Pero esta moda de apelar a la comprensión de sus entrañas literarias ha costado muy cara a la experiencia visual. El propio arte holandés se resiste a dejarse ver así. La cuestión dista mucho de ser nueva. Su origen tiene raíces profundas en la tradición del arte occidental.
En grado considerable, el estudio del arte y de su historia ha estado dominado por el arte de Italia y por su estudio. Esta es una verdad que los historiadores del arte, en la actual fiebre especializadora de sus temas y sus estudios, corren el riesgo de ignorar. El arte italiano y la retórica para hablar de él no solo se han impuesto en la práctica de los artistas dentro del tronco principal de la tradición occidental; también han definido el estudio de sus obras. Al referirme a la idea del arte en el Renacimiento italiano, estoy pensando en la definición del cuadro formulada por Alberti: una superficie o tabla enmarcada situada a cierta distancia del espectador a través de la cual contempla un segundo mundo, sustituto del real. En el Renacimiento, este mundo era un escenario en el que las figuras humanas representaban acciones significativas basadas en los textos de los poetas. Es un arte narrativo. Y la omnipresente doctrina del ut pictura poesis se invocaba para explicar y legitimar las imágenes por su relación con previos y sacrosantos textos. A pesar del hecho, bien conocido, de que fueron pocas las pinturas italianas realizadas exactamente según las prescripciones de la perspectiva albertiana, creo que es justo decir que esta definición general del cuadro que he expuesto resumidamente fue la que los artistas asimilaron y la que finalmente instalaron en el programa de la Academia. Por “albertiana”, pues, no entiendo un tipo particular de pintura del siglo XV, sino más bien un modelo genérico y permanente. Fue la base de esa tradición que los pintores se sintieron obligados a emular (o a refutar) hasta bien entrado el siglo XIX. Fue la tradición, además, que produjo a Giorgio Vasari, el primer historiador del arte y el primer escritor que formuló una historia del arte autónoma. Muchas generaciones de artistas en Occidente y toda una corriente central de literatura artística se comprenden con estos parámetros italianos. Desde la institucionalización de la historia del arte como disciplina académica, las principales estrategias analíticas con que se nos ha enseñado a ver e interpretar imágenes –el estilo, como propuso Heinrich Wölfflin, y la iconografía, como propuso Erwin Panofsky– fueron desarrolladas en relación con la tradición italiana. (8)
El puesto definitivo que el arte italiano ocupa tanto en nuestra tradición artística como en nuestra tradición crítica demuestra lo difícil que ha sido encontrar un lenguaje apropiado para tratar tipos de imágenes que no encajen en ese modelo. De hecho, del propio reconocimiento de esa dificultad han surgido algunas obras y escritos innovadores sobre el tema de la imagen. Se han hecho a propósito de tipos de imágenes que podríamos llamar no clásicas, no renacentistas y que de otra forma habría habido que considerar desde la perspectiva de las cotas italianas. Me estoy refiriendo a los escritos como los de Alois Riegl sobre los tejidos antiguos, el arte tardoantiguo, el arte italiano posrenacentista o los retratos de grupo holandeses; los de Otto Pächt sobre arte nórdico en general; de Laurence Gowing sobre Vermeer o, más recientemente, de Michael Baxandall acerca de la escultura alemana en madera de tilo y de Michael Fried sobre la pintura francesa “absorbente” o antiteatral (léase antialbertiana). (9) Aunque difieren en muchos aspectos, cada uno de estos autores sintió la necesidad de encontrar una nueva manera de considerar ciertos tipos de imágenes, al menos en parte por la conciencia de su diferencia con respecto a las normas ofrecidas por el arte italiano. En esta corriente, si se me permite llamarla así, quisiera situar mi trabajo sobre el arte holandés. Y si en las páginas que siguen me adentro en este arte en parte a través de su diferencia con el arte de Italia, no es por sostener únicamente una polaridad entre el norte y el sur, entre Holanda e Italia, sino por poner de relieve cuál es la condición, a mi parecer, de nuestro estudio sobre cualquier tipo no albertiano de imágenes.
