El último tren. Abel Gustavo Maciel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Abel Gustavo Maciel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874935434
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mi coronel —dijo Estévez con voz apagada. Larreta respondió con un gruñido. Los buenos modales brillaban por su ausencia en la personalidad del militar.

      Don Cipriano tenía cincuenta años de edad. Llevaba unos treinta prestando servicio en distintos batallones de campaña. Precisamente, sus acciones en la Confederación comenzaron durante la caída de don Juan Manuel de Rosas. De inclinaciones federales en su juventud, supo esconder los colores partidarios cuando sobrevino la purga de mediados del cincuenta. Aprendió a mantener perfil bajo y obtener ascensos a partir de un espíritu sanguinario derramado en los campos de batalla. Era oriundo de Concepción del Uruguay, los pagos de don Justo José de Urquiza, un líder a quien había admirado. Pertenecía a una familia de comerciantes de bajo perfil. Su padre decidió enrolarlo en las filas castrenses con el objeto de consolidar la posición social de la familia. Para ello se valió de un tío lejano con gran influencia dentro del colegio militar. Cursó sus estudios en el Colegio Nacional de Concepción donde, paradójicamente, también lo hiciera el líder de la campaña que a la postre le permitiera la adquisición de tierras, don Julio Argentino Roca.

      En realidad, nunca fue estudiante destacado ni tuvo aptitudes de liderazgo dentro de los cuadros militares. Sin embargo, su bravura en batalla le precipitó el acceso a las altas jerarquías de la institución. Su escasa capacidad para el arte de la política no le permitió escalar las posiciones sociales soñadas por el progenitor. Esto lo convirtió en un lobo solitario, alejado de su propia familia y sin amigos para compartir momentos depresivos. Su presencia en la campaña se originó desde los primeros momentos de la impronta. Un guerrero como don Cipriano debía encontrarse dentro de los primeros batallones afectados al plan.

      Los malones se intensificaron a partir del debilitamiento de las fronteras sureñas debido al enfrentamiento entre la Confederación Argentina y la Provincia de Buenos Aires. Durante estas luchas, la política no estaba ajena de las actividades de los pueblos originarios. Los ranqueles y el cacique Calfucurá apoyaban a la Confederación. Cipriano Catriel apoyaba a Buenos Aires.

      El 1867 el Congreso Nacional dictó la ley 214. En ella se decidió llevar la frontera sur más allá de los ríos Negro, Neuquén y Agrio. Luego de diferentes combates y pequeños desastres en los pueblos del interior, debieron transcurrir once años para que el general Roca, ministro de guerra del Presidente Avellaneda, elimine las políticas de contención del indio promulgadas por el fallecido ministro anterior, don Adolfo Alsina.

      El cuatro de octubre de 1878, la ley 947 destinó un millón setecientos mil pesos para cumplir con los designios de la antigua ley 214. A partir de allí quedó sellada la suerte de las tribus y las distintas etnias que las componían. Larreta Bosch fue designado como oficial de carga del batallón al mando del coronel don Lorenzo Vintter. Las acciones del Sur arreciaron con las primeras refriegas del coronel Nicolás Levalle y, luego, el teniente coronel Freire alzándose contra las fuerzas de Namuncurá. Las batallas dejaron un saldo de doscientos indígenas muertos.

      Luego de masacres y persecuciones, Vintter logró tomar prisionero a Juan José Catriel y a quinientos de sus hombres. Don Cipriano recibió menciones de alto honor en batalla durante esos acontecimientos. Esta circunstancia comenzó a generar el mito que lo perseguiría durante el resto de sus años. Posteriormente logran aprisionar al cacique Pincén, cuya influencia resultaba fuerte en el noroeste de la provincia de Buenos Aires, encontrándose próximos a la laguna de Malal. Estos líderes de las etnias en guerra son posteriormente confinados a la isla de Martín García. Se transforman en presos políticos merced a las guerras internas que sufría el país.

      Empero, un evento empañó la fama de don Cipriano en el orden castrense. Encontrándose bajo el mando del teniente coronel Teodoro García, en septiembre de 1882, se le asigna un grupo de ocho subalternos para transportar material de logística y armamentos al batallón del capitán Alcides Rímolo, a cargo de la custodia fronteriza al norte de Neuquén. En esos tiempos comenzaban a desarrollarse las estrategias finales en pos de someter a los mapuches.

