A partir de los favores realizados al coronel Segovia don Gumersindo se ganó un lugar en la asamblea general de la logia. Esto le permitió relacionarse con personas que detentaban el verdadero poder civil de la nación. Embajadores, políticos encumbrados, jueces y camaristas. Todos daban rienda suelta a las energías oscuras diseminadas en los laberintos del alma, protegidos por aquellas máscaras de animales que otorgaban inmunidad al tiempo de rendir culto a los rituales perversos. La relación con Segovia terminó al poco tiempo de su ingreso a la organización. En realidad, una situación trágica puso punto final a la vida del encumbrado militar. Camaradas de armas lo descubrieron en su habitación de Campo de Mayo pendiendo de una cuerda sujeta al techo del sanitario. El cuerpo aún se balanceaba levemente. Sus ojos desorbitados expresaban un terror indescriptible, como si se hubiera encontrado en presencia del propio demonio. La carta fue descubierta debajo de su almohada. La frase era corta y manuscrita:
“Soy culpable”.
Aquella confesión resultó un enigma para los investigadores militares. Nunca supieron a ciencia cierta cual había sido el delito que confesara. Su conducta, intachable en su vida castrense, poco aportaba para develar el misterio del suicidio. Solo quedaba la homosexualidad como principal sospecha de algún acto indecoroso. La investigación oficial llegó hasta donde el protocolo lo permitía. Nada pudo esclarecer al respecto. La última visión que se llevara el coronel de este mundo y esas palabras manuscritas indicaban una angustia terminal cuya causa quedaría sepultada en la tumba. Don Gumersindo no sufrió demasiado la trágica desaparición de su íntimo amigo. En los últimos tiempos la relación se había deteriorado irremediablemente. La carga emocional de aquel vínculo secreto se tornó insoportable y su búsqueda inconclusa cambió el rumbo de las experiencias.
Fue entonces cuando el deseo comenzó a instalarse en una pasión irresistible por la pedofilia. Al principio las inclinaciones morbosas solo desplegaban sus campos inductivos en el territorio emocional del mundo interno. Los niños comenzaron a transformarse en el principal objeto de interés del capitán. Como todo proceso de adecuación a una nueva resonancia, la observación se convirtió en la fuente de placer. Una angustia inusitada se apoderaba de su alma intentando rechazar aquella inclinación que consideraba antinatural. Pero el magnetismo ejercido por la inocencia de los pequeños se apoderaba de cualquier vestigio de racionalidad que su mente intentara desplegar como barrera protectora. A partir de esos tiempos don Gumersindo comenzó a transitar un desierto de áridos paisajes, solo mitigable a partir de alguna presencia infantil próxima. Esas energías permanecían ocluidas tras las pesadas rejas de su corazón. El paso de la experiencia contemplativa al acto resultaba demasiado complejo para su personalidad dubitativa.
—¿Y en qué puedo ayudar a su prestigiosa institución, señor Erick?
El visitante sonreía con afabilidad. El anillo ubicado en su mano izquierda ejercía un poder hipnótico sobre el capitán.
—En realidad se trata de una obra caritativa, como todas las que emprende nuestra fundación. En estos momentos nos encontramos asistiendo a un pequeño abandonado por sus padres desde hace unos tres meses atrás. Su nombre es Mario. El pobre niño proviene de estratos sociales carenciados y ni siquiera ha recibido educación oficial hasta el día de la fecha. Se encuentra hospedado en la institución, pero no podemos albergarlo por más tiempo en ese edificio. No resulta conveniente para su formación infante permanecer en un lugar que no le brinda oportunidades para el desarrollo juvenil. Deseamos que adquiera la experiencia de vivencias familiares.
Don Gumersindo escuchaba en silencio. De vez en cuando dirigía una mirada furtiva hacia el anillo. Sus destellos emitían el brillo pulsante siguiendo un ritmo específico. “Mario”, pensó. La ansiedad comenzó a oprimirle el pecho. El austríaco siguió con su disertación. La sonrisa continuaba imperturbable en sus labios.
—Analizamos en detalle la salida del problema. No nos queda otra posibilidad que conseguir un hogar sustituto para el pobre Mario. Su vida depende de ello. De lo contrario, se perderá en una ciudad que se comporta implacable con los desamparados. ¿Está de acuerdo con nosotros, capitán?
Don Gumersindo asintió con gesto benevolente.
—Por supuesto. El muchacho se merece una oportunidad. ¿Qué edad tiene...?
La voz del visitante se escuchó poderosa.
—Siete años. La edad ideal, ¿no le parece...?
—Sí, sí. Ideal, como usted dice.
Hicieron silencio durante un minuto. El militar comenzó a sentir la atmósfera densa. A pesar del frío reinante en las calles, en la oficina el calor empezaba a ser agobiante.
—Siete años, entonces… —repetía, reflexionando sobre el asunto—. ¿Y qué propone usted, don Erick? Por algo ha venido a verme.
—Nuestra solicitud se encuentra avalada por su hidalguía como persona, señor Larreta Bosch. Le proponemos hacerse cargo del niño. Consideramos que su casa sería el lugar apropiado para la crianza…
Los destellos del anillo incrementaron su frecuencia.
Конец ознакомительного фрагмента.
Текст предоставлен ООО «ЛитРес».
Прочитайте эту книгу целиком, купив полную легальную версию на ЛитРес.
Безопасно оплатить книгу можно банковской картой Visa, MasterCard, Maestro, со счета мобильного телефона, с платежного терминала, в салоне МТС или Связной, через PayPal, WebMoney, Яндекс.Деньги, QIWI Кошелек, бонусными картами или другим удобным Вам способом.