La selección para los viajes a Europa que haría el Team USA comenzaría justo después de las concentraciones, empezando también el proceso de selección para los mundiales. El equipo nacional júnior realizaba entre tres y cuatro viajes anuales a Europa, y obtener una plaza para esos viajes era un premio de lo más codiciado.
En mi primer viaje pasé un mes en Bretaña, Francia, el corazón del ciclismo francés del momento. Sería mi primera aventura de verdad fuera de los EE. UU. y mi primer contacto con el auténtico ciclismo europeo.
La aventura comenzó durante el vuelo sobre el Atlántico, cuando uno de mis compañeros comenzó a sacar unos pocos tragos de whisky del carrito de bebidas cada vez que este pasaba. Cuando llegamos a París estaba «agresivamente» borracho. Tuvimos que conducirlo a través del control de pasaportes mientras rezábamos para que no le diera por montar alguna movida con alguien en el aeropuerto.
Al final lo arrastramos fuera de allí y tomamos nuestro transporte. El masajista y mecánico que enviaron a recogernos tiraron de cualquier manera nuestras bicicletas en el maletero de la furgoneta y después también a nuestro compañero borracho, en lo alto de todas las bolsas de bicicletas. Fue un largo viaje hasta Bretaña, y cuando llegamos tuvimos que limpiar el vómito que había sobre las bolsas de nuestras bicis.
La granja en la que nos alojamos tenía un aspecto exterior de los más pintoresco, pero por dentro era una pocilga donde se colaba todo el frío. Estábamos acampados a todos los efectos; a cada uno de nosotros nos dieron una esterilla y un saco de dormir para que lo pusiéramos en el suelo. Había goteras y apenas teníamos agua caliente, lo que pronto se convirtió en un problema. Después del entrenamiento del primer día nos dimos cuenta de que, como mucho, habría agua para uno o dos de nosotros.
Siendo criaturas de lo más darwinianas, los kilómetros finales de cada entrenamiento se convertían en una carrera hasta la granja, una carrera en busca del agua caliente. Al principio fue una suerte de broma, pero muy pronto se convirtió en una batalla sanguinaria. Mientras tanto, el entrenador se enfadaba porque pedaleásemos a tope en la parte del entrenamiento que se suponía que era de vuelta a la normalidad. Así que acordamos una rotación para las duchas, asegurando así que todo el mundo dispondría de agua caliente una vez cada tres días.
Pero en cuestión de unos pocos días Jeff Evanshine rompió la rotación. Cerca del final del entrenamiento salió esprintando en dirección a la casa y corrió a las duchas, riendo como un poseso el resto del día. La primera vez tuvo gracia. La segunda un poco menos.
La tercera vez que lo hizo, después de un entrenamiento particularmente largo, lluvioso y frío, el resto esperamos con paciencia a que estuviera completamente desnudo y listo para disfrutar de su ducha caliente. Lo rodeamos y lo sacamos al patio.
Evanshine tenía mi misma complexión: una rata esmirriada que mediría cosa de metro setenta y cinco y pesaría unos cincuenta y cinco kilos. ¡Pero tío, se convirtió en una bestia parda mientras se resistía a que lo arrojáramos al frío de la calle! Se retorció, gritó y luchó como un desnudo tigre sin pelaje por todo el camino hasta salir de la casa. Resultaba difícil de creer que pudiera tener esa fuerza. Por fin logramos sacarlo por la puerta.
Y lo dejamos a la intemperie.
Dio igual lo mucho que chilló, que lloriqueó, lo mucho que suplicó que lo dejáramos volver adentro, le dejamos ahí mismo, bajo una de esas somantas de agua helada por las que es tan conocida la Bretaña. Pero había mostrado una gran resistencia, así que se había ganado nuestro respeto y en reconocimiento no lo dejamos toda la noche allí.
No éramos unos globeros. Éramos ciclistas de competición, y en eso éramos implacables. Teníamos la misma disposición por cortarnos la yugular entre nosotros como la teníamos para con los rivales en las carreras en que tomamos parte. Competíamos por ser el primero en atacar, ya que entonces el resto del equipo se veía obligado a quedarse en el grupo perseguidor y no moverse. No eran las tácticas que usaría un ciclista profesional, pero funcionaban.
Casi nunca perdíamos, y a menudo dominábamos por completo, incluso cuando el pelotón era internacional y de calidad. Los EE. UU. eran un equipo contra el que había que vérselas. Greg LeMond ganaba el Tour de Francia y nosotros vencíamos en todas las carreras de categoría júnior que se celebraban en ese país.
Pero había un par de tíos a los que no parecíamos capaces de ganar. Eran las estrellas del ciclismo júnior francés de la época: Philippe Gaumont (quien más tarde correría en el Cofidis y acabaría siendo un reconocido confidente en temas de dopaje) y Erwan Mentheour.
Gaumont era una mala bestia, con una frente protuberante y una barba aun más espesa que la de Hincapie. Y ganaba, casi siempre. Podía esprintar, podía escalar y podía escaparse por su cuenta. Ningún terreno lo detenía.
Mientras pedaleábamos de vuelta a nuestra granja, después de una carrera en la que Gaumont nos había hecho trizas, un grupo de ciclistas franceses se nos acopló durante esos kilómetros extra de entrenamiento. Comencé un intento de conversación con uno de ellos al final del grupo. Era, sobre todo, una conversación de gestos y bufidos, pero cuando pronuncié el nombre «Gaumont» ambos sabíamos a qué me refería. A ambos nos había hecho pedacitos el vencedor de aquel día.
Entonces el francés se señaló la parte del brazo en la que el brazo se dobla sobre el codo, la parte en la que las venas sobresalen. Apretó con su pulgar, haciendo el gesto de un yonki que se pega un chute de heroína.
Mientras lo hacía exclamaba «¡Gaumont!» para enfatizar.
Me costó un segundo darme cuenta, pero entonces me di cuenta de que estaba acusando a Gaumont de doparse. Sacudí mi cabeza.
«Nooooon», respondí incrédulo.
El francés me miró fijamente.
«Mas oui!», dijo.
Aquella noche, mientras cenábamos una apetitosa lengua de vaca con guisantes, empezamos a hablar de aquellos rumores de dopaje en el pelotón. Todos nosotros aseguramos estar convencidos de que nuestro ciclista favorito estaba limpio, y todos aseguramos tener tolerancia cero con el dopaje. Todos coincidimos en que los que se dopaban no eran más que unos bastardos tramposos, y que los americanos jamás recurrirían a algo así.
Esos malditos franchutes e italianos harían cualquier cosa, pero nosotros, como americanos, éramos moralmente superiores y jamás recurriríamos a ese tipo de actitudes. Igual que Greg LeMond, que ha ganado el Tour limpio, exclamamos todos.
Por fin, nuestro entrenador, danés, mayor y más experimentado, replicó: «En Italia todo el mundo piensa que Bugno corre limpio y que Fignon se dopa. En Francia todo el mundo cree que Fignon está limpio y que LeMond se dopa».
Entonces comenzó a contarnos historias de ciclistas que cambiaban de equipo y que, de repente, pasaban a ir mucho más rápido o mucho más lento. Le pregunté si sabía por qué mi héroe, Andy Hampsten, ya no era capaz de ir tan rápido en el 7-Eleven como lo había hecho cuando corría en La Vie Claire.
Soltó una risita.
«Puede que ese sea un gran problema para Andy... pero, desde luego, es mucho mejor para su salud...».
Rechacé creer que mis héroes hubieran pensado en doparse, jamás.
«Puede que tengas razón», dijo encogiéndose de hombros, «pero no des por sentado que porque alguien sea americano no sentirá jamás la tentación de doparse».
Nos sentamos en silencio, escuchándole mientras nos contaba cómo los ciclistas júnior de todo el mundo habían tenido esta misma discusión que estábamos teniendo ahora. Nos contó que todos ellos deseaban creer que sus ídolos estaban limpios. Jamás nos habríamos imaginado que nuestra opinión pudiera sustentarse sobre prejuicios culturales. Jamás habríamos pensado que solo porque alguien hablara una lengua diferente, o viniera de una cultura diferente, no pudiera tener la misma perspectiva moral.
«Lo único que desea un buen ciclista es que en el pelotón haya justicia: