. Ella murmuró: chicken, chicken; sería pollo cocido teñido de rojo. Yosop sacudía la cabeza obstinadamente como si lo abrumase. Oh, no. No, thank you. Estas sílabas quedaban vivas en sus oídos. Esa voz no le pareció suya.

      Yosop, sentado en el asiento del pasillo, veía de frente la cortina colgada alrededor de la entrada al baño. Alguien se movía detrás de la cortina. La parte superior vibraba, pero en la parte inferior se veía una persona. Se veían los pantalones y los zapatos de un hombre. Se descorrió la cortina y el hombre lo miró. Su hermano mayor Yohan se dirigía hacia él, tambaleándose por el movimiento del avión. Yosop cerró los ojos. Nadie pasó por su lado. Cuando abrió los ojos, vio que el pasillo estaba vacío y la pantalla seguía deslumbrante todavía. Se levantó sosteniéndose del respaldo del asiento; anduvo hacia adelante por el pasillo, bamboleándose un poco. Supuso dónde estaría sentado su hermano mayor.

      Yosop miraba a su alrededor, avanzó viendo cabezas y después regresó viendo caras. Le pareció que no estaba en ese pasillo. Entró en las tinieblas descorriendo la cortina. Brillaba la luz verde, señal de que el baño estaba desocupado. Empujó la puerta y entró. Quedó atónito al oír el ruido del avión. Un hombre de semblante cansado y de mediana edad flotaba en el espejo. Se lavó las manos y la cara. Se enjugó fuertemente la cara con la toallita de papel y la tiró. Cuando iba a volverse hacia la puerta, sintió la presencia de otro hombre. Giró la cabeza y miró el espejo por el rabillo del ojo, su hermano mayor estaba reflejado allí. Salió empujando la puerta bruscamente, como si alguien lo persiguiera. Descorrió la cortina y salió al pasillo. Entonces vio a Yohan sentado en su asiento. El pastor Liu Yosop se quedó parado un momento, enfocó su mirada exactamente hacia su hermano y se dirigió hacia donde se encontraba sentado. Cuando se acercó, advirtió que el asiento estaba vacío. Pero al girar para sentarse, vio la cara de su hermano sentado en su asiento. Se sentó encima de él. Yosop aplastaba con la espalda la imagen de su hermano sentado y se arrellanó profundamente en el respaldar. “¡Yosop!, ¡Yosop!”, se levantó muy asustado y volvió a sentarse. Murmuró para sí: “No hagas cosas inútiles. Ya se hizo todo lo necesario. ¿Por qué aparecer tantas veces?” “Porque quiero ir contigo al pueblo natal.” Pareció que el avión se caía de repente, se sacudía. Yosop se puso de inmediato el cinturón y se sentó bien. Bebía demasiado vino. Le parecía que su hermano había entrado en él; se le nubló la mente y sólo lo oía mascullar.

      Volvíamos a un Chansemgol de otro tiempo. Allí se veía bien el árbol de almez. No podía abrazarlo con mis brazos. Existía desde mucho antes de que naciéramos; tendría más de 100 años.

      El árbol seguía de pie aun después de la guerra, y ahora estaría en el mismo lugar. Las raíces que serpenteaban sobre la tierra parecían los dedos de la mano y de los pies del gigante; tenía admirables cicatrices, nudos por aquí y por