El huésped. Sok-yong Hwang. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Sok-yong Hwang
Издательство: Bookwire
Серия: Colección literatura coreana
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9786077640165
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sobras de la comida de esa tarde. El contorno de la branquia frita estaba quemado y negro, y el ojo no era más que un círculo vacío… A propósito cerré la puerta despacio y me dirigí hacia el salón; aquella cosa seguía sentada todavía en el sofá.

      —¿Quién es usted?

      Me contestó en voz baja, pero muy ronca:

      —Soy yo. ¿No me reconoces?

      —Le pregunté quién es.

      Aquella cosa contestó de nuevo con voz aún más ronca y baja:

      —Soy el Topo que solía estar de juerga en Eunyul.

      —¿Es usted tío Sunnam?

      En ese momento encendí la luz del salón al tiempo que se me olvidó todo lo que me había pasado. El gato ya había salido a la noche y solamente quedaban los muebles y el televisor. En un rincón del portal había una percha de madera con forma de cuernos de ciervo, y en ese instante se me fue la fuerza de las dos piernas. Sunnam era unos 10 años mayor que yo, y en aquellos tiempos tenía 35 o 36 años. Trabajaba de excavador en una mina del puerto de Kumsan en el pueblo de Eunyul, y volvió al pueblo natal con motivo de la independencia del país. Le encantaba cantar, hacer apuestas y beber muchísimo. Yo maté a Sunnam ese invierno. Lo colgué del cuello con alambre de la luz que estaba junto al camino, en el centro del pueblo, en el sendero que se dirigía a los arrozales y estaba cubierto de guijarros.

      La delegación comentó que había salido la lista de los que visitarían Corea del Norte. El misionero Liu Yosop se encontró con el señor Kim en una vieja cafetería. El aire acondicionado hacía mucho ruido, daba la impresión de ser muy antiguo, pero tenían que sentarse justamente debajo del aparato porque no había ninguna mesa libre. El señor Kim tenía casi 70 años, igual que su hermano mayor, Yohan. Se decía que había trabajado como periodista en un diario de Corea antes de emigrar a Estados Unidos. No le parecía que fuera un hombre de mente ágil. De su portafolios arrugado sacó un sobre para documentos y lo puso sobre la mesa. Removiendo el interior del sobre sacó muchas hojas.

      —Aquí tiene la carta de invitación para el señor misionero Liu Yosop… Vea esto.

      Yosop le vio entregar el documento. Se leía: “Lista del grupo de visitantes al pueblo”.

      —¿Es el grupo de visitantes de las familias separadas?

      —Naturalmente, los norcoreanos de ahora no lo llaman así debido a que hay muchos problemas en los negocios vinculados con familias separadas. Los denominan grupo de “turistas” o “visita al pueblo natal”. Y, usted, ¿no ha presentado una solicitud con la lista de los familiares a quienes quiere ver?

      —No.

      —No es tarde todavía. Una vez que lo solicite, podrá realizarlo en el local… Pero tendrá que indicar dónde está su pueblo.

      Vaciló por un momento. Para él era un poco difícil mencionar su pueblo; sin embargo, si lo hacía, tendría noticias de sus familiares.

      —¿Dónde está su pueblo? —el señor Kim lo miró por encima de los anteojos de lupa, cogiendo el bolígrafo en la mano.

      —Pyongyang… Sí, es Pyongyang.

      —¿Qué calle y qué número de Pyongyang?

      Yosop dijo distraídamente:

      —Ciudad de Pyongyang, Sonkyori.

      —¿El número?

      —No lo sé… Se me olvidó, pero estando allí podría localizarlo.

      —Pues, sí. Ya pasó medio siglo. Será suficiente apuntar hasta cierto punto.

      Yosop recibió el boleto del vuelo, la carta de invitación y le pagó al señor Kim el boleto, los gastos de estancia y cierta cantidad por la comisión.

      El misionero Liu Yosop volvió a casa y llamó por teléfono a su hermano mayor. Sonó el timbre, y largo tiempo después le oyó hablar con voz queda.

