El invierno se recrudeció. En los helados días de Colorado llegaba a casa con las rodillas entre azules y moradas y las manos doloridas por el intenso frío. Los dedos de los pies se me quedaban dormidos, era incapaz de mover los dedos de las manos y mis partes pudendas se encogían en un intento desesperado por escapar a esa cruda realidad.
Por fin, antes de que sufriera alguna lesión nerviosa causada por el frío, mis padres me llevaron a la tienda en la que habíamos comprado la bicicleta, con la esperanza de que hubiera algún tipo de equipación hipertérmica especial que me salvara de morir de hipotermia.
La tienda estaba escondida en una esquina de Middle America, en un insulso centro comercial, junto a una tintorería y un restaurante chino. A mí me pareció un diamante en bruto. Tenía el hermoso nombre de El Rincón de las Bicicletas, y los dueños eran una familia italiana de nombre Yantorno, apasionados de la bicicleta, y que, en algunas ocasiones, parecían unos maniáticos perturbados.
Creo que cuando mi madre me llevó allí para comprar una equipación de invierno debió de ser la primera vez que veían a un chico de trece años preguntar cómo entrenar a temperaturas bajo cero. A pesar de sus modales broncos y hostiles pude ver el brillo en la mirada de Frankie Yantorno, el mayor de los hijos de la familia, cuando manifesté mi absoluto entusiasmo por la competición. Vio a un niño completamente enamorado del ciclismo, tal y como lo estaba él.
Pero Frank jamás podría admitir abiertamente que le importasen lo más mínimo las bicicletas o el ciclismo.
«¿Y para qué hostias quieres salir a montar en bicicleta bajo toda esa mierda?», dijo mientras señalaba la tormenta de nieve que caía en el exterior y haciendo que mi madre se ruborizase ante aquel lenguaje.
«Porque tengo que entrenar», le contesté. «Para ganar hay que entrenar, ¿no?».
«Pues no vas a ganar una mierda con esos puñeteros pantalones de chándal, chaval», gritó. «La madre que lo parió... Vale, vale, espera un momento...». Tras aquello cerró de un portazo la puerta del almacén que había tras él.
Mientras regresaba comencé a explorar un poco aquella tienda. Era como estar en el cielo. Me sentí hechizado por las pletinas y racores pintados a mano de los cuadros Colnago, las pulidas bielas Campagnolo, el olor del caucho y el aceite de cadena, además de la amortiguada discusión en italiano que llegaba desde el almacén. Era mi puerta hacia el romanticismo y el glamur del ciclismo europeo. Me enamoré de ese lugar y quise convertirme en el pupilo de Frankie.
Por fin Frankie reapareció con unos paquetes de ropa. «Aquí no habrá nada de tu talla, chaval, pero es mejor que esos horribles pantalones de chándal... o que se te congele la picha».
Con timidez me probé toda aquella ropa. Eran muy exóticos, guantes italianos, perneras y manguitos.
Frankie tenía toda la razón, no eran mi talla para nada. Eran demasiado grandes para mí y se resbalaban por mi cuerpo, todo piel y huesos. Pero me daba igual, estaban hechos en Italia y olían a aventura europea.
Poco a poco mamá y papá habían perdido toda esperanza de que pudiera desear un perrito, o algo un poco más terrenal, a los pies del árbol de Navidad. Les había dicho a mis padres que lo único que quería por Navidad era algo de ropa que me mantuviera caliente mientras pedaleaba. Dubitativa, mamá le dio la tarjeta de crédito a aquel hombre malhumorado de la tienda de bicicletas.
Antes de salir le pregunté a Frankie si le importaría que regresara para hablar del ciclismo en Italia y, con suerte, que me pudiera dar algunos consejos.
«No tengo ni puñetera idea de ciclismo ni de bicicletas, pero a lo mejor puedo enseñarte alguna cosilla, chaval. Y ahora sal de aquí y ponte a montar en bici bajo esta nevisca, imbécil».