      Poco se ha sabido de los avatares sufridos por esta expedición. En realidad, el Alto Mando no pudo establecer los sucesos del desastre. Hubo un solo sobreviviente de la presunta batalla: el propio oficial a cargo, coronel Larreta Bosch. El informe de don Cipriano fue conciso y exacto. Sin embargo, no logró convencer a los superiores, quienes intuían un destino diferente de aquellos hombres.

      15 de septiembre de 1882

      Recibidas las instrucciones del Alto Mando, impartidas en su nombre por el teniente coronel don Teodoro García, he marchado del lugar de emplazamiento del batallón con los ocho hombres asignados para cumplir con las órdenes. Según el itinerario prefijado la hoja de ruta indicaba un total de tres días hasta arribar a las dependencias del fortín comandado por el capitán Alcides Rímolo.

      Durante las primeras cuarenta y ocho horas el itinerario se cumplió sin ningún inconveniente digno de informarse. En el amanecer del 17 de septiembre, y en tanto realizábamos los aprontes para continuar con el viaje, divisamos una formación de ciento cincuenta indígenas dirigiéndose hacia nuestra posición. Observando el horizonte con el catalejo, reconozco como líder del grupo al cacique Manuel Quimpó. Aparentemente regresaba de alguna incursión acaecida al sur de sus tierras.

      Entonces, el malón arremete contra nuestra formación. Utilizamos una defensa de trinchera interna resultando totalmente ineficaz debido a la gran inferioridad numérica en la que nos encontrábamos. Cabe destacar la valentía y buena predisposición de nuestros soldados durante el desarrollo del combate. A pesar de la diferencia numérica logramos infligir importantes bajas en las tropas enemigas. Después de tres horas de batalla mis hombres son asesinados en su totalidad. Encontrándome desmayado a causa de las heridas recibidas, el cacique asume mi situación como una muerte más dentro de la contienda.

      Al despertar veinte horas después, encuentro los cadáveres de nuestros hombres desnudos, sin armas, y corroboro la pérdida en su totalidad del equipo de logística transportado. Utilizando técnicas de supervivencia logro establecer contacto, tres días después, con un escuadrón del capitán Rímolo. Fui transportado al fortín donde he recibido las atenciones médicas pertinentes.

      En el ejército, cuando el único superviviente en una refriega resulta ser quien está a cargo las sospechas sobre lo ocurrido son grandes. Sin embargo, debido a los antecedentes del coronel en batalla, lo asignan cuatro meses a tareas logísticas en Buenos Aires. Por supuesto, se trataba de una estrategia para quitarlo del juego por algún tiempo.

      Los éxitos acaecidos durante esos años en la campaña, así como los tratados de paz y nuevas fronteras establecidos, comenzaban a definir la finalización de las acciones. De todas formas, en los extremos de las fronteras sureñas los mapuches continuaban presentando resistencia con el apoyo de tropas chilenas. A consecuencia de esto el teniente coronel don Luis Oris de Roa llegó al valle inferior del río Chubut con instrucciones de poner fin a estas incursiones. Dada la necesidad de contar con hombres de experiencia en combate, don Cipriano fue comisionado para formar parte de la aventura.

      —Señor, si usted me lo permite, quisiera hacerle una pregunta…

      La voz de Estévez se escuchaba débil en el pequeño refugio improvisado para pasar la noche. El fogón había tardado un tiempo prudencial en iluminar el recinto y entregar las calorías para la supervivencia. Ahora quemaba la madera en silencio. Larreta Bosch observó por unos instantes al compañero que le tocara en suerte.

      “Ahí viene”, se dijo. “Tal vez, sea este el momento de usar el facón…” Contuvo el primer impulso. Ver al sargento allí, con los trapos que envolvían sus piernas coloreados de un rojo oscuro producto de la infección le produjo cierto escozor estomacal. El hombre estaba sufriendo. Si había visto algo tres días atrás, se lo llevaría a la tumba.

      —Qué le anda pasando, soldado —pronunció las palabras con acento duro.

      Estévez respiraba con dificultad. Un sudor frío recorría su frente. Caían gotas aisladas sobre el cuello. La pechera desbotonada estaba manchada de la sangre producida por heridas de arma blanca. Pronunciaba las palabras entre suspiro y suspiro. Necesitaba concentrarse para hablar.

      —¿Le…