[87] Cfr. Jn 14, 8-9.
[88] Exerceatur servus tuus in vita tua quia ibi est salus mea et sanctitas vera. Cfr. De imitatione Christi, III, 56, 2.
[89] Vida, 22, 7.
[90] Es Cristo que pasa, Madrid, 1973, n. 107.
PARTE PRIMERA
INTRODUCCIÓN
CAPÍTULO I
EL PAÍS DE JESÚS
... Muy dulce es para el alma cristiana conocer, al menos en sus grandes líneas, los paisajes en que posó sus miradas el Hombre-Dios, los valles y las montañas que sus pies recorrieron. Al lado de lo placentero se hallará lo útil, pues la dulce y divina fisonomía de Jesús aparecerá más viviente si la contemplamos en su cuadro providencial.
La naturaleza y sus continuas evoluciones, sobre todo los hombres con sus guerras y sus estragos, han causado ciertos cambios exteriores en el país de Cristo. Mas no ha cambiado lo esencial. Después de veinte siglos, Palestina conserva en el conjunto el mismo aspecto general, el mismo clima, la misma fauna y la misma flora, los mismos valles y las mismas montañas, los mismos ríos y las mismas fuentes, los mismos caminos y los mismos senderos. Si han desaparecido muchos lugares o no quedan de ellos sino ruinas, Nazaret, Belén, Jerusalén, Sicar, el monte de los Olivos, Betania, el Jordán, el desierto de Judá, el pozo de Jacob, el monte Garizín, quedan aún como testigos elocuentes de la vida de Nuestro Señor, y también de la veracidad de los Evangelios.
I. ASPECTO FÍSICO Y POLÍTICO DE LA PALESTINA ACTUAL
Varios hechos nos sorprenden desde luego, empezando por el mismo nombre del país, que no es otro que el de los Filisteos, aquellos temibles y encarnizados enemigos de Israel. Pero, a consecuencia de una de tantas anomalías de que la historia presenta más de un ejemplo, este nombre, que sólo convenía al ángulo SO de la región, ha terminado por designar a toda la comarca.
Otro fenómeno aún más sorprendente es la pequeñez de este país, tan justamente célebre. El Antiguo Testamento nos presenta la Palestina como el «escabel de los pies» del Señor. Nosotros podemos decir también que esta privilegiada región ha sido el escabel de los pies de Jesús, pues allí fue donde el Verbo encarnado se dignó pasar casi toda su existencia humana. De esta suerte Palestina, después de haber sido teatro y centro de la revelación judía, ha tenido la gloria, mil veces más envidiable, de ser teatro y centro de la revelación cristiana.
¡Qué región tan pequeña, sin embargo, si se examina desde el punto de vista puramente natural! Se atribuye a Cicerón esta reflexión desdeñosa: «El Dios de los judíos debe de ser un Dios pequeño, pues ha dado a su pueblo una comarca tan pequeña». Sea lo que fuere de la autenticidad de tal texto, es cierto que el país de los judíos, el país de Jesucristo es una región bien exigua. A esto parece aludir Isaías cuando, contemplando el porvenir mesiánico, pronuncia estas palabras, dirigidas por el Señor a Sión desolada: «Tus hijos te dirán: El espacio es demasiado estrecho para mí; hazme sitio para que pueda habitar en él»[1]. Aún más extraña parecerá la pequeñez de Palestina si se piensa en la inmensa extensión de los imperios que la rodearon en las diferentes épocas de la Historia: al Norte, Siria; al Este, Caldea, Asiria y Persia, y Egipto al Sur[2].
Sus límites naturales están bien determinados en tres direcciones. Al Sur, la Arabia Petrea; al Oeste, el Mediterráneo; al Este, el vasto desierto siro-árabe, la separan claramente de todas las demás regiones. Pero al Norte no tiene línea precisa de demarcación. De hecho se puede decir que su territorio cesaba en la profunda depresión que sirve de lecho al río Leontés, hoy Leitany, en la parte inferior de su curso[3]. «De Dan a Bersabée», tal era la fórmula proverbial en la época de los profetas y de los reyes de Israel para indicar su extensión longitudinal. Ésta a partir del Nahr-el-Kasimiyeh, es de 228 kilómetros, según los cálculos de ingenieros ingleses. La anchura, para la parte de Palestina que se extiende al Oeste del Jordán, varía notablemente, como se puede apreciar con sólo mirar un mapa. Mientras que a la altura de Gaza es de 94 kilómetros, y de 68 kilómetros frente a Jaffa, no tiene más que 37 kilómetros al extremo Norte. No es, pues, de extrañar que, desde varias montañas o colinas situadas en el centro de esta banda de tierra —por ejemplo, desde lo alto de Neby-Samuil (895 m.), al norte de Jerusalén, y desde la cima del Garizim (870 m.), cerca de Naplusa—, se vean distintamente, por un lado, el Mediterráneo, y por otro, las montañas de Moab, que cierran el horizonte más allá del Jordán.
