Mi aspecto comenzó a parecerse al de un mendigo. La ropa, raída y descuidada, cubría un delgado cuerpo bien tallado por el consumo de los estupefacientes. La barba mal rasurada adornaba el pálido rostro. Unas ojeras incrementaban el aspecto lúgubre de mi semblante.
Cuando se rompe el equilibrio interno en un ser humano los efectos externos son los primeros en mostrar evidencias de esta situación. Unos años más tarde, querida Alicia, parado y en silencio frente a tu tumba tenía la convicción de que mi armonía interna jamás sufriría otra conmoción tan devastadora. Esto no fue así, mi niña. La existencia de este diario demuestra que estamos a merced de las fuerzas sutiles cuyas intenciones reposan en los oscuros laberintos del alma.
Cuando me resignaba a la pérdida, mi precaria condición emocional llegó a su máximo clímax en uno de aquellos viajes que cotidianamente realizaba. Te descubrí allí, sentada en el mismo vagón, a la misma hora y en el mismo subterráneo…
Tu imagen, tu ropa, tu expresión también eran las mismas. Como si el tiempo no hubiese transcurrido y solo se tratara de un nuevo desfasaje entre velocidad interior y exterior. Supe en ese instante que aún no me pertenecías. No tendría derecho sobre tu alma si aquella vital coincidencia solo fuera eso, una fortuita intersección en el devenir de los sucesos. Debía transmutarla en predeterminado designio de algún destino oscuro en sus potencialidades, pero implacable en los lazos establecidos por su trama. Pretendía mostrarle al universo alguna acción revestida por el deseo que naciera de mi voluntad y resultara explícita de mis pretensiones a los demonios que preparaban el camino.
La verdad se me reveló contemplando tus ojos grises, perdidos quien sabe dónde. Cerré los míos. Me esforcé por memorizar el nombre de las cuatro estaciones restantes en el trayecto de ese viaje singular. Escogí una al azar. Me pregunté si representaba el veinticinco porciento correcto. Ese que transformaría una coincidencia en vital desenlace. Me aferré mentalmente a los números del azar.
Pasaron algunos minutos. El traqueteo del tren era un acompañamiento rítmico frente a la expectativa del momento. El sudor de mi frente comenzó a deslizar gotas de agrio sabor. Sentía la garganta seca. Sobrevino un impulso poderoso de volver la vista hacia tu presencia. Así mismo, me invadía el arrebato racional de echar por la ventana toda aquella superchería y continuar viaje hasta la terminal. Tal vez fuera aquella acción la más inteligente. Retornar a mis esclavitudes cotidianas y olvidar el submundo que sostiene esta realidad aparente de las cosas. Sin embargo, contuve esta tentación de hombre de barro.
Cuando el tren se detuvo en la estación escogida descendí con las demás personas. Me dejé llevar por ellas sin voltear la cabeza. Era una carta difícil de jugar. Me sentía un poco estúpido tentando de esa forma al destino. Ese monstruo inalienable ocupado en satisfacer de paradojas inexplicables sus necesidades primarias. Nosotros seguimos el periplo, transformados en simples mortales al servicio de sus propósitos. Mientras caminaba formando parte de la marea humana rumbo a la puerta corrediza, esperé algunos segundos. Los más se dirigían a sus hogares. En cambio, yo transitaba el camino rumbo a mi infierno personal. En el preciso instante que creía desfallecer por la espera giré la cabeza para mirar por sobre mi hombro. Contuve la respiración.
¿Qué terribles consecuencias hubieran sucedido si al buscar y buscar entre la gente no descubría tu delgada figura mezclada con los demás, los largos cabellos acomodándose con cada paso sobre tus hombros? ¿Qué rumbo hubiera tomado mi vida si la marcha del tren me dejara solo en medio de la estación, alejado de mis fantasmas...?
Seguramente, no hubiese sido el del crimen.
Mucho he reflexionado sobre esta situación. Antes, en mis encierros voluntarios compartidos con el alucinógeno de turno. Ahora, en esta prisión limitada por las frías paredes y visitado por mis guardianes. Ellos usan guardapolvos blancos e intentan no hablar ante mi presencia. La locura inspira respeto.
