El último tren. Abel Gustavo Maciel. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Abel Gustavo Maciel
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789874935434
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a realizar la ceremonia que cultivaba desde hacía años.

      Recordaba la primera vez. Fue al día siguiente de la partida de Ricardo, cuando los golpes que le propinara la noche anterior mantuvieran inflamado su rostro de mujer violada. Era el final de un largo camino poblado de miserias y vínculos enfermos. El hombre hizo las valijas y se llevó a su hijo. El pequeño solía contemplar las escenas desde el umbral de la puerta. Todavía no sabía hablar. Los ojitos brillaban de manera extraña, en tanto la experiencia ingresaba como recuerdo indeleble a la zona oscura de la memoria.

      A partir de allí, la soledad fue su compañera.

      Un año después Ricardo regresó. Necesitaba desesperadamente su cuerpo y así se lo hizo saber. La relación se estabilizó en una zona intermedia. Decidieron ser amigos, libres de convivencias. En tanto, los años fueron pasando. El pequeño, durante las vacaciones de verano, solía permanecer en la cabaña con su madre. El padre lo retiraba a principios de marzo con el inicio de clases.

      Elisa se había acostumbrado a la situación. Estar sola le permitía dedicarse plenamente al oficio del cual vivía: las artesanías. Era toda una artista consagrada en el ambiente de los coleccionistas. Sin embargo y a pesar de la belleza de su figura, ninguno de esos hombres de buena billetera se atrevía a transponer la relación profesional. Algo había en ella que ponía nervioso al sexo opuesto. El germen de la locura brillaba en el fondo de sus pupilas. Le temían.

      Observó su reloj. Era la hora. No podía ser impuntual en la ceremonia. Nunca lo había sido. En días soleados o con lluvias tempestuosas no dejaba de cumplir con aquella liturgia. Las sirenas, como bien lo cuenta Ulises en su bitácora de retorno, le deben al océano sus ritos paganos.

      Se puso de pie y abandonó la cabaña. Llevaba ropa ligera, buena para la ocasión. En otras oportunidades debió hacerlo ataviada con pesados sacos de lana. Ahora prefería usar remeras y pantalones, sin ropa interior. De esta manera, el trámite resultaba práctico. Caminó durante quince minutos por la playa hasta llegar al lugar indicado. Trepó con agilidad las laderas de piedras erosionadas por las olas. El murmullo continuo del mar se escuchaba como un rugido de fondo. La playa se veía desierta, circunstancia que no aportaba beneficio ni perjuicio para su cometido.

      Una balsa pesquera adornaba el paisaje marino. Los dos ocupantes dejaron por un momento sus enseres de lado y de mantuvieron en equilibrio parados en la embarcación. Contemplaban el espectáculo que gratuitamente se ofrecía a sus ojos. Esos hombres estaban enterados de la liturgia que el atardecer precipitaba en la bahía y no deseaban perderse el evento. La pesca, en esos momentos, resultaba tan solo una excusa.

      El cuerpo desnudo de aquella mujer brilló durante unos instantes al sol, majestuosamente parada en el pétreo pedestal. Luego, su imagen desaparecía como delicada sirena al tiempo de internarse en las aguas.

      CAPÍTULO DOS

      1

      1935…

      Durante la década del treinta, Victoria Larreta Bosch llegó a ser famosa a través de sus poesías románticas.

      Nieta de don Cipriano Larreta Bosch, coronel del general Roca durante la campaña al desierto, gozaba de la fortuna adquirida por el ilustre militar en sus correrías cortando orejas por el sur del país. Esto le proporcionaba la suficiente atención por parte de la nobleza porteña, emergente en los inicios de siglo. Sus miembros eran cultores obligados de inclinaciones artísticas merced a la necesidad de diferenciarse en la escala social.

      Victoria había sido criada en una familia donde el espíritu castrense gobernaba por sobre las pretensiones libertinas provenientes de la cultura europea. Su padre, el capitán de Patricios don Gumersindo Larreta Bosch, fallecido tras oscuras circunstancias que lo condujeron a un suicidio ignominioso, dirigía la disciplina familiar con puño de acero. Don Gumersindo estaba casado con Lucrecia Rodríguez Mendoza. Ella era hija de un importador de insumos dedicado a la industria de los ferrocarriles y representante excelso de capitales ingleses.

