Las elucubraciones filosóficas respecto del ser, de las esencias, constituyeron los primeros pasos decisivos en el intento de dar respuesta a un interrogante que fue creado a partir del procedimiento mismo del pensamiento. Los conceptos filosóficos han sido el intento histórico de los hombres de organizar el saber en torno de tres problemas fundamentales: el hombre, el mundo y la relación entre ambos.
En aquella oportunidad (3) comentábamos el fracaso del sueño de una lengua pura en Wittgenstein, la que intentaba asegurar una paz duradera entre el hombre y el mundo: el Dios único, entidad trascendente, constituía su garantía.
Las repercusiones del sueño de la razón alcanzaron su efervescencia en el campo político hasta no hace demasiado tiempo. El iluminismo pretendió gobernar el mundo a partir del dominio del saber arrancado a la exclusividad iniciática de la religión. Los hombres de las luces, actuando en nombre del progreso y de la ciencia, intentaron aplastar las injusticias sociales perpetradas en nombre de aquel mismo Dios. La libertad, la igualdad, la fraternidad, eran invocadas como consignas que permitirían dar tratamiento al oscurantismo de las pasiones y a la ignorancia de las personas, eliminando la opresión de los poderosos, amparados éstos en los servicios que prestaban a las jerarquías religiosas. La lucha contra la trascendencia se había iniciado.
Dos siglos más tarde, los filósofos han dado prevalencia al lenguaje para tratar sus problemas fundamentales. A partir del análisis de los significados, de los enunciados y de las condiciones de enunciación, surgió una nueva perspectiva de la filosofía en diversas corrientes que se enfrentaron con las escuelas tradicionales para disputarles el predominio del saber filosófico. Al respecto, veíamos hasta qué punto aquel ideal de construir una lengua perfecta que desvelara a Leibniz, fue proseguido por otros medios por el primer Wittgenstein. Con él asistimos a un riguroso cuestionamiento de los problemas ontológicos para procesarlos en términos lógico-sintácticos, y a la depuración, con su terapéutica, de los impropios usos del lenguaje. Wittgenstein logró –en el siglo pasado– conmover con su función crítica los fundamentos mismos de la filosofía. El estatuto mismo del saber filosófico fue cuestionado en su legitimidad. La función relevante de la lógica permitió el análisis del uso paradojal de los términos que constituían –hasta no hace demasiado tiempo– el campo semántico tradicional de la filosofía.
A partir del comentario de Presencias reales (4) –ensayo de George Steiner, pensador contemporáneo, crítico erudito de la modernidad– realizaremos un recorrido en torno de lo que constituye la preocupación central de su argumentación: la reconsideración de las formas estéticas a partir de la función del lenguaje. Una vez más, asistimos con este autor, a una rigurosa investigación en la que apunta a desentrañar la estructura misma de los actos de arte y las condiciones actuales de su existencia. No es posible soslayar que una fuente predominante de sus argumentos ha sido la enseñanza de Ludwig Wittgenstein.
Por medio de una minuciosa crítica, Steiner vuelve a cuestionar la validez de ciertas prácticas que se destacan en la modernidad. Los trabajos compilados en otro de sus libros de su pertenencia (Lenguaje y silencio), (5) constituyeron un preludio de esta obra unitaria, anticipando algunas de sus conclusiones. La pertinencia del subtítulo elegido para su ensayo Presencias reales, nos permite reconocer una preocupación que ha encausado sus escritos: ¿Hay algo en lo que decimos?
Tal interrogación demarcará la orientación de nuestra lectura –ceñida a puntos muy precisos de sus líneas argumentales. Desprenderemos de allí ciertas consecuencias, según nuestro específico interés: las críticas que George Steiner realiza al discurso psicoanalítico y a las condiciones que enmarcan su eficacia.
El libro se encuentra dividido en tres apartados y concluye con un índice onomástico. Ya en el primero de ellos –Una ciudad secundaria– anticipa su tesis final, con la que realiza una fuerte apuesta en favor de la trascendencia :
“…cualquier comprensión coherente de lo que es el lenguaje y de cómo actúa […] está, en última instancia, garantizada por el supuesto de la presencia de Dios. Mi hipótesis es que la experiencia del significado estético –en particular de la literatura, las artes y la forma musical– infiere la posibilidad necesaria de esta ‘presencia real’. […] Según esta conjetura, ‘Dios’ es, pero no porque nuestra gramática esté gastada; sino que por el contrario, esta gramática vive y genera mundos porque existe la apuesta en favor de Dios”. (6)
Su hipótesis no irá a la zaga respecto de la solidez demostrativa que habrá de desplegar. Demos lugar, entonces, a los argumentos que validan esta apuesta.
Desde el inicio, la verdadera hermenéutica será asociada con el concepto de responsabilidad personal; Steiner procederá luego al establecimiento de una parábola o ficción racional, a partir de la cual construye un mundo centrado en el libre juego de la función artística. Mundo constituido por ciudadanos en pleno ejercicio de la creación –función primaria–, sin intermediación alguna de interpretación por parte de los críticos de arte –función secundaria–. Por medio de este artificio, los críticos no existirán.
Esta ciudad imaginaria prescinde de aquellos especialistas dedicados a encontrar en la obra aquel flogisto que le insuflara su razón de ser (significado oculto y misterioso recogido en las profundidades abisales del ser). Se promoverá una educación ofrecida sin el sustento de metatextos. Las críticas a las obras de arte sólo tendrán sentido desde el interior mismo de la producción estética. Es decir, otras obras responderán en acto a las anteriores –obras correspondientes a la producción de ese mismo artista o la de otros estetas. Se tratará –de este modo– de recrear la función natural de las artes y el pensamiento: salvaguardar la esencia de la individualidad, ya que la hipótesis de Steiner sostiene que todo arte, música o literatura serios, constituyen –de por sí– un acto crítico, en tanto afirman, con su sola presencia en el mundo, la presencia inventiva. Y de ello dan testimonio.
Steiner sólo aceptará una crítica estética cuando ésta demuestre ser comparable al mismísimo objeto que interpreta, en la maestría de la forma responsable. Veríamos, de este modo, limitarse de un modo categórico la actual proliferación de la profesión hermenéutica centrada en las formas artísticas. Ahora bien, al prescindir de la herramienta de lo secundario, ¿asistiríamos a un empobrecimiento, un retroceso, o aún a una desaparición de las obras de artes? Su respuesta es taxativa: en absoluto.
Su crítica se dirige desde la proliferación de metatextos –textos que dan significado a los textos estéticos– hacia la consideración de los instrumentos utilizados por tales intérpretes, reseñadores, críticos o académicos. Tales instrumentos metodológicos y prácticos serán remitidos por Steiner a lo que considera sus orígenes: la exégesis bíblica y teológica. A continuación sostendrá un pormenorizado análisis de formas y consecuencias del ejercicio hermenéutico en nuestros tiempos, a partir de la dialéctica entre discurso primario –acto creador– y discurso secundario-crítica de arte.
Su conclusión es desde su inicio, lapidaria: el predominio de la cháchara de altura, pathos de un absurdo fundamental, se habría apropiado –incluso– de la más reputada crítica académica. Continúa una lúcida crítica al periodismo, al que califica de genio de la época, sustentado en la ética de una temporalidad espuria por apuntar a una instantaneidad igualadora, y a la urgencia gráfica a la que aquel debe responder. Describe la oposición entre la democracia y la función canónica, al situar los actuales ideales de inmanencia e igualitarismo que dan cuenta del espíritu estadounidense, en referencia al pragmatismo que se apropia de la investigación académica. El pasado sólo adquiere sentido por su capacidad de ser usado en el presente, mientras la trascendencia misma se hace pragmática; el mañana es la realización empírica de sueños materiales. (7)
La dialéctica originalidad-novedad, se traduce, para Steiner, en la confrontación entre invenciones estéticas y noticias periodísticas. El discurso secundario, en su carácter parasitario, coadyuvaría a lo que él considera nuestro deseo:
“[…] ser dispensados de un encuentro directo con la ‘presencia real’ o la ‘ausencia real de esa presencia’ […], lo secundario es nuestro narcótico, el sedante murmullo de lo periodístico al servicio