Hay, sin embargo, una distinción pictórica y una situación histórica a las que prestaré especial atención. Uno de los temas principales de este libro es que los aspectos fundamentales del arte holandés del siglo XVII –y de hecho de toda la tradición nórdica a que pertenece– se entienden mejor como un arte de descripción y, en cuanto tal, distinto del arte narrativo de Italia. Esta distinción no es absoluta. Pueden encontrarse numerosas variantes, incluso excepciones. Y, en cuanto a las fronteras geográficas, la distinción ha de ser flexible: algunas obras francesas o españolas, incluso algunas italianas, pueden considerarse provechosamente partícipes de la manera descriptiva, mientras que las obras de Rubens, un nórdico iniciado en el arte de Italia, pueden considerarse según la manera que él adopta en cada caso. El valor de esta distinción está en lo que pueda ayudarnos a ver. La relación entre estas dos maneras dentro del propio arte europeo tiene su historia. En el siglo XVII, y luego en el XIX otra vez, los mejores y más innovadores artistas de Europa –Caravaggio, Velázquez y Vermeer, después de Courbet y Manet– practicaron una manera de representación pictórica esencialmente descriptiva. “Descriptivo” es, en efecto, el adjetivo que puede caracterizar muchas de las obras a las que solemos referirnos vagamente como realistas, entre las que se incluye, como apunto en mi texto en varias ocasiones, la manera de representación de los fotógrafos. En la Crucifixión de San Pedro de Caravaggio, El aguador de Velázquez, la Dama pesando perlas de Vermeer y el Déjéuner sur l’herbe de Manet, las figuras están suspendidas en la acción que se ha de representar. La cualidad instantánea, detenida, de estas obras es un síntoma de cierta tensión entre los supuestos narrativos del arte y la atención a la presentación descriptiva. Parece haber una proporción inversa entre la descripción atenta y la acción: la atención a la superficie de la realidad descrita se logra a expensas de la representación de la acción narrativa. Panofsky lo expresó con especial acierto a propósito de Jan van Eyck, otro artista que trabajó en la manera descriptiva:
El ojo de Jan van Eyck opera a la vez como un microscopio y como un telescopio… De forma que el espectador se ve obligado a oscilar entre una posición razonablemente distante de la pintura y muchas otras muy cercana… Sin embargo, tal perfección tenía un precio. Ni el microscopio ni el telescopio son buenos instrumentos para observar la emoción humana… El acento se pone en la pasiva existencia más que en la acción. Para los criterios normales, el mundo del Jan van Eyck maduro es un mundo estático. (10)
Lo que Panofsky dice de Jan van Eyck es bastante cierto. Pero los “criterios normales” a que se refiere no son otros que las expectativas de acción narrativa creadas por el arte italiano. Aunque podría parecer que la pintura por su propia naturaleza es descriptiva –un arte del espacio, no del tiempo, uno de cuyos temas básicos es la naturaleza muerta–, la estética renacentista tuvo como uno de sus principios fundamentales el que las facultades imitativas se aplicaran a fines narrativos. La istoria, como escribía Alberti, conmoverá el ánimo del espectador cuando cada uno de los hombres representados en ella muestre claramente el movimiento de su alma. La historia bíblica de la matanza de los inocentes, con sus muchedumbres de enfurecidos soldados, niños moribundos y madres desconsoladas, era el compendio de lo que, según este punto de vista, debía ser la narración pictórica y por lo tanto la pintura. A causa de este punto de vista, existe una larga tradición de menosprecio por las obras descriptivas. Se las ha considerado carentes de significado (ya que no narran texto alguno) o inferiores por naturaleza. Esta visión estética tiene una base social y cultural. Una y otra vez se esgrime la superioridad del intelecto sobre los sentidos y del espectador culto sobre el ignorante, para redondear la defensa del arte narrativo con la condena de que solo deleita la vista. El arte narrativo tiene sus defensores y sus exégetas; pero el problema sigue siendo cómo defender y definir el arte descriptivo. (11)
Las pinturas holandesas son ricas y variadas en su observación de la realidad, deslumbrantes en su ostentación de maestría, domésticas y domesticadoras en sus asuntos. Los retratos, bodegones, paisajes y la presentación de la vida cotidiana representan placeres escogidos en un mundo lleno de placeres: los placeres de los vínculos familiares, los placeres de la posesión, el placer de las ciudades, de las iglesias, de la tierra. En esas imágenes,