      El matrimonio seguía los convencionalismos de la época. Se había realizado por acuerdo de clases altas. En esos años de finales del siglo diecinueve, tanto los militares de alto rango como los obispos de la iglesia católica representaban oficios deseados en el seno familiar de los empresarios encumbrados. Ellos podían poseer fortuna personal, pero se encontraban ávidos de consolidar su posición mediante la protección política de los poderes de turno.

      Toda familia noble se ufanaba de tener un hijo en el liceo castrense y otro en el seminario religioso.

      Debido a la destacada actuación del abuelo coronel en la matanza de indígenas, la familia pudo apropiarse de suficiente tierra en el sur de la provincia de Buenos Aires. El militar se transformó en un personaje importante de la alta sociedad porteña. Incluso un pueblo próximo a los pagos de Mar Chiquita llevaba su nombre.

      Victoria arribó al mundo en el ocaso de la vida de don Gumersindo. A pesar de las influencias que ha tenido el apellido Larreta Bosch en las artes y la política del país, las malas lenguas se encargaron de contar circunstancias especiales en el nacimiento de la niña. Debido a los alcances de estos rumores, se hizo necesario enterrarlos en los calabozos del secreto familiar. Sin embargo y como sucede con estas cosas, no pudieron ser reprimidos por completo. De esta forma, la propia Victoria tuvo acceso a los mismos. Este conocimiento revelado sobre su nacimiento le provocó gran conmoción en los años juveniles. A consecuencia de ello se enraizó en su alma un odio compulsivo hacia las prácticas sexuales con el género masculino. La abstinencia siempre rinde dividendos en los corazones débiles.

      Aquellas historias daban cuenta del sufrimiento de doña Lucrecia debido a las recurrentes ausencias del capitán, afectado a los asuntos militares. Era una joven mujer con todo el ímpetu hormonal típico de la edad adolescente. Tenía treinta años menos que su marido y portaba en las espaldas la historia de gloria del ilustre apellido castrense.

      Así fue como conoció al doctor Esteban Randazo, reconocido facultativo de la época en que habían cursado juntos estudios en Londres. Entre ellos se estableció una relación secreta sostenida por más de diez años, truncada por un trágico episodio donde perdiera la vida el catedrático a manos de personajes embozados que se dieron a la fuga luego de perpetrar su crimen.

      Esas mismas lenguas se encargaron de diseminar a los cuatro vientos las flagrantes semejanzas de la niña con respecto a las facciones del doctor. En su momento el escándalo social, a duras penas contenido por la fama del legendario guerrero del Sur, obligó a doña Lucrecia a recluirse en los campos de Mar Chiquita, alejada de don Gumersindo y del núcleo social que le brindara contención. Allí pasaría Victoria gran parte de su infancia.

      Cuando la niña cumplía sus quince años de edad, el capitán Larreta Bosch se despidió del mundo disparándose un balazo en la sien. El arma era una reliquia que conservara de las correrías de su progenitor contra los aborígenes en épocas de la conquista. De esta manera Victoria quedó a merced del mundo. La acompañaba una madre con tendencias depresivas y la fortuna que le permitía acceder con sus poemas en los círculos influyentes de la nobleza de esos tiempos.

      Su fobia por el sexo opuesto rápidamente se propagó a través de aquellos círculos de relaciones. Los varones solteros mantenían coloquios superficiales con la joven de apellido legendario. Tal vez, impelidos por algún temor interno, decidían ser cautos a la hora de realizar mayores aproximaciones. Esta circunstancia divertía a la muchacha. La hacía sentirse ubicada por sobre las otras damas, quienes no cejaban en su empeño de perder la virginidad antes de los dieciocho años.

      Entre esas fogosas camaradas de tertulias estaba Verónica Saavedra Smith, la hija libertina del ex embajador argentino en Francia. Debido a los continuos viajes de su padre por el viejo continente, la joven quedaba bajo los cuidados de una tía solterona afectada de cuanta enfermedad diera vuelta por los barrios. De esta manera, Verónica contaba con la suficiente libertad como para no perderse fiesta alguna, sesiones de opio en mansiones de lujo y todo muchacho que quisiera compartir alcoba con ella.

      Así la conoció Victoria, en la plenitud de sus experiencias vitales. Al principio fue una relación