Billete de ida. Jonathan Vaughters. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jonathan Vaughters
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Сделай Сам
Год издания: 0
isbn: 9788412018899
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aquello pareciera una labor destinada al fracaso. Esprints largos, esprints cortos, esprints en subida, esprints en bajada, esprints con el viento a favor, esprints con el viento en contra... Esprintaba cada martes y sábado. Una y otra vez. Estaba obsesionado con el entrenamiento, pero durante mi preparación para la Red Zinger Mini Classic de 1987 acabé obsesionándome también con otra cosa, el equipamiento. En seguida me di cuenta de que este es un deporte para flipados. Me pasaba las horas babeando ante catálogos que mostraban radios planos y platos perforados. Ahorraba todo lo que podía para poder comprar cualquier cosa que pudiera hacerme ir un poco más rápido.

      También me obsesioné con el peso, y para gran disgusto de Frank me compré un cuadro de aluminio Vitus. Frank decía que estaba torcido y que, dado que lo habían hecho los franceses, era una basura.

      Muy pronto me di cuenta de que los Yantorno consideraban a los franceses culpables de todos los problemas del mundo.

      No eran capaces de hacer cuadros de bicicleta, ni de hacer buena comida, ni de hacer volar aviones, ni de construir coches. Olían mal y eran unos esnobs. En resumen, eran el enemigo para cualquier familia ciclista italiana con un mínimo de amor propio. Y lo peor era que yo había roto el código de honor al comprar un cuadro hecho en Francia.

      Frankie se puso manos a la obra.

      «Gianni, parece como si alguien se hubiera cagado en los racores de esa cosa. El pegamento se cae. No voy a tocar esa puta mierda de cuadro, lo más seguro es que me pegue un herpes».

      Acabé convenciéndole de que me montara mi ultraligero y pequeño cuadro Vitus de cincuenta centímetros. Me dijo que era demasiado flexible y se partiría. Puede que estuviera sobreestimando mi fuerza como ciclista. Le recordé que Sean Kelly usaba una Vitus. Pero seguía sin dar su brazo a torcer.

      «Gianni, los ciclistas profesionales pueden montarse sobre cualquier cosa y seguir yendo rápido. Bernard Thévenet ganó el Tour de Francia con una bicicleta hecha para repartir periódicos. Así que tu Vitus sigue siendo una mierda. Como lo es la de Sean Kelly...».

      Mierdosa o no, me encantaba mi Vitus azul.

      Bajo mis piernas parecía una pluma y subiendo por la montaña era rapidísima; aparte de que dudo de que yo fuera capaz de hacerla flexar más que esos franceses adictos a las baguettes y al queso que la diseñaron. Seguía pesando apenas una pizca por encima de los 45 kilos y comenzaba a quedar patente que mi gran arma a la hora de competir sería la escalada. Incluso en mis sufridas sesiones de entrenamiento semanales junto a Bart ya era capaz de ir a su ritmo cuando la carretera picaba para arriba de verdad. Todavía daba la impresión de que yo sufría mucho más que él, pero de una forma u otra jamás le dejaba poner tierra de por medio.

      Pronto, con la primavera, el clima comenzó a atemperarse y las carreras veraniegas se fueron acercando. Vigilaba el buzón en busca de los packs de registro a las carreras casi con tanto interés como el que ponía en encontrar catálogos de Victoria’s Secret extraviados.

      Las carreras en las que había tomado parte a regañadientes un año atrás comenzaron a obsesionarme. Contaba los días que quedaban. Estaba nervioso e impaciente por comenzar a competir, mis salidas de entrenamiento en solitario y las de fin de semana con Bart comenzaban a aburrirme. El año anterior me había enamorado del excitante mundo de las carreras. Pero, como descubriría, el entrenamiento acaba convirtiéndose en algo un poco mundano, tedioso, en ocasiones aburrido. Sin duda, comenzaba a sentirme un poco estancado.

      Por suerte había un paso intermedio entre el entrenamiento y la competición en sí misma. En cuanto entró el horario de verano Bart me habló de un evento vespertino improvisado, la Meridian. Entre sesenta y setenta ciclistas se presentaban en las oficinas del parque sur de Denver -que recibía el nombre de Meridian- cada anochecer de martes y jueves, y simulaban una carrera desbocada de una hora. La Meridian era, y sigue siendo, toda una institución en el ciclismo competitivo de Colorado.

