Desde el punto de vista de su consumo, el arte tal como lo entendemos en nuestro tiempo empezó en muchos aspectos con el arte holandés. Su papel social no era muy distinto del que tiene hoy: una inversión líquida como la plata, los tapices u otros objetos de valor; los cuadros se compraban al artista en su taller o en el mercado libre como bienes y se colgaban, suponemos, para llenar espacio y para decorar las paredes de la casa. Tenemos pocos documentos referentes a encargos y pocos indicios sobre las demandas de los compradores. Para un espectador moderno, el problema está en cómo distanciarse de este arte, cómo ver lo que tiene de especial un arte que nos hace sentir tan cómodos y cuyos placeres parecen tan obvios.
El problema consiste en que, a diferencia del italiano, el arte nórdico no ofrece un fácil acceso verbal. No produjo su propio estilo de crítica. Se diferencia tanto del arte del Renacimiento italiano, con sus manuales y tratados, como de los realismos del siglo XIX, que fueron objeto de extensos comentarios periodísticos y de frecuentes manifiestos. Es cierto que, a las alturas del siglo XVII, la terminología y los textos italianos habían permeado el norte de Europa e incluso habían sido adoptados por algunos artistas y escritores. Pero esto produjo un desdoblamiento entre el carácter del arte que se producía en el norte (en su mayor parte por artesanos que seguían perteneciendo a gremios) y los enunciados verbales de los tratados con respecto a lo que era el arte y cómo tenía que hacerse. Un desdoblamiento, en suma, entre la práctica nórdica y los ideales italianos.
Tenemos pocos indicios significativos de la tensión que pudo producirles a los artistas holandeses vivir en una tradición pictórica originaria mientras admiraban, o mientras se les decía que debían admirar, ideales extranjeros. Tenemos a los artistas que empezaron sus carreras haciendo pintura de historia (el pintor de arquitecturas Emanuel de Witte, los discípulos de Rembrandt, incluso Vermeer) pero que luego se dedicaron (con resultados más positivos) a lo que se llama genéricamente pintura de género. Sabemos del papel que hizo el grupo de artistas holandeses establecido en Roma. (13) Se llamaban a sí mismos Bentvueghels (‘pájaros de una bandada’), adoptaban nombres cómicos y se dedicaban a hacer ceremonias de iniciación báquica en que a la vez se mofaban de la Antigüedad y de la Iglesia. Se negaban a someterse a las regulaciones de los pintores italianos y acostumbraban dejar señal de su presencia en forma de ingeniosos grafitis en las paredes convenientes. Esta forma de entretenimiento para sí mismos y de diversión para la sociedad que los rodeaba era acaso una reflexión, podemos suponer, sobre el hecho de su diferencia. Con sus carnavaladas pretendían un efímero triunfo sobre su sentimiento de inferioridad. En un sentido muy distinto, podemos identificar esa tensión en la naturaleza misma del arte de Rembrandt. Aunque cabe pensar que no congeniara con las pretensiones pictóricas de sus compatriotas, tampoco podía, sin más, adoptar la manera italiana. Rembrandt extrajo sus maravillosas aunque extrañas imágenes en parte de este mismo conflicto. Este fructífero intercambio entre los ideales extranjeros y la tradición nativa fue infrecuente. Algunos artistas de Utrecht, como Honthorst y Hendrick ter Brugghen, son a menudo clasificados como seguidores de Caravaggio. Pero lo que hicieron fue responder a un artista italiano que, a su vez, se sentía poderosamente atraído por la tradición del norte de Europa: Caravaggio, podríamos decir, los devolvió a sus propias raíces nórdicas.