      —Soy yo. Hermano mayor, ¿por qué tardó tanto en contestarme? ¿Estaba haciendo algo?

      —Sí. Estaba durmiendo.

      —¿Qué hizo en la noche para que ahora esté durmiendo?

      —No lo sé. En estos días me es difícil conciliar el sueño por la noche.

      —¿No lee la Biblia ni reza para dormir?

      —¿Qué pasa?

      —Su hijo Daniel, ¿con qué nombre está registrado?

      —Será igual que tu caso. Te llamaron Josep desde la niñez, de modo que te registraron con las letras chinas Yosop. A él lo habrán registrado como Danyol, es decir, Liu Danyol.

      Yosop iba a colgar el teléfono diciéndole que había entendido bien, pero quiso añadir una palabra.

      —Hermano mayor, rece al cielo para que le perdone. Entonces los muertos podrán cerrar los ojos tranquilamente.

      —¿Qué has dicho?

      A partir de ese momento empezó a chillar. No se sabía con qué aliento gritaba, pues yo sabía de su ánimo en estos días.

      —¿Por qué tengo que pedir perdón? Éramos miembros de la cruzada. Los rojos eran hijos de Lucifer y, al mismo tiempo, una banda satánica. Estuve del lado del arcángel Miguel y ellos eran bestias de la Rebelión. Si nuestro Creador me lo ordenara, ahora mismo volvería a luchar contra los demonios.

      —Hermano mayor, el combate de los espíritus santos y de los seres humanos de este mundo son distintos.

      —No digas tonterías. En aquel entonces el espíritu santo no había llegado.

      Se cortó la voz con el violento sonido del aparato, como si lo hubiera tirado bruscamente.

      Tres días antes de que Yosop se marchase de viaje hacia su pueblo natal, le ocurrió algo extraño.

      Ese día empezó a llover desde la tarde. Era una lluvia que no cesaba, corrían chorros de agua por encima del cristal que golpeaban fuertemente contra la ventana. En la noche, los chorros se hicieron finas gotas de lluvia que caían constantemente.

      Desde el estado de Nueva Jersey llamaron a Yosop. Era el preceptor de la iglesia del pastor Liu Yohan, un joven graduado en una Universidad de Teología de primera categoría, cuyos sermones tenían calidad académica. Debido a que sus padres emigraron, él era residente en Estados Unidos desde niño y hablaba inglés con fluidez. Como el ex preceptor de la iglesia se había jubilado y marchado a Boston, donde vivían sus hijos, el joven misionero lo sustituyó. Liu Yohan sirvió de pastor al misionero jubilado durante varias décadas y, como consecuencia de ello, gozaba de la vida como hombre respetado y el feligrés de mayor edad. Pero el preceptor recién llegado, de la nueva generación, parecía no caerle bien. Yohan se alejaba de su iglesia cada vez más y, cuando oía las quejas de su hermano menor, se hartaba del sistema administrativo eclesial estilo occidental, mientras que Yosop trataba de entender al joven misionero y lo consideraba como un buen hombre, pues había recibido la ordenación en Seúl y se había licenciado en Estados Unidos.

      —Al pastor Liu le ocurrió algo muy desagradable…

      Yosop captó algo en sus palabras, calló, y con tranquilidad inquirió luego:

      —Todo pasa por voluntad de Dios, por eso no me asusto tanto. Tranquilícese y dígame qué ha pasado.

      —Lo siento mucho. El pastor falleció a eso de las nueve de la noche. Estuvimos a su lado, lo atendimos y lo despedimos.

      —Ahora mismo voy para allá. ¿Se ha puesto en contacto con una funeraria?

      —No se preocupe. En nuestra iglesia hay un diácono encargado del funeral, y él es el responsable de todo el trámite administrativo.

      Yosop despertó a su esposa y ésta se puso a llorar repitiendo que se sentía culpable por no haber visitado frecuentemente