Fue el momento en que supe que Frankie se convertiría en mi nuevo mejor amigo. Hice lo que me dijo. Armado con aquellas prendas italianas que dejaban obsoleta toda excusa que tuviera que ver con el clima, pedaleé bajo neviscas. En cuanto terminaron las navidades llegó el momento de redoblar el duro trabajo que necesitaba llevar a cabo si quería ganar. También comencé a hacer unos cuantos amigos gracias a la tienda de bicis, algunos de ellos gente que ya competían.
Frankie, al que muy pronto comenzaría a llamar Tío Frank, se dio cuenta de que la única persona, aparte de mí, lo suficientemente loco como para entrenar en enero en Colorado era su excuñado, Bart Sheldrake. Bart era el ex de la hermana de Frank y hacía malabarismos para alternar tres trabajos, criar a un niño y entrenar para correr al máximo nivel amateur de Colorado.
Bart había corrido las clasificatorias para los Juegos de 1984 y era un ciclista de categoría. De vez en cuanto entraba quedamente en la tienda para recoger a su hijo de dos años después de que la hermana de Frankie lo hubiera recogido en el colegio. Frank pensó que deberíamos conocernos, así que me invitó a ir a la tienda un día en el que a Bart le tocaba la custodia compartida.
Pedaleé a través del tráfico después del colegio y me dirigí a la tienda para conocer a Bart. Tenía miles de preguntas que hacerle sobre cómo era ser un ciclista de verdad. Bart tenía la misma pinta que tenían los ciclistas que había visto en las revistas: una cara demacrada, larga, enjuta y como de cuero.
Tenía malas pulgas y era torpe en las relaciones sociales, además de tener una risa nasal muy graciosa. De muy mala gana accedió a compartir conmigo sus experiencias como ciclista durante la mayor parte de la tarde. Pero lo más importante fue que accedió a que lo acompañara a un entrenamiento.
Me dejó bien claro que si lo acompañaba en su entrenamiento dominical no quería lloriqueos, ni se pararía a esperarme, ni me ayudaría si pinchaba; y tampoco bajaría su ritmo. Con una sonrisa en la cara accedí, contando los minutos hasta el domingo, cuando saldría a pedalear con un ciclista de verdad.
Mi madre entró en pánico cuando llegó la mañana del domingo. Yo iba a hacer una ruta de más de 100 kilómetros con un hombre al que ella no había visto jamás, y que, de conocerlo, le habría producido pavor. ¿Por qué iba a querer un hombre que tenía un hijo pasar tanto tiempo montando en bicicleta un fin de semana y con aquel frío helador?
Bart tenía que salir a entrenar temprano, así que quedamos en la tienda a las nueve. Era lo más temprano que podíamos salir sin riesgo de pisar demasiadas placas de hielo sobre el asfalto. Con la cara congelada por el frío me dio unas instrucciones.
«Escucha, tengo que estar en casa para prepararle el almuerzo a mi hijo y quiero hacer cien kilómetros. Y los tengo que cubrir en tres horas», dijo. «Si eres capaz de seguirme, perfecto. Si no, mala suerte».
El ritmo que puso Bart fue implacable. No dejé de sufrir ni un instante, tan solo para seguir a su rueda. Pero en aquel entrenamiento había demasiado en juego.
Era mi oportunidad de ganarme su respeto, de ganarme el respeto de Frankie y, lo más importante, mi oportunidad de que siguiera diciéndome que saliera con él a hacer entrenamientos de verdad y aprender de un auténtico ciclista. No podía quedarme atrás.
Mi cuerpecito de gorrión se retorcía sobre el sillín, mis hombros iban de un lado a otro, apretaba los brazos y mis piernas me suplicaban que parara. Pero no permití que Bart me dejara atrás. Creo que le disgustó un poco que aquel mocoso de doce años fuera capaz de aguantar a su rueda.
A pesar de comenzar la ruta un poco entrada la mañana las carreteras seguían heladas y húmedas. Según fue avanzando aquella salida los cables del cambio de mi bicicleta se fueron cubriendo de hielo y quedaron fijos. Lo mismo le ocurrió a Bart. Durante la última hora no seríamos capaces de cambiar de desarrollo.
Me quedé atascado en un encantador 53x17. Seguí dando vueltas a los pedales, dolorosamente