Sigue siendo la única ocasión en la que he sido testigo de que mi padre sobrepasara el límite de velocidad. A pesar de tragarme esa mezcla tóxica de humos de aceite cancerígeno quemado y de tubo de escape que expulsaba el Volvo, los entrenamientos funcionaban. Comencé a adjudicarme carreras más largas, más a menudo.
A pesar de mi escasa estatura resultó que se me daban bien las contrarrelojes, fueran montaña arriba o en llano. Las contrarrelojes me resultaban muy atractivas, porque se basan en comprobar cuánto dolor eres capaz de tolerar. En ellas no hay liebre a la que seguir, no tienes un rival junto a ti, ni motivación externa o pistas visuales. Tan solo tú, tu bicicleta y la carretera.
No tenías esas súbitas aceleraciones de los esprints, ni había que tomar las fulgurantes decisiones tácticas que requieren las carreras en ruta. Eran puro esfuerzo. La capacidad de concentrarse en algo hasta lograr olvidarte de todo lo demás requiere de un talento muy específico, diferente del que se necesita cuando estás compitiendo en mitad de un pelotón.
Tras embaucar a mi padre para que me llevara a unas cuantas carreras, y disfrutando de una confianza recién encontrada, me inscribí en los campeonatos de contrarreloj estatales de Colorado de 1988. Como comprobaría, aquellos campeonatos resultarían una encarnación de la esencia solitaria de la contrarreloj. Se celebraron en las lejanas llanuras del este de Colorado, en una ciudad llamada Estrasburgo.
Estrasburgo, una ciudad agrícola con aire de abandono, era la viva imagen de la desolación, donde la única compañía que sentías eran el viento y el polvo. Ese aire a final de trayecto que tiene puede estar provocado por el hecho de que fue allí donde se puso el último clavo que completó la línea transcontinental de ferrocarril.
Pero había un buen motivo para escoger un lugar tan desolado: el ciclismo de Colorado no nadaba en la abundancia durante los 80 y los organizadores no podían permitirse el lujo de cerrar carreteras. Por eso buscaban la carretera con menos tráfico posible en la ciudad menos poblada que se pudiera. Y en Estrasburgo dieron en el clavo.
Un poco antes de las cuatro de la madrugada de un sábado, recién acabado el curso escolar, mi padre y yo desayunamos unos cereales que parecían engrudo, llenamos de agua un termo Coleman que tenía escrito en rotulador «Para hacer tiro al pichón» y después cargamos la bicicleta en el maletero del Volvo.
Tras un chisporroteo, una sacudida y unos pocos petardeos salimos rumbo a mi intento de convertirme en campeón estatal de Colorado. No era un trabajo sencillo, ya que Colorado era, con bastante probabilidad, el semillero del ciclismo de los EE. UU. en los 80. Ganar en Colorado no era sencillo, y como había demostrado otro de los pupilos de Frankie, Clark Sheehan, si eras capaz de ganar los campeonatos de Colorado estabas capacitado para lograr los campeonatos nacionales. Aunque no hubiese en juego ningún premio en metálico sí que nos jugábamos nuestro orgullo.
Tenía que salir a las siete en punto. Llegamos al aparcamiento un poco más tarde de lo que yo hubiera querido porque el Volvo había tenido una mala mañana. Pero llegamos. Comencé mi calentamiento mientras papá se dirigía a por los dorsales. Hacía un frío polar, como siempre ocurre en Colorado a primera hora de la mañana.
Me puse encima todo el equipo invernal que había comprado en El Rincón de las Bicicletas, y que por fin comenzaba a quedarme bien; había costado. Nervioso, vi cómo, al otro lado del parking, calentaba el conocido prodigio adolescente Bobby Julich, luciendo su equipación verde y roja del equipo júnior 7-Eleven.
Bobby estaba en la siguiente categoría de edad y era mucho mejor ciclista de lo que yo era. Pero de vez en cuando le batía en las contrarrelojes. Estaba tan concentrado en conseguir la victoria que no presté demasiada atención a la hora que era. Papá me había colgado los dorsales, yo estaba ataviado con mi buzo arcoíris y salí a dar una última vuelta de calentamiento. Papá no estaba muy cómodo con eso de que me alejara de las inmediaciones del área de salida, pero no hice caso, considerándolo un exceso de preocupación de un progenitor estúpido.
Vamos a ver, se suponía que tenía que calentar, ¿no?
Cuando regresé al área de salida pude escuchar al comisario gritar con frenesí el dorsal de alguien, llamándole para que se presentara en la salida. De repente me di cuenta de que ese dorsal que gritaban era el mío.
Papá tenía la cara carmesí, con la apariencia exasperada que un hombre de lo más organizado solo muestra cuando trata de lidiar con el colgado de su hijo. Llegué a la salida lo más rápido que pude, justo cuando comenzaban con mi cuenta atrás.
«... 5... 4...»
Yo luchaba por deshacerme de mis perneras y de desabrocharme la chaqueta, mientras veía desaparecer en el aire de Colorado mis opciones de ser campeón estatal, segundo a segundo.
«... 3...»
Rogué a Dean Crandall, el bronco y severo comisario, que postergara mi salida: básicamente, una segunda oportunidad.
«... 2...»
Nos miró a papá y a mí.
«No, esta será una buena lección para ti, chico».
«... ¡1!».
Subí a mi bicicleta y comencé a pedalear, aunque lleno de aflicción. Me parecía una causa perdida. Menudo imbécil. Por mi propia arrogancia, y por no haber escuchado a mi viejo, había tirado a la basura mis opciones de lograr el campeonato.
Cubrí el primer kilómetro y medio de la contrarreloj como alma en pena, pero entonces, mientras me despojaba de mi última prenda de calentamiento y la dejaba a un lado de la carretera, me di cuenta de algo muy importante: era seguro que no iba a ganar, pero si me rendía tampoco podría clasificarme para los campeonatos nacionales.
Entré en pánico. Por un momento se me pasó por la cabeza simular que me había caído en una zanja para poder irme a casa. Pero entonces me golpeó la lógica. Fallar en la salida me habría costado un minuto, más o menos. Si hacía un buen papel aún podría llegar entre los cinco primeros y conseguir una plaza para los nacionales. Con eso bastaba. Comencé a entregarme al esfuerzo, luchando por mantener vivas mis opciones de ir a los nacionales.
Hasta el cambio de sentido soplaba viento a favor y el que me seguía, el ciclista que había salido sesenta segundos después de mí, me había doblado cuando llegamos a aquel cono en mitad del asfalto que marcaba el punto intermedio. Pero en cuanto nos pusimos cara al viento lo atrapé.
Entonces fue cuando empecé a apretar de verdad y, después de unos pocos minutos contra el viento, encontré la paz entre aquel silencio y el dolor. Me olvidé de que era el imbécil que no había llegado a su salida. Me olvidé de no tener opción alguna de vencer a Bobby Julich. Me limité a concentrarme en dar los pedales y en respirar como una máquina de vapor. El pánico desapareció.
Pasé a otro ciclista. Y otro. Y todavía uno más.
A falta de kilómetro y medio sufría de tal manera que sentía como si estuviera a punto de cagarme encima de un momento a otro. También se me caían las babas, al no poder permitirme el lujo de cerrar la boca el tiempo suficiente como para poder tragar. Necesitaba todo el aire posible. Pero me limité a aceptarlo y seguí apretando.
Hasta aquel día no supe de verdad lo que significaba «potar». Pero cuando hube cruzado la meta lo supe. De inmediato comencé a sacudirme, a sentir arcadas y a intentar vomitar. Se me podía escuchar. Se me podía escuchar de lejos.
El resto de padres me miraban asqueados y sorprendidos ante aquellos ruidos y convulsiones. Pero también estaban sorprendidos de lo mucho que había sido capaz de exprimirme, del estado hasta el que llegué. Bajé a trompicones de la bicicleta y me senté allí mismo, intentando expulsar aquella comida que mi estómago, en realidad, no tenía. Me alegré de que mi madre no estuviera presente para ver a su hijo en tal estado.
Estoy