      Pero tenía algo de clandestino. Tenías que conocer a alguien que conociera a alguien que supiera cuándo había que aparecer. Era El Club de la Lucha del ciclismo. No había nada oficial en aquello; era clandestino, ilegal, en carretera abierta y no hablabas de ello, con nadie.

      Bart era el rey de este Club de la Lucha sobre dos ruedas. Llevaba varios años invicto y las historias de las palizas que daba se extendían por toda la red ciclista de Colorado, como la leyenda de Paul Bunyan. En cuanto Bart consideró que estaba listo para conocer el Club de la Lucha, me invitó a presentarme a una y probar.

      Me sentí tan honrado como acojonado, pero no había miedo capaz de hacerme desaprovechar esta invitación a la clandestinidad. La Meridian se convirtió en mi actividad extraescolar favorita.

      No había ni una sola cosa en ese Club de la Lucha que pudiera ser considerada una buena idea. El rango de niveles era inmenso. Desde triatletas a ciclistas en pista; hombres, mujeres, chicas y chicos; algunos que jamás habían corrido en un pelotón, otros que jamás deberían haberlo hecho... De todo, hasta llegar a gente de primer nivel como Bart. Cualquiera era bienvenido... Siempre y cuando molases lo suficiente como para que alguien te avisara, por supuesto. No había ningún papeleo, ni oficialidad alguna. No había distancia oficial ni líneas de salida o de llegada, y desde luego que no se cerraban las carreteras ni había protección policial. Tan solo te presentabas a las seis de la tarde y corrías. Nos saltábamos los semáforos en rojo, pasábamos entre el tráfico y hacíamos lo posible por hacer que alguno acabara camino del hospital. Era rápido, era peligroso, me encantaba.

      Y también fue todo un maestro. El ciclismo es un deporte que se aprende compitiendo, gracias a la experiencia, al método del ensayo y error. Hay cosas que no se pueden aprender a base de entrenamiento y práctica. La manera en la que el pelotón se estira o se comprime, o esa danza fluida que se da al entrar y salir de cada curva.

      El Club de la Lucha podría ser el sueño de un abogado y la pesadilla de toda madre, pero era un maestro excepcional. Me enseñó a maniobrar por el pelotón, a saber cuál es el mejor momento para lanzar un ataque, a mantener la aceleración, a evitar las caídas... al menos, evitar todas cuantas pudieras.

      Cada noche de martes y jueves, cuando regresaba a casa para compartir aquellas cenas de estilo medio oeste que cocinaba mi madre, me sentía como un guerrero cubierto de sangre. Mientras comía hamburguesas y ensalada de col les explicaba a mis padres que estaba aprendiendo a sobrevivir en la batalla.

      Esperaba impaciente a que sonara el timbre del colegio. Nunca llegaba lo suficientemente pronto, ya que ahora muchos de mis compañeros se habían dado cuenta de que yo era ese chico, el chico que veían por todas partes, pedaleando por todos lados embutido en licra. Y eso no estaba bien visto en la Norteamérica Central de 1987.

      De vez en cuando me pasaba algún coche conducido por estudiantes de instituto que se acababan de sacar el carnet y me arrojaban un batido a medio terminar. Y, como no podía ser de otra manera, estaban los insultos: cada semana tenía mi ración de «maricón» y «bujarrón». Llegados a este punto hacía ya mucho tiempo que había dejado de dolerme; ahora me llenaba de rabia. Algún día sería famoso y esos cabrones sabrían cómo me llamaba.

      Por complexión me resultaba imposible contraatacar, pero ya se había encendido la pólvora que me haría dejar en ridículo a aquellos cretinos. De alguna manera, de alguna forma se avergonzarían de haberme hecho tragar tanta mierda. Aunque tuviera que pasar una década. Ser pequeño y ser el objeto de las burlas inoculó en mí una enorme necesidad de alcanzar el éxito, de demostrarle a la gente que se equivocaban; además de alimentar mi rabia, una rabia que se convirtió en la clave de mi camino hasta convertirme en un ciclista.

      Era el momento de correr una carrera de verdad. Enviamos los papeles, pagamos la cuota, recibimos la camiseta y el dorsal y firmamos todas las exenciones de responsabilidad. Frankie me ayudó a revisar mi preciada bicicleta como si fuera el niño Jesús en el pesebre. Me explicó con todo detalle cómo montar todos los componentes, cómo cambiar los cables, cómo centrar mis ruedas y cómo poner el resto a punto. Mientras salía de la tienda me dedicó unas tiernas palabras de ánimo ante mi primera carrera, a su manera típica.

      «¡Más te vale ser