El huésped. Sok-yong Hwang. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sok-yong Hwang
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640165
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entre semana, en la calle había poca gente y pocos vehículos, quizá por la lluvia. Si era posible, escogía calles anchas y conducía más rápido que de costumbre. Cuando llegó a casa de su hermano mayor, encontró ya reunidos a muchos fieles de la iglesia. En la sala había alrededor de 20 personas, algunas sentadas en el piso alfombrado o en sillas y algunas de pie. El joven preceptor se levantó de inmediato y recibió al misionero Liu y a su esposa. Yosop saludó a los conocidos distinguiéndolos e intentó localizar a su hermano.

      —¿Dónde está él?

      —En el segundo piso.

      Esta vez Yosop subió primero por las escaleras. Entró en el dormitorio de su hermano. Hacía mucho tiempo que no lo ordenaba. Su hermano tenía fama de tacaño, todavía usaba el catre de hierro que había comprado hacía mucho tiempo a precio de rebaja en una tienda de segunda mano. Sobre el asiento estaban los pantalones que se había quitado y sobre el respaldo, el suéter. En la cama yacía el cadáver del pastor Liu Yohan cubierto con una sábana blanca hasta la cabeza. Yosop se acercó a la cabecera y bajó la sábana. Miró a su hermano muerto. Sus canas, más parecidas a viejos hilos blancos, probablemente por la luz de neón, se veían enredadas, y la cara estaba amarillenta, como papel descolorido. Yosop había visto muchos cadáveres, por lo que creía saber leer sus caras. En la de su hermano percibió una sensación de que se había aliviado de algo bastante pesado, y parecía estar ya en paz. Sin querer tocó, como atraído por algo, el contorno de las sienes. Estaba frío, pero suave, no rígido. Tal vez había alcanzado la paz. Yosop rezó un momento y jaló la sábana cubriéndole la cara. El joven preceptor y Yosop se sentaron en cuclillas frente a frente en el piso alfombrado. El joven empezó a explicar:

      —En las primeras horas de la noche el pastor me llamó para pedirme que lo visitara para rezar por él, al tiempo que decía que se sentía un poco mal. Le propuse que fuéramos juntos al hospital. Me dijo que no estaba tan mal como para ir al médico, y que sólo quería celebrar el rito conmigo.

      Yo iba por la orilla arenosa del río siguiendo a los amigos mayores del pueblo. El torrente de agua clara corría violento entre las ásperas rocas. Él caminaba adelante, tirando del cuello de un perro amarillo con una cuerda de paja de arroz. Aunque nadie supiera cómo lo había atrapado, suponíamos que lo habría seducido porque le gustaba vagar por el monte.

      Bajo la sombra de un árbol a la orilla del arroyo poníamos una enorme olla de acero en la que los campesinos hervían pienso para las vacas, pero esa vez hervimos agua, mientras otros mataban y desollaban al perro. Por primera vez vi cómo mataban a un perro, y eso me excitó mucho por la crueldad y la exacerbación que avivaba las pasiones. Primero ataron la cuerda de paja de arroz al cuello del perro y lo colgaron de una rama alta. Cuando la cuerda quedó tensa, el perro blanqueó los ojos y empezó a patalear. Entonces lo rodearon y le dieron de palos. El perro se ahogaba con toses secas, sin chillidos y, al final, se cagó. Una vez muerto, lo tendieron en el suelo y lo chamuscaron en la hoguera. Todos gozábamos de la crueldad, y por el apetito despierto nos brillaban los ojos.

      ¡Ah!, recuerdo ese día de verano en que mataron el perro… Eso fue por haber visto el fantasma del tío Sunnam la misma noche que me visitó mi hermano menor. Sin saber por qué, me dolía la cabeza y tuve frío durante todo el día, como antes de caer enfermo.

      Desde la tarde cayeron gotas gordas de lluvia como las de un chaparrón. El ruido del trueno acompañado del relámpago era muy fuerte. En el salón estaba tumbado en el sofá, había apagado el televisor. El tiempo era lúgubre. Fui a la cocina y saqué del armario una botella de coñac. No se cuánto tiempo hacía que no tomaba alcohol. Esa botella la habría dejado Samyol el día de Acción de Gracias. Cuando estaba tumbado, soñando en las tinieblas, alguien me tomó del brazo y me sacudió.

      —Oye, Yohan, despierta, despierta.

      Abrí los ojos discretamente. Algo negro, puesto en cuclillas junto al sofá en que estaba tumbado, me sacudía. Quería incorporarme, pero mi cuerpo no me obedecía.

      —¿Quién es?

      —Soy yo, el tío Topo.

      —¡Ah!, tío Sunnam.

      —¿Ahora no me pides que te narre un cuento antiguo?

      —Hágalo si quiere…

      —Este cuento, ese cuento y, más allá del campo, aquel cuento.

      Me reía entre dientes, como si esperase esa forma de contar, y el ser negro también se reía igual que yo.

      —Pues… lo colgué a usted en el poste de luz.

      El ser negro se quedó silencioso un rato y se sentó con las piernas cruzadas en el asiento frente a mí.

      —He venido a llevarte.

      —Entonces, ¿sería posible mañana?

      —No depende de tu decisión.

      Me enojé en seco.

      —¿Quién le dijo que se registrara en el Partido Comunista? No voy con usted. Soy pastor.

      La figura negra masculló, moviendo con lentitud una pierna.

      —Allí no existe tu gremio ni el mío.

      —De todas formas, yo lo maté, por eso ya no soy de su gremio.

      —No existe morir ni vivir.

      —Entonces, ¿no hay que perdonar ni arrepentirse?

      —Claro que no.

      —¿Dónde está ese lugar?

      —A ti te lle… va… ré.

      Mi mente se iba oscureciendo y me levanté tambaleando. Intenté acercarme al asiento frente a mí para tocar el cuerpo de Sunnam, pero de pronto la figura se disipó.

      Aún llovía ininterrumpidamente. Abrí el portal de par en par para que salieran todos los seres que estaban en mi casa y en mi interior. Parecía que habían desaparecido los síntomas de la enfermedad, pero no tenía fuerzas. Quería bañarme bien; fui al baño del segundo piso, llené la bañera con agua caliente y me metí en ella. Parecía que se me fundía todo el cuerpo y que un alma flotaba en el aire. Comencé a sentirme cada vez más cómodo. En cuanto salí del baño, telefoneé al joven misionero para que me visitara y rezáramos juntos. Me cambié la ropa interior y me puse la limpia. También me puse ropa nueva de dormir. Oí llover cada vez más lejos.

      —Cuando entré en el cuarto, dormía tranquilamente. No sabíamos qué hacer y, desde luego, empezamos a rezar. Creíamos que el pastor no se despertaría hasta que termináramos de rezar. Entonces, cuando dijimos amén, él también lo hizo, igual que nosotros. Le preguntamos: ¿Le duele algo, señor pastor? Contestó que no. Se sentía cómodo y no le dolía nada. Iba a dormir.

      El joven preceptor dejó de hablar y sacó una agenda del bolsillo interior. La observó un rato con atención.

      —Sentí que le ocurría algo raro y escribí lo que me había dicho: se iba al lugar donde había nacido. Una vez que partiera, que lo incinerara y lo guardara. Nos dijo que localizáramos una libreta de banco en el cesto debajo de la cama y que gastásemos ese dinero en su entierro. Poco después quedó silencioso y me acerqué a su cara para sentir su