La superficie total de Palestina, incluyendo los distritos transjordánicos, apenas pasa de 25.000 kilómetros cuadrados. La población actual es difícil de evaluar con certeza, por falta de censos fidedignos en el Imperio turco.
Si Palestina no es más que un exiguo país cuando se la considera como patrimonio y morada del pueblo de Dios, la porción de la provincia que fue teatro directo de la historia del Salvador aún queda reducida a proporciones mucho más pequeñas. En suma, si dejamos a un lado las dos ciudades en que tuvo lugar el nacimiento y la vida oculta del Salvador, Belén, Nazaret, y prescindimos también de algunos viajes que emprendió Jesús en dirección del Noroeste, hacia Tiro y Sidón, y del Norte, hacia Cesarea de Filipo, el ministerio de Cristo se centraliza en dos sitios muy distintos, bastante alejados uno de otro: al Norte, Cafarnaún y sus alrededores; al Sur, Jesusalén.
Echando una ojeada sobre el mapa que represente la parte de Asia bañada por el Mediterráneo, notamos, entre la bahía de Isso, situada al Sudeste de la península del Asia Menor y el golfo que se extiende al Norte de la península del Sinaí, a la entrada de Egipto, una larga cadena de montañas, que une el monte Amano con la Arabia Petrea. Esta banda de tierra, seis o siete veces más larga que ancha, forma una especie de istmo entre el mar y el desierto siro-árabe.
Coloquémonos hacia el centro de este istmo, en la vasta planicie de Celesiria. Allí tienen su origen cuatro ríos, célebres en otro tiempo, que se alejan unos de otros tomando cuatro direcciones distintas. El Oronte va derechamente al Norte, y desemboca en el Mediterráneo, después de haber atravesado la ciudad de Antioquía; el Barada se dirige hacia el Este, pasa por Damasco y va a perderse en el fondo del desierto; el Leontés, ya mencionado, se lanza primero en dirección del Sur, como torrente furioso, y toma en seguida bruscamente la del Oeste, para ir a desembocar en el Mediterráneo, un poco más arriba de Tiro; en fin, el Jordán, que constantemente corre en dirección del Sur, termina en el mar Muerto, después de haber recorrido la Palestina en toda su longitud. El Oronte era el río de la Siria del Norte; el Barada, el de la Siria damascena; el Leontés, el de la Fenicia; el Jordán ha quedado como el río por excelencia de la Tierra Santa, a la que ha contribuido a dar un aspecto particular.
Formando parte del istmo que une la cadena del Tauro con el macizo del Sinaí, Tierra Santa es por eso mismo, en su conjunto, no sólo un país montañoso, sino un verdadero bloque de montañas. Al Sur de la Celesiria, u Hondonada de Siria[4], el Líbano —el Lebanon o monte »Blanco» de los hebreos— y el Anti-Líbano van bajando gradualmente conforme se acercan a Palestina, cuyo territorio invaden casi por completo con sus contrafuertes y ramificaciones. Sin embargo, a la altura de Damasco, el Anti-Líbano se yergue de repente, para formar el Gran Hermón, que es un poco menos elevado, aunque casi tan grandioso como el Líbano[5]. Su cumbre, que se divisa desde lejos, está, como la del Líbano, casi siempre cubierta de nieve.
Al Oeste del Jordán, en la porción de Palestina que más nos interesa en la vida del Salvador, el bloque montañoso toma con frecuencia una forma de género especial. Se la ha comparado a un miriápodo gigantesco, en cuyo dorso figuraría la arista central, en tanto que sus patas, extendidas a cada lado, representarían con los intersticios que las separan, las aristas y valles laterales, que, descendiendo