El último tren. Abel Gustavo Maciel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Abel Gustavo Maciel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874935434
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estaba el nivel esotérico: profundo, irracional y metafísico. En este arcano se realizaban las reuniones en el recinto sagrado de la casona de Olleros. De conocerse públicamente, las mismas perturbarían la consciencia de cualquier observador ajeno a los ritos.

      El secreto imperaba en la liturgia. A veces era necesaria la presencia de mujeres, a pesar del espíritu discriminador de aquella orden. Ellas aportaban la preciada energía femenina que equilibraba los conjuros y la conexión con los niveles superiores. Las transportaban a la mansión drogándolas previamente, maniatadas con pañuelos de seda y con los ojos vendados. Los sirvientes, encargados de realizar una serie de tareas logísticas acordadas a priori, bebían un extracto vegetal que los transformaba en verdaderos zombis.

      La purificación del doctor Verón Estrada se realizó cuidando todos los detalles. Los guardianes, una vez despojado el Hermano Mayor de todas sus prendas, lo condujeron hasta el altar del sacrificio. El magistrado se dejó guiar sin la menor resistencia. Mantenía sus ojos cerrados. Los labios se movían indicando el dibujo de palabras en algún lenguaje perdido. Pronunciaba la última de sus oraciones.

      El altar había sido preparado por los sirvientes en tanto aquellos hombres desnudaban al juez de los ropajes mundanos. Consistía en una unidad móvil, pesada y construida en una sola pieza forjada con metal de fundición. Medía unos tres metros de altura. Era de aspecto austero, burdo y el emblema de la logia estaba tallado en la parte superior. Presentaba dos puertas ciegas que se abrían a partir del accionar de manivelas robustas, similares a las encontradas en los palacios durante la época medieval.

      Los guardianes acomodaron al Hermano Mayor frente al altar de los sacrificios. Se escuchaba un murmullo proveniente del interior de la estructura, una especie de crujir de leños apenas perceptible. Cuando la atención de los asambleístas se concentró en el dispositivo, el murmullo se transformó en un ruido de mayor envergadura. Detrás de aquellas puertas ardía el fuego liberador de la contaminación mundana.

      El Sacerdote Mayor ostentaba su cabeza de oso. Avanzó con pasos lentos atravesando el recinto hasta ubicarse frente a Verón Estrada. El magistrado continuaba con los ojos cerrados murmurando su oración final. Mantenía los brazos a la altura del pecho y ceñidos al cuerpo. El oficiante pronunció palabras en un lenguaje extraño, perteneciente a tiempos ancestrales de la humanidad. Luego levantó su brazo derecho. Amenazante, empuñaba un elemento metálico muy temido por todos los asistentes. Se trataba del puñal ceremonial, una pesada cruz invertida construida en oro macizo.

      Al finalizar su sermón el Sacerdote Mayor bajó el brazo con la compulsión de un certero movimiento. La punta afilada de la cruz se clavó en el corazón del doctor Verón Estrada. Sin emitir grito alguno el Hermano Mayor aflojó sus piernas. La caída al piso resultaba inminente. Anticipándose a la situación, los dos guardianes sostuvieron el cuerpo del juez con movimientos hábiles. Un charco de sangre comenzó a cobrar dimensiones a los pies del ajusticiado. El oficiante se volvió en dirección de los concurrentes y hablando con voz profunda:

      —El alma de nuestro querido Hermano Mayor aún continúa aprisionada en las garras de una carne débil. El fuego ceremonial purificará sus lazos con el inframundo y su espíritu será liberado de las celdas del pecado.

      Hizo una seña ampulosa a los guardianes. Otros sirvientes abrieron las puertas del infierno sagrado. Un sonido metálico vibró en el recinto y la pulsión de muerte sacudió los corazones de los asambleístas. Los guardianes arrastraron sin mayores inconvenientes el cuerpo sin vida del magistrado. Con las puertas abiertas de par en par las llamas del interior de aquel horno metálico produjeron un resplandor deslumbrante.

      El cadáver del doctor Verón Estrada fue arrojado dentro de la cámara incineradora. Durante algunos segundos los asistentes pudieron observar las contorsiones del magistrado, agitándose entre las llamas implacables. Luego, los guardianes cerraron las puertas de la hoguera con la misma violencia con que fueran abiertas.

      Las imágenes de esos sucesos fueron esfumándose en la mente de don Gumersindo, ahora Hermano Mayor de la logia. Se ubicó en el trono como venía haciéndolo todos los primeros viernes de cada mes durante los últimos cinco años. Observó a los presentes. En el fondo del recinto y apartado de los demás se distinguía la túnica blanca, implacable, observadora, vigilante.

      Era aquella una reunión especial. El Clarín se adelantó para leer un papiro que llevaba en sus manos. La “revelación” indicaría el veredicto de la acusación esgrimida contra el capitán Gumersindo Larreta Bosch.

      2

      El Olimpo contaba con pocos clientes esa noche. Patricio pensaba que tal vez el propio don Alexis había planificado las cosas de tal manera. Los guardias ubicados en las habitaciones del fondo resultaban sugestivos portando esas armas a la altura de sus cinturas.

      —Hoy habrá pocos tragos —le había dicho el colombiano apenas iniciadas las actividades del club nocturno.

      A veces se daban esas contingencias. Al barman le gustaba descansar de los avatares nocturnos. Podía aprovechar el tiempo para mantener conversaciones con el personal de seguridad, entre quienes tenía varios amigos. O, como en aquella ocasión, dialogar con Susana, una de las chicas que Vallejo utilizaba para congraciarse con sus clientes. La mujer ejercía cierto hechizo sutil sobre su persona.

      —Hoy el ambiente está tranquilo. Vas a poder descansar del trajín de ayer, con todos los tipos que asistieron. A veces el trabajo se complica, ¿no? —comentó a la prostituta.

      —Nunca se sabe, cariño. Aquellos que están en la mesa cuatro son buenos clientes. El pelirrojo está bien “calzado”… Le escapo cuando puedo, pero el tipo es insaciable…

      Patricio observó al individuo mencionado por la mujer. Lo conocía. Era uno de los distribuidores de don Alexis en la frontera paraguaya. Personaje difícil. Se comentaba que tenía un par de muertos en su haber. Al tipo le gustaba hacer ostentación de armas. Las llevaba en la cintura como en el viejo oeste americano. Para evitar revuelos, cuando ingresaba al Olimpo, el colombiano se las hacía dejar en el bar.

      —El desgraciado hace lo de todo buen enano —comentó sonriendo—. ¿Te sirvo algo? Ya sabés, la primera copa va por cuenta de la casa.

      —Dale. Un escocés por favor. Quiero aflojar las tensiones.

      El barman tomó la botella que descansaba a un costado de la barra y sirvió buena medida en uno de los anchos vasos disponibles en el mostrador.

      —¿Algún problema, linda? Te veo… preocupada.

      Susana era mujer atractiva. Tenía unos cuarenta años de edad. Sabía mantenerse en forma a pesar de ciertas arrugas que comenzaban a instalarse en las manos y en el cuello. De cabellos rubios y ojos verdes, la mujer cautivaba con su sonrisa. Sabía utilizar ese encanto con sus clientes. En su vida privada, ella era de pocas palabras y escasas sonrisas. Oriunda de Gualeguaychú, Entre Ríos, pertenecía desde unos diez años atrás al selecto grupo femenino de don Alexis. Había ejercido la prostitución cuando joven y resultaba una experta en esas lides. Era famosa por su gran resistencia para encarar las faenas largas. En uno de estos destinos lo conoció a Vallejo, quedando perdidamente enamorada del colombiano. La impronta la condujo a abandonar la explotación personalizada de su profesión, escapando con su amante. Al cabo de algunos meses comenzaba a ejercer la prostitución dentro del ambiente de los narcotraficantes.

      Don Alexis la trataba con cierta deferencia, tal vez a consecuencia de ese vínculo que los unió en aquellos primeros tiempos. De todas formas, el colombiano respetaba a sus mujeres. Les brindaba el afecto paternal que ellas necesitaban para mantenerse en el submundo clandestino, un territorio plagado de oscuras pasiones y a su vez disfrazado de refinamientos impostados.

      —La soledad, Patricio, la soledad… Ese es el problema.

      —No estás sola, linda. Aquí somos una familia, ¿no? Cuando alguien del grupo tiene un problema los demás lo contienen.

      —Sí. Sí. Vallejo es buena persona. Pero la cosa cambia cuando estás en tu departamento, mirándote al espejo… Los años pasan y el futuro comienza a transformarse en una casa de retiro para