Le dije a papá que George era el hombre al que vigilar con su reloj Casio. Papá asintió nervioso, enervado por el relativo caos que parecían aquellos campeonatos nacionales de la Costa Este, en comparación con la escena ciclista de Colorado. En lugar de una fría y vigorizante mañana de Colorado de esas a las que estábamos acostumbrados, nos encontrábamos en un caluroso y húmedo mediodía de Pensilvania, con moscas y mosquitos volando por todos lados. Estábamos en territorio Hincapie y eso me asustaba. Pero, por lo menos, en esta ocasión no me perdí en la salida.
Durante los minutos que precedían a una salida siempre parecía que me encontraba al borde de un ataque de pánico. Pero nunca antes había estado más nervioso. Aun así, de alguna forma, pude controlarlo y usé todos esos nervios reprimidos para ir rápido. Después de todo, mis padres me habían traído hasta aquí desde lejísimo.
El esfuerzo en una atmósfera densa y anegada por la humedad me resultó muy diferente al que realizaba en la altitud a la que estábamos en casa. Competir a nivel del mar era una experiencia nueva para mí. Pese a apretar todo lo que podía, parecía que mis piernas no eran capaces de moverse con rapidez. Estaba empapado en sudor, pero tampoco respiraba tanto. Sentía que me iba a morir en ese calor y humedad. Eso sí, no iba a tener ningún ataque de arcadas.
Crucé la meta agotado por el esfuerzo, mientras mi madre no dejaba de decirme que tenía la cara demasiado roja y me echaba agua helada por encima. Y como no podía ser de otra manera, quiso que comiera algo. Mi madre siempre estaba intentando hacerme comer algo. Pero yo no quería comer nada: quería saber cómo lo había hecho contra la leyenda de Long Island. Papá me dijo que no estaba seguro. Sabía que nos separaban apenas unos segundos a uno del otro, pero no sabía de qué lado había caído la pelota.
Así que esperamos pacientemente a que llegaran los resultados. Cuando por fin los colgaron resultó que no habíamos ganado ni George ni yo. Fuimos segundo y tercero, por detrás de un chico de Indiana. Parecía impensable, imposible, pero ahí estaba, impreso, negro sobre blanco.
La ceremonia de medallas fue una hora después, más o menos, y por fin conocí a mi némesis; y al chico de Indiana, también. George era extremadamente tímido y educado. Me dijo que había escuchado un montón de cosas sobre aquel legendario chico de Colorado al que nadie podía vencer. Había escuchado que apenas pesaba 45 kilos y que mis pulmones eran el doble de grandes que los de una jirafa.
George admitió que me temía, y que toda la gente de Colorado con la que había hablado le había dicho que no tenía opciones de vencerme. Resultaba gracioso contarnos uno al otro todas aquellas historias grandilocuentes que habíamos escuchado el uno sobre el otro, y los temores que habíamos construido sobre ellas.
Y ahí estábamos, en un aparcamiento de Reading, Pensilvania, logrando la plata y el bronce, derrotados por un chico de Indiana del que nadie había oído hablar jamás.
Moab
Según vencía carreras en diferentes sitios de los EE. UU. comencé a soñar con tomar parte en competiciones internacionales. Una de las maneras de lograrlo era clasificarse para los campeonatos del mundo júnior. Ese se convirtió en mi objetivo y mi determinación para la temporada de 1989.
Para clasificarte tenías que obtener buenos resultados en una serie de carrera clasificatorias para los mundiales júnior, a lo largo de EE. UU. La primera de aquellas carreras tenía siempre lugar en Moab, Utah, en algún momento cerca de la Pascua. Era una carrera que atraía a los mejores de todo el país, todos ellos en busca de una de las plazas para el equipo que acudiría a los mundiales júnior.
Moab está en un seco desierto a gran altitud, en una parte desolada y poco poblada del este de Utah. Tiene unos pocos hoteles y bares de carretera cursis de estilo cincuentero, con carteles intermitentes de neón que intentan atraer a los turistas. También es un lugar de una intensa belleza, con gigantescos arcos de arenisca roja en el cercano parque nacional, además de cielos completamente azules.
Moab atrae a gente de todo el globo para contemplar la enormidad y grandísima belleza de esos arcos. La primera etapa de la Moab era una carrera típica del oeste, madrugadora, y que atravesaba el Parque Nacional de Arches. Era dura y montañosa, y solía señalar al que acabaría siendo el vencedor de la general en esa carrera de fin de semana.