Las leyes del azar habían decidido el destino a cumplir. El hecho es que te seguí sobreponiéndome al temor que embargaba mi alma. Las calles de aquella ciudad se convirtieron en un escenario de fondo para mis verdaderas intenciones. Lo realmente cierto es que en ese momento no medí, no podía medir las consecuencias de aquel estúpido juego de niños.
CAPÍTULO CUATRO
1
9 de enero de 1883
El Pulmarí es un lago originario de glaciares emplazado en la localidad de Aluminé, provincia de Chubut. Se abastece de las cuencas de los ríos Aluminé y Limay. El paisaje resulta majestuoso desde la perspectiva del observador amante de los espacios abiertos y la naturaleza realizando la gran obra. Sin embargo, no era esta la perspectiva para los dos jinetes avanzando a duras penas en la soledad de aquella comarca. El sol se escondía entre las montañas. La temperatura comenzaba a descender rápidamente.
El coronel Cipriano Larreta Bosch contempló el camino. En realidad, no había camino. Solo una senda abierta y apenas marcada como débil huella por el tránsito de los mapuches en sus períodos migratorios. El horizonte se veía tan desolado como en los últimos tres días, cuando comenzaran el periplo hacia ninguna parte huyendo de una muerte segura.
Su compañero no se encontraba en buenas condiciones. Era un sargento perteneciente al grupo del teniente Nicanor Lazcano. Aquellos bravos combatientes que acudieran en ayuda del capitán Emilio Crouzeilles cuando cayera víctima de la celada tendida por ese centenar de mapuches y los soldados chilenos. El sargento Estévez boqueaba y respiraba con dificultad. Había empeorado en las últimas veinticuatro horas. Las dos heridas de arma blanca en el pecho y los balazos recibidos en sus piernas corrían riesgo de septicemia. Los trapos sucios que servían de vendas probablemente ocultaban heridas infectadas, próximas a la gangrena. No podía caminar. Apenas se sostenía sobre su caballo, quien avanzaba penosamente a través de las escarpadas piedras bordeando el río. Pero no era la salud de Estévez la preocupación que el coronel tenía en mente. Temía lo que el subordinado hubiera visto en aquella trágica tarde del 6 de enero. No estaba seguro de eso. En realidad, no “podía” estarlo…
Las acciones se desarrollaron a ritmo vertiginoso. La sangre y los trozos de cuerpos adornaban de manera brutal el limpio paisaje del lago Pulmarí, rodeado por esas montañas majestuosas que oficiaban de mudos testigos de una matanza histórica. Quizás, la última victoria mapuche sobre el ejército regular. El sargento había caído durante les primeras acciones. Su posición en la batalla resultaba periférica, tal vez en la retaguardia del lugar ocupado por el coronel y los hombres de Crouzeilles. Además, estaba el asunto de las heridas. Con tanta pérdida de sangre, nadie puede mantenerse consciente y a la vez expectante sobre los sucesos que le rodean.
Sin embargo, Larreta Bosch distinguía ese brillo en la mirada del subalterno cada vez que las cruzaban. Lo hacía cuando bebían un trago de ginebra de la petaca que el sargento portaba en un bolsillo interno del uniforme. O por las noches, durmiendo acurrucados uno con el otro, sobreviviendo como podían a las bajas temperaturas. Allí estaba la respuesta a sus dudas.
“Este desgraciado lo vio todo”, se repetía don Cipriano.
En un par de ocasiones estuvo a punto de extraer el facón de la cintura y degollar al infortunado sargento. Acabar con la obsesión que lo consumía resultaba prioritario.
“Tal vez la gangrena haga lo suyo”, se decía intentando cultivar paciencia en ese juego de nervios. “Quizá el pobre no sepa nada. No alcanzó a distinguir las acciones…”, pensaba en otros momentos, arrepintiéndose de sus bajos instintos.
La noche avanzó rápidamente. Se dirigían al norte en busca del batallón del teniente coronel don Juan Díaz. Don Cipriano se había ausentado de sus filas por razones de fuerza mayor transportando abastecimientos a las unidades del sur. Acamparon en un agujero pequeño de la roca montañosa, como lo habían hecho durante las últimas tres noches. Ayudó al sargento a acomodarse, lo recostó en una de las paredes del recinto natural.