Por último, conviene hacer una observación de tipo práctico. Para aludir a las Siete Provincias Unidas que componían la República holandesa, es normal, aunque inexacto, utilizar el nombre de Holanda, la más rica de ellas. Para mayor facilidad en las referencias, he respetado este uso. A menos que se indique lo contrario, pues, el nombre de Holanda designa no solo dicha provincia, sino la República holandesa en su conjunto.
Svetlana Alpers
INTRODUCCIÓN
Hasta hace poco tiempo, han sido los aspectos descriptivos del arte holandés los que llamaron la atención de sus espectadores. Para bien o para mal, hasta el siglo XX los escritores vieron y juzgaron el arte holandés del siglo XVII como una descripción de la tierra y la vida holandesas. Sir Joshua Reynolds, un antagonista, y Eugène Fromentin, un ferviente partidario, estuvieron de acuerdo en que los holandeses produjeron un retrato de sí mismos y de su país: sus vacas, sus paisajes, nubes, ciudades, iglesias, sus casas ricas y sus casas pobres, su comida y su bebida. Qué podía decirse, cómo podía expresarse la naturaleza de tal arte descriptivo era una cuestión que parecía apremiante. En su Journey to Flanders and Holland, de 1781, Reynolds apenas alcanza a confeccionar una lista comentada de artistas y temas holandeses. Reconoce que constituye un “estéril entretenimiento”, en contraste con el extenso análisis que puede ofrecer del arte flamenco. He aquí algunos extractos:
Ganado y un pastor, por Albert Cuyp, lo mejor que he visto nunca de su mano. La figura es asimismo mejor de lo habitual; pero la ocupación que ha dado al pastor en su soledad no es muy poética: ha de reconocerse, eso sí, que es muy auténtica y natural; está atrapando moscas o algo peor.
Una vista de una iglesia por Van der Heyden, la mejor de las suyas; dos frailes negros subiendo la escalera. Pese a que la obra está acabada, como de costumbre, con gran minucia, no ha olvidado conservar, al mismo tiempo, una gran franja de luz. Sus pinturas tienen un efecto muy parecido al de la realidad vista en una cámara oscura.
Una mujer leyendo una carta; la lechera que la trae se entretiene descorriendo una cortina un poco por un lado para ver el cuadro que tapa, que parece ser una marina.
Dos hermosas pinturas de Ter Borch; el raso blanco notablemente bien pintado. Rara vez dejó de incluir alguna tela de raso blanco en sus cuadros.
Cisnes muertos de Weenix, de lo mejor que se encuentra. Creo que no he debido de ver menos de veinte cuadros de cisnes muertos de este pintor. (1)
La vulgaridad de los temas incomoda a Reynolds, pero él sigue concentrando su atención en lo que se ofrece a su vista: desde raso blanco hasta cisnes blancos. El interés de los pintores por lo que Reynolds llama la “naturalidad de la representación”, combinado con su carácter reiterativo (el inevitable raso blanco de Ter Borch o los incontables cisnes muertos de Jan Weenix), resultan en una descripción verbal aburrida, incluso inconexa. O como el propio Reynolds explica:
La relación dada hasta ahora de las pinturas holandesas es, confieso, un entretenimiento más estéril de lo que yo pensaba. Uno desearía poder comunicarle al lector una idea de esa excelencia cuya visión tanto placer ha proporcionado; pero dado que su mérito consiste a menudo únicamente en la veracidad de la representación, por mucho elogio que merezcan y por mucho placer que proporcionen cuando se las tiene ante la vista, resultan muy pobres en la descripción. Es únicamente a los ojos a lo que se dirigen las obras de esta escuela; no es de extrañar, pues, que lo que fue concebido exclusivamente para la gratificación de un sentido haga un mal papel cuando se aplica a otro. (2)
A nosotros, herederos del arte del siglo XIX, nos cuesta trabajo retroceder a la mentalidad que hacía a Reynolds menospreciar este arte descriptivo. Después de todo, estamos convencidos –lo que no le ocurría a él– de que puede hacerse una gran pintura, por ejemplo, como hizo Cézanne, de dos hombres jugando a las cartas o un frutero y una botella o, como hizo Monet, de un pedazo de estanque con nenúfares. Pero el mismo trabajo nos cuesta hoy en día apreciar el arte holandés por las razones que daba un ferviente admirador decimonónico como Fromentin. En un párrafo muy citado, de 1876, este aduce, refiriéndose a la tregua de 1609 con España y a la fundación del nuevo Estado, que “la pintura holandesa no fue y no pudo ser otra cosa que el retrato de Holanda, su imagen externa, fiel, exacta, completa, veraz, sin adornos”. (3) Resumió la clave de su argumento en un punto: “¿Qué motivo tenía un pintor holandés para hacer un cuadro? Ninguno”. (4) El afán de los estudios especializados sobre el arte holandés en nuestro tiempo ha sido calar más hondo que el ingenuo visitante de museos que se extasía ante el brillo de los rasos de Ter Borch o ante la atmósfera clara y serena de un interior de iglesia de Saenredam, que se divierte quizás ante la vaca tendida al sol de Cuyp, rival en tamaño de la lejana torre de una iglesia, o que finalmente se detiene reverente ante la belleza y la compostura de una dama de Vermeer, en un rincón de su cuarto, con su rostro espejado en el cristal de la ventana.
Fromentin se esforzó por hallar la distinción entre el arte como tal y el mundo del que era imitación:
Percibimos una nobleza y bondad de corazón, un apego a la verdad, un amor a lo real, que dan a sus obras un valor que las cosas mismas no parecen poseer. (5)
Pero siempre está al borde de negar lo que separa al arte de la vida y que lo hace distinto de ella.
Habitamos el cuadro, circulamos por él, miramos hacia su fondo, nos sentimos tentados de alzar nuestras cabezas para medir su cielo. (6)
Y Fromentin compara concretamente, desde esta perspectiva, la pintura holandesa con la “actual escuela” (francesa), heredera académica de los italianos.
Aquí encontraréis fórmulas, una ciencia que se puede poseer, un conocimiento adquirido que ayuda al examen y lo sustituiría en caso necesario y, por así decirlo, le dice a la vista lo que tiene que ver y al espíritu lo que debe sentir. Allí, nada de esto: un arte que se adapta a la naturaleza de las cosas, un conocimiento que queda olvidado ante los pormenores de la vida, nada preconcebido, nada que preceda a la simple, intensa y sensible observación de lo que hay. (7)
Es muy significativo, y sumamente acertado, como veremos, que Fromentin vuelva a un tema que también había anunciado Reynolds: que la relación de este arte con la realidad es igual que la de la propia vista.
En nuestro tiempo, los historiadores del arte han desarrollado una terminología y han entrenado su vista y su sensibilidad para que reaccionen sobre todo a los rasgos estilísticos que componen el arte: la altura del horizonte en el cuadro, la colocación de un árbol o una vaca, la luz. De todos esos rasgos se habla como aspectos del arte tanto o más que como observaciones de la realidad vista. Cada artista tiene su propia evolución estilística relativamente clara y nos es posible reconocer la influencia de unos artistas en otros. En esto, como en la interpretación de su temática, el estudio del arte holandés ha adoptado instrumentos analíticos en principio desarrollados para tratar el arte italiano. Al espectador que admira el brillo de un vestido de Ter Borch se le dice ahora que la mujer del lustroso traje es una prostituta, requerida o comprada ante nuestros ojos; que las apesadumbradas muchachas que tan a menudo vemos vacilantes al borde de una cama o una silla mientras las atiende el médico han quedado embarazadas antes de casarse y que las que se miran en un espejo son pecadoras vanidosas. La señora que en un cuadro de Vermeer lee una carta