«Parece que has sido capaz de sacar provecho de una mala situación», soltó con una risita. «Espero que hayas aprendido algo hoy».
Mi padre era un cronometrador de lo más meticuloso en este tipo de carreras. Con apenas un viejo reloj de muñeca a cuerda con segundero era capaz de saber los tiempos del resto de chicos. Pero ese día, sin embargo, no me daba ninguna información.
Se hizo el silencio hasta que, por fin, avergonzado, le pregunté: «¿Entonces crees que me he clasificado para los nacionales?».
Me miró, casi molesto. «No», me dijo. «Creo que has ganado».
Durante el regreso a casa me quedé dormido sobre la funda de piel de oveja llena de cenizas de tabaco que cubría el asiento de aquel Volvo Station Wagon naranja, igual que hacía cada vez que iba camino del colegio. Me sentía completamente agotado. Pero, de vez en cuando, abría un ojo, miraba a mi pecho y podía ver la medalla de oro que colgaba de mi cuello. No podía esperar para enseñársela a mamá. Eso sí, papá y yo acordamos no decirle nada acerca de las arcadas.
Comencé a entrenar para los campeonatos de ciclismo de Estados Unidos de 1988. Por supuesto que el Volvo tuvo que llevarnos aún a unas cuantas carreras antes de los nacionales. La principal carrera de preparación que quería disputar era una prueba de una semana de duración llamada Casper Classic, en Casper, Wyoming. Era una carrera calurosa y barrida por los vientos, en una ciudad que hacía tiempo que había sido olvidada por el resto del mundo. Pero sería una carrera dura y me prepararía para los nacionales.
Gané la contrarreloj al inicio de la carrera y me puse de líder. Por desgracia, en una larga recta azotada por el viento aprendí por las malas lo que es un abanico; y qué no hay que hacer en uno.
Me fui al suelo. Una dura caída.
Me levanté muy rápido y volví a la bicicleta, pero mientras intentaba regresar a cabeza de carrera comencé a sentir un intenso dolor en el antebrazo. Me complicó el resto de la etapa, aunque conseguí arreglármelas para entrar en meta junto al grupo.
Tras la llegada nos acercamos al hospital local para hacerme unas radiografías. Me había roto el brazo, justo en la placa epifisaria sobre la muñeca. Mientras el doctor me colocaba aquella enorme placa de escayola alrededor de mi brazo me dijo que nada de montar en bicicleta al menos en cuatro semanas.
No podía creérmelo. ¿Cuatro semanas?
Un mes sin tocar la bicicleta tiraría por tierra cualquier oportunidad de lograr nada en los nacionales. No podía ser verdad. ¿Por qué demonios no iba a poder montar con una escayola? La respuesta fue que podía hacerlo, pero que si me volvía a caer y me fracturaba de nuevo afectaría al crecimiento de mi brazo. Además de que sería como una tortura durante semanas.
Mis padres sabían lo triste que estaba, pero intentaron consolarme. «Venga, siempre te quedará el año que viene», me decía mi madre.
Pero mientras regresábamos al coche lo único en lo que yo podía pensar era: «Menuda mierda». Estábamos a medio camino de regreso a casa desde el hospital cuando volví a hablar. «Mañana corro», aseguré.
Tanto mi padre como mi madre pusieron el grito en el cielo, pero estaba decidido.
«Si no me lleváis a la carrera mañana iré yo mismo sobre la bicicleta a la salida», dije de manera obstinada. «Voy a correr. Y me da igual si acabo con un brazo más largo que otro. Voy a correr aquí. Y voy a correr en los nacionales».
Pobrecillos mis padres...
Y así lo hice, y sufrí como un perro bajo el sol de verano.
Era incapaz de sujetar el manillar a la vez que soportaba esa enorme cédula de yeso de los años 80, que parecía hecha de cemento. De hecho, era del todo incapaz de levantarme del sillín. Tenía el brazo tan hinchado que con el calor presionaba contra la escayola, y siendo el día siguiente a la caída me dolía todo el cuerpo. Pero no iba a abandonar siendo el líder de la carrera. Ni hablar.
Había leído muchas historias de ciclistas profesionales europeos que aguantaban terribles lesiones y enfermedades y aun así seguían adelante, con diarreas, clavículas rotas, infecciones y fiebres. Y nunca abandonaban. Era su trabajo, y ser así de duros era lo que les hacía buenos para aquel trabajo.
Y ese era mi sueño también, demostrarme que era lo suficientemente duro como para aguantar lo que fuera. No iba a rendirme; sería como ellos, como esos ciclistas europeos, obreros, trabajadores incansables, duros como el cuero viejo. Yo no era como esos niñatos consentidos de los EE. UU. a cuyos padres les preocupaba el más mínimo cambio de dirección en el viento.
Ni que decir tiene que, al no poder salir detrás de ningún ataque, perdí el liderato de la carrera; pero conservé mi orgullo, además de mantener vivas mis esperanzas para los nacionales. Podía verse al resto de padres negar con la cabeza cuando pasaba frente a ellos sobre mi bicicleta, con aquella enorme escayola azul en el brazo. Jamás permitirían que sus hijos corrieran en esas condiciones.
¡Nanay! ¡Tururú!
Pero tampoco les había dado a mis padres otra opción, así que asistieron, nerviosos, contando las vueltas para que todo terminara y pudiéramos regresar a casa.
Conseguí aguantar la quinta posición de la general, pero, sobre todo, mantuve con vida mis esperanzas de poder hacerlo bien en los campeonatos nacionales; y les demostré a mis padres lo mucho que quería que aquel sueño se hiciera realidad. La vuelta a casa fue, he de admitirlo, un poco silenciosa, pues ambos estaban enfadados porque hubiera corrido. Pero podría asegurar que también estaban orgullosos.
Había demostrado auténtico coraje, y tal vez eso pesara más que los riesgos que había tomado. Había demostrado que no iba a rendirme, y eso les proporcionaba una gran tranquilidad.
Me libré de aquella escayola una semana antes de los nacionales. El doctor estaba sorprendido de lo rápido que se había curado mi brazo. Jamás había visto algo parecido, dijo mientras cortaba el yeso que me había lastrado. Olvidados mis problemas de lesiones, toda la familia, incluida la perra, viajamos a Pensilvania, a los campeonatos nacionales de ciclismo de 1988.
Pero nos vimos obligados a dejar atrás a nuestro leal Volvo naranja, sabedores de que podíamos morir al no contar con aire acondicionado. Papá siempre decía que el Volvo tenía aire acondicionado 4x125, o lo que es lo mismo, aire acondicionado con las cuatro ventanillas abiertas a 125 kilómetros hora. Pero todos sabíamos que el Volvo era incapaz de alcanzar 125 por hora, y en mitad del corazón de América, en agosto, aquello era un problema. Así que dejamos atrás a mi viejo amigo y usamos el Oldsmobile ranchera azul en el largo camino a lo ancho del país para competir en bicicleta contra los mejores de la nación.
En la escena ciclista americana de finales de los 80 los rumores se extendían como la pólvora. Yo había escuchado historias acerca de un chico de Nueva York (de Brooklyn, Queens o un sitio de esos) que en la categoría de 14 a 15 años lo había ganado todo. Decían de él que medía 2 metros y 40 centímetros y tenía una barba tan tupida como jamás se le había visto igual a ningún otro niño de catorce años. Pasaba por ser invencible.
Todos los ciclistas de la costa este que se atrevían a acercarse al oeste contaban historias de ese chico invencