El huésped. Sok-yong Hwang. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sok-yong Hwang
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640165
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“Serán los restos mortales de mi cuñada.” Al abrir la tapa, vieron una libreta y otras cosas, como álbumes, agendas, etc. Se abrió la puerta del cuarto y asomó un pastor.

      —La funeraria ha traído lo necesario para el entierro.

      —Dígales que suban aquí con el ataúd.

      Después de haberle puesto el traje coreano, envolvió el cuerpo con tela de algodón y luego lo metieron en el ataúd, levantando la cabeza y las piernas, respectivamente. Sujetó con un rollo de tela la parte posterior de la cabeza y metió varios bultos de papel típico coreano en los huecos entre el cuerpo y las paredes interiores para que no se moviera. Después permitió que entrasen al cuarto los creyentes y celebraron el rito de cuerpo presente.

      En la madrugada, Yosop decidió volver con su mujer a casa, dejando a los otros en el piso de su hermano. Tomó la decisión de hablar sobre el entierro cuando llegasen los hijos, Samyol y Philip.

      Camino a casa, de regreso a Brooklyn, Yosop tuvo una rara experiencia. En una calle, por donde pasaba con frecuencia, giró el volante en cierta dirección y se dio cuenta de que había entrado en una cerrada, llena de edificios oscuros por todas partes. Aceleró imaginando que dentro de poco llegaría a una de esas calles iluminadas por faroles y luces, pero notó que entraba poco a poco en vías cada vez más extrañas y profundas. Al llegar a la convergencia de tres arterias, donde sólo se veían al frente dos calles, a derecha y a izquierda, redujo la velocidad para pensar.

      Su mujer dormía con la cabeza inclinada hacia atrás. La mente de Yosop no estaba clara por haber velado la noche anterior. Le pareció que sería mejor volver para salir de esa calle. Dio vuelta, pero no pudo recordar dónde había girado para entrar allí. Conducía bastante despacio para preguntar a algún peatón, aunque parecía no haber residentes en ese barrio.

      De repente le pareció ver un chorro de luz muy clara en el callejón izquierdo. Aunque desconfiaba, entró allí girando a la izquierda. El brillo procedía de una fogata al aire libre. En un barrio sin comercios ni inquilinos, había muchos edificios vacíos, lo cual es característico de Nueva York. La mayor parte de estos edificios solía convertirse en dormitorios de alcohólicos o vagos, o en almacén de basura. Yosop se sintió en una trampa muy peligrosa y agarró, lleno de tensión, firmemente, el volante con ambas manos.

      Delante del fuego estaba sentado un ser humano que ponía al fuego trozos de cajas; era imposible distinguir si era femenino o masculino. Yosop supuso que era una forma de trasnochar, porque en el bosque de edificios de cemento haría frío en la noche, aun en verano. Detuvo su coche. La sombra se dio vuelta, no se veía su semblante porque estaba bajo las escaleras que conducían a la entrada del edificio.

      —¡Discúlpeme, por favor! —le dijo después de bajar el vidrio del coche.

      La sombra se acercó sin prisa hacia la acera. Delante de él, de pie, estaba una anciana con muchas canas, vestida con un abrigo grande de hombre.

      —¿Perdiste tu calle?

      —Sí. Quiero ir a Brooklyn.

      La anciana emitió una risa sarcástica.

      —¿Para qué quieres ir allá? No te servirá de nada.

      Yosop quería salir de allí sin responderle, pero le contestó sin querer.

      —A mi casa.

      —No es tu casa. Tu casa está en el cielo. ¿Sabes de dónde vengo yo?

      —¿De dónde viene?

      —Entérate muy bien, vengo de la casa de la muerte —la anciana rió con sarcasmo.

      Él sintió que se le caía el corazón. Ella se acercó tanto, que casi tocaba la ventana del coche con su mandíbula.

      —Si compras esto, te enseño la calle de salida —le estiró algo, como un pequeño bulto de algodón.

      —¿Cuánto es?

      —Diez dólares.

      —Es caro.

      —Entonces, cinco dólares… No puedo bajar más.

      Yosop sacó de su billetera cinco dólares para dárselos. Ella le puso el bulto de algodón en la mano.

      —Si te llevas esto, tendrás buena suerte. Cuando llegues a la calle ancha, pasa tres manzanas; después gira a la derecha, aparecerá la calle por la que pasas todos los días.

      Yosop quería salir de allí cuanto antes y giró bruscamente el coche. La vieja agitó las manos contra la luz de los faros delanteros del vehículo. La esposa, que se había despertado por el movimiento brusco, echó una mirada alrededor y preguntó:

      —¿Qué pasó?

      —Me equivoqué de calle.

      —¿Te encontraste a alguien?

      —Parece una persona sin hogar y le pregunté por el camino.

      Miró el pequeño bulto que la vieja le había dado. Era una bolsita de cuero de algún animal, artesanía indígena que se vendía en lugares turísticos.

      La familia del pastor Liu Yohan decidió conservar sus restos en una urna según su testamento. Sus dos hijos, Samyol y Philip, vivían en distintas ciudades, y parecían aliviados por esa decisión. Celebraron el rito funerario antes de introducir el ataúd en la antesala del crematorio, y luego esperaron escuchando el ruido de las llamas. Poco después los familiares, que estaban en el patio trasero del crematorio, empezaron a recoger las cenizas amontonadas en una tabla ancha. Yosop, Samyol, Philip y el joven preceptor, que llevaban urnas, tomaban los huesecillos con palillos metálicos. Las cenizas aún no estaban frías. Parecían blancas y limpias. La cantidad no era mucha. Apenas dos puños sumaba lo recogido por los cuatro. Yosop, antes de que pusieran los restos en la urna, sacó un huesecito y, sin darse cuenta, lo metió en el bolsillo del traje.