Yo estaba acostumbrado al patrón que seguían las carreras júnior. Todo el mundo pedaleaba con bastante indecisión hasta que llegaban unos pocos momentos clave, o subidas, en los que se acababa dilucidando a cuentagotas quien quedaría vencedor. Mientras se acercaban las 8:00, hora de nuestra fría salida, me esperaba más o menos lo de siempre. Holgazanearíamos hasta las grandes ascensiones, habría unos cuantos ataques en las rampas de mayor pendiente, quedaría seleccionado el grupo cabecero y después disputaríamos los últimos kilómetros para dilucidar el vencedor.
Pero esta vez fue diferente. Segundos después de que sonara el pistoletazo de salida todo aquel pelotón júnior se convirtió en una fila india, en la que comenzaron a abrirse los primeros huecos. En un tramo de carretera recto y plano como la palma de una mano, a cosa de 100 kilómetros para la meta, alguien marcaba el ritmo a una velocidad que jamás se había visto antes en la categoría júnior. Volábamos, y parecía que alguien había tirado una granada en mitad de ese, por lo general, dócil grupo de educados ciclistas. Algunos de los chicos a los que en condiciones normales esperarías ver en la lucha por la victoria comenzaron a quedarse, antes incluso de la primera montaña. Era como si una moto liderara el pelotón.
Poco a poco fui recobrando posiciones por ese pelotón que se iba desintegrando, sorprendido por las caras rojas y los ciclistas medio muertos a los que iba pasando en mi remontada a la cabeza. Al fin llegué hasta donde Bobby Julich luchaba por aferrarse a la rueda frente a él.
«¿¿Quién es... ESE... que va... en... cabeza... ??». Resoplé. Bobby, sin aliento y apenas logrando hacerse oír, pronunció una sola palabra. «Lance».
En cuanto llegamos a la primera ascensión del día conseguí por fin abrirme camino hasta la cabeza para echarle un ojo a aquella bestia, el tal Lance, en acción. Estaba más que claro que le importaba bien poco cualquier táctica ciclista, limitándose a intentar eliminar a base de pura fuerza bruta, por sí solo, a todos los demás.
Sus hombros eran mucho más anchos y musculosos que los de cualquier otro chaval, y en su cara se veía una tormentosa determinación. No estaba allí para vencer en aquella carrera, había ido a imponer su voluntad. Estaba aquí para masacrar, saquear y dominar.
De manera disimulada me dejé caer unas pocas ruedas y pensé que lo mejor sería aguardar, mientras esperaba para ver si aquella bestia sobrenatural conseguía seguir a machete hasta la victoria o si acababa, finalmente, agotando sus reservas de rabia y odio, haciendo volar en pedazos su caldera. Bobby, un ciclista sibilino e inteligente, estaba pensando lo mismo. Al ‘Niño’ Lance no le preocupaban lo más mínimo esos pocos competidores que se aferraban desesperadamente a su rueda trasera. Siguió aplastando los pedales de manera torpe, como presa de una posesión demoniaca. Sus hombros se movían atrás y adelante mientras arrastraba un desarrollo demasiado largo para la colina en la que estábamos. No parecía importarle que los demás estuviéramos guardando fuerzas a su rueda. Su batalla no era por la victoria, lo que intentaba era desmoralizar, meter presión, y, por último, acabar con los últimos posos de ánimo que quedaran entre sus rivales.
En la parte de vuelta de la carrera entramos en la subida de mayor pendiente del trazado. Quedaban unos 15 kilómetros a meta, en la zona en donde, habitualmente, tenía lugar el momento definitivo. ¿Se conformarían los demás con ceder la victoria ante Lance? Desde luego que nos había intimidado a todos.
De repente vi a Bobby saltar a la cabeza. Fue un ataque audaz que lo único que hizo fue avivar aquella ira. Lance lo neutralizó.
Entonces fue mi turno. Ataqué sin mirar atrás, con más miedo que cualquier otra cosa. Me limité a seguir adelante, como si me persiguiera un león.
Bobby cerró el hueco conmigo, junto a uno o dos de los mejores júnior. «Lo hemos descolgado», gritó. «¡¡Vamos!!».