Una parte importante de esa diferencia que se veía entre el arte italiano y el nórdico era el sentimiento de la superioridad de Italia y la inferioridad de los Países Bajos. La convicción de los italianos con respecto a la autoridad racional y la soberanía de su arte queda perfectamente clara en una famosa crítica del arte flamenco que Francisco de Holanda atribuye nada menos que al propio Miguel Ángel:
La pintura de Flandes… gustará… a cualquier devoto más que ninguna de Italia… Parecerá bien a las mujeres, principalmente a las muy viejas o a las muy jóvenes, y asimismo a frailes y a monjas y a algunos caballeros sin sentido de la verdadera armonía. Pintan en Flandes propiamente para engañar a la vista o cosas que los alegren y de las que no se pueda hablar mal, así como santos y profetas. Su pintura se compone de telas, construcciones, verdes hierbas de campos, sombras de árboles y ríos y puentes, que ellos llaman paisajes, y muchas figuras por allí y muchas por acá. Y todo esto, aunque parezca bien a algunos ojos, está hecho sin razón ni arte, sin simetría ni proporción, sin criterio ni audacia y, finalmente, sin sustancia ni fuerza. (14)
El párrafo que sigue inmediatamente a este (y que, como es lógico, no se cita en los estudios dedicados al arte nórdico) remata con un nuevo argumento el severo juicio de Miguel Ángel: “Prácticamente la única pintura que podemos llamar buena es la que hacen en Italia y por eso llamamos italiana a la buena pintura”. Volveremos a servirnos del testimonio de Miguel Ángel, que no tiene desperdicio. Por ahora quiero señalar que mientras se ponen en el haber de Italia la razón y el arte y la dificultad que implica copiar las perfecciones de Dios, a la pintura nórdica solo se le concede el paisaje, la exactitud exterior y el intento de hacer muchas cosas bien. Lo que marca el contraste es la fundamental y definitiva dedicación de los italianos a la representación del cuerpo humano (a la que Miguel Ángel se refiere cuando habla de la difficultà del arte) y la dedicación de los nórdicos para representar todo cuanto existe en la naturaleza con exactitud y sin distinción. Los pintores flamencos, por su parte, no discrepan mucho en realidad de esta opinión. De manera característica, en las raras ocasiones en que los nórdicos han tratado de definir la peculiaridad de su arte, han coincidido con la distinción establecida por los italianos, apelando a la naturaleza, y no al arte, como fuente de su producción artística. (15)
La parcialidad italiana sigue siendo manifiesta en los escritos de esos historiadores del arte que se desviven por demostrar que el arte holandés es como el italiano, que también tuvo su importancia. La historia del arte ha presenciado esforzados intentos de remodelar el arte nórdico a imagen y semejanza del meridional. Creo justo decir que este impulso se ha debido en parte a los estudios de Panofsky, quien concedió mayor importancia a las aspiraciones italianizantes de Durero que a su herencia nórdica. En su retrato, el Durero que representaba la figura desnuda y se afanaba con la perspectiva queda más favorecido que el artista descriptivo de La gran mata de hierba. Pero ni aun en sus ejercicios sobre el desnudo o en sus arquitecturas, de una complejidad a menudo enrevesada, muestra Durero un sentido de la figuración verdaderamente meridional. Y sus grabados –incluyendo la meditabunda Melancolía en la que Panofsky, leyó el temperamento del genio renacentista– hacen gala de la observación minuciosa y las superficies descriptivas características del norte. Basándose en un modelo de interpretación iconográfica en principio utilizado para tratar del arte italiano, Panofsky, en su Early Netherlands Painting, vio las imágenes de los primitivos flamencos como fachadas de un simbolismo encubierto: es decir, como una superficie realista bajo la cual se ocultaba un significado determinado. A pesar de su parcialidad italiana, los análisis de Panofsky suelen lograr el equilibrio entre la importancia concedida a la representación epidérmica y la del contenido profundo. Este delicado equilibrio se vio perturbado por la fiebre de interpretaciones emblemáticas del arte holandés.
Muchos estudiosos del arte holandés ven hoy en día la noción misma del realismo holandés como un invento del siglo XIX. A raíz del redescubrimiento de la relación que mantienen algunos motivos de la pintura holandesa con ciertos grabados acompañados de lemas y textos que figuraban en los populares libros de emblemas de la época, los iconógrafos han llegado a la conclusión de que el realismo holandés no es más que un realismo aparente o schijn. Lejos de representar el mundo “real”, prosigue su argumentación, esos cuadros son abstracciones reificadas que imparten lecciones morales escondiéndolas bajo agradables superficies. (16) “No te fíes de las apariencias” es, según ellos, el mensaje de la pintura holandesa. Pero esa “visión transparente del arte”, por decirlo en palabras de Richard Wolheim, seguramente no tenga aplicación menos adecuada que aquí. Pues, como explicaré más adelante, las imágenes de la pintura nórdica no disfrazan ni encubren significados bajo las superficies; más bien muestran que el significado, por su propia naturaleza, reside en lo que la vista puede captar: por engañoso que ello sea. (17)
¿Cómo tenemos que ver, entonces, el arte holandés? Mi conclusión es: tenemos que verlo en su circunstancia. Esta estrategia ha