Habíamos herido al macho alfa, dejándolo agonizante. En el descenso final y aproximación a Moab comenzó a caer un aguanieve gélido, pero no creo que ninguno de nosotros se diera cuenta; estábamos tratando de escapar a nuestra defunción. Asumimos todo riesgo posible en aquellas resbaladizas y húmedas curvas.
Nuestro pequeño grupo trabajó en equipo, sin fallo, hasta que llegamos al último kilómetro. Entonces esprintamos por la victoria, con Bobby dando buena cuenta de mí, por supuesto, y de otro chico nuevo, Chann McRae.
Recuperando tras la carrera hablé con Bobby. «¿¿De dónde ha salido eso??», le pregunté.
Bobby me contó algo más. El nombre de aquel chico era Armstrong, Lance Armstrong, y era de Texas.
Corría en triatlones, pero se iba a pasar a la ruta y destrozaba a todo el mundo. Parecía ser buen amigo del otro chico nuevo de Texas, nuestro compañero de escapada Chann McRae. Entrenaban más que nadie, sabían mejor que nadie dónde hacer más daño e iban a por todas en el ciclismo, sin duda alguna.
Mientras estábamos en el podio vi a Lance mirándonos, entre el resto de chicos y padres que nos contemplaban.
Aquel día acabaría en cuarta posición. Se quedó mirando hacia el podio, con una mirada llena de desprecio, amenazante.
Me volví a Bobby. «Vale, está claro que ese Lance es una auténtica máquina», le dije, «pero tío, ¿no podría ser menos imbécil?».
Chann, de pie junto a mí en el podio, escuchó lo que dije. «Coleeeeega, le voy a decir a Lance lo que has dicho, y te va a patear ese flacucho culo que tienes, por capullo», dijo arrastrando las palabras con su acento texano.
Segunda parte
1989-1995
La generación de oro
Todos ellos, Lance Armstrong, Bobby Julich, George Hincapie y Chann McRae, acabarían disfrutando de carreras profesionales que los llevarían a colarse entre los mejores ciclistas de su generación. Serían quienes darían forma al ciclismo profesional durante las siguientes tres décadas; y no solo en los EE. UU., sino en todo el mundo, para bien o para mal. Pero en ese momento no eran más que chicos que intentaban competir sobre una bicicleta, igual que yo.
Bobby se presentaba en las carreras en la oxidada furgoneta de su padre, mientras Bob Julich senior siempre lucía los pantalones de atletismo Day-Glo más cortos y verdes que se podían encontrar. Lance iba a las carreras en un Camaro IROC-Z T-top blanco, con su madre sentada en el asiento del pasajero y la bicicleta desmontada y apretujada en el asiento trasero.
Había otros personajes que acabarían ganando y haciéndose un hueco en los grandes eventos: Freddie «el rápido» Rodríguez, Kevin Livingston y Jeff Evanshine, por nombrar a unos pocos. Éramos unos disfuncionales, chicos marginados que se conjuntaron en aquel extraño y minoritario deporte que era el ciclismo.
Todos nosotros soñábamos con competir en Europa y superar al múltiple ganador del Tour de Francia Greg LeMond. Y éramos competitivos, aunque lo cierto es que ese término, «competitivo», se queda corto para describirnos. Los de nuestra generación, nacidos entre 1971 y 1973, no solo queríamos ser buenos ciclistas, sino que nos sentíamos predestinados para dominar el ciclismo. Ni que decir tiene que el mayor problema vendría del hecho de que también nos convertiríamos en los mayores escollos que nos encontraríamos a nuestro paso.
USA Cycling, nuestra federación nacional, invitaba a los mejores y más brillantes ciclistas a varias concentraciones en el Centro de Entrenamiento Olímpico de Colorado Springs. No solo competiríamos unos contra otros, sino que, además, tendríamos que convivir los unos con los otros, un día sí y otro también. Competíamos entre nosotros en todo momento del día; nos tirábamos las veinticuatro horas del día, los siete días de la semana, tratando de superar al resto.
La peor de aquellas concentraciones fue la de diciembre, cuando hicimos una «sesión de cross» que se suponía que nos ayudaría a sentar las bases de la temporada siguiente. Cada caminata, cada sesión de estiramiento y trabajo en el gimnasio, se convertía en una jaula de lucha libre. Nadie cedía un milímetro, en nada. Si hacíamos una caminata de seis horas hasta la cima de Pikes Peak, al día siguiente hacíamos sesiones triples de carrera, pesas y ciclocrós.
Tras una semana de entrenamiento las ampollas y tendinitis causadas por el sobreesfuerzo se convirtieron en norma general. Nos pasábamos calmantes a hurtadillas. Beber cantidades descomunales de café para lograr sobrevivir de un día al otro sin acabar llorando acabó siendo algo de lo más normal.
Aquello divertía muchísimo a los entrenadores, la mayoría de ellos salidos de la Europa del Este. Consideraban que la mejor manera de desarrollar los mejores ciclistas posibles era intentar destruir a todos con una carga de trabajo descomunal, para ver quién era capaz de mantenerse en pie tras dos semanas. Y, por supuesto, nosotros hacíamos que fuese todavía peor al convertir cada ejercicio en una competición que había que ganar a toda costa.
En cada concentración había unas cuantas rutinas que eran de lo más útil, como medir el VO2 máximo, análisis de sangre y ayudas para encontrar la mejor posición en nuestras bicicletas. Resultaba inevitable que incluso algunas de estas cosas acabaran tomando el mismo cariz competitivo.
Un entrenador decidió convertir la prueba del VO2 máximo en una competición. Como no podía premiarnos por tener el nivel de VO2 Max más alto, ya que en esto tiene mucho peso la genética, nos dijo que el que consiguiera el mayor nivel de lactato en sangre -el que fuera capaz de aguantar un mayor dolor- sería su acompañante en una excursión con todos los gastos pagados al cercano club de striptease Puss in Boots (Gatitas con Botas), de la cercana Colorado Springs.
El último día de aquella concentración un responsable salió del edificio principal para buscarnos a George Hincapie y a mí. Nos habían dado citas separadas para una consulta con el médico del Centro Olímpico de Entrenamiento. Ninguno de los dos teníamos la más mínima idea del motivo por el que nos citaban, pero ambos teníamos la sospecha de que había algún tipo de problema.
El doctor comenzó aquella consulta entregándome los resultados de las recientes analíticas que nos habían hecho en el campamento.
«Nos gustaría que te fijes en los resultados que aparecen donde se lee hematocrito y hemoglobina», me dijo.
Pasé la vista por el papel buscando esas palabras.
La primera cosa que se me pasó por la cabeza fue «Mierda, tengo cáncer».
Aquellos análisis del Centro Olímpico de Entrenamiento habían descubierto que tenía cáncer. «¡Pobre mamá!».
«Consideramos que esos números son anormalmente altos y tenemos que hacerte una serie de preguntas muy directas», me dijo.
«De acuerdo», contesté con resignación.
Y entonces el doctor me dijo: «¿En algún momento, mientras se celebraba esta concentración, has recibido algún tipo de transfusión de sangre para potenciar tu rendimiento?».
No tenía ni la más remota idea de lo que me estaba hablando, aunque recordé vagamente que durante los Juegos de 1984 se dio un escándalo que tenía algo que ver con la sangre. Le pedí que me explicara qué era una transfusión de sangre y me reí, nervioso.
El doctor me lo explicó.
«No, no he hecho algo así», le dije. «¿Por qué haría algo así...?».
Estoy bastante seguro de que a George le dijeron lo mismo. Al final, los doctores fueron bastante amables con nosotros y nos dijeron que estaban obligados a hacer ese tipo de preguntas tan directas, pero que el motivo más coherente para explicar estos valores debía de ser genético. George era de ascendencia colombiana y yo vivía en Denver, a lo mejor aquello tenía algo que ver en todo esto.
Mi padre se había tirado años tomando anticoagulantes después de sufrir un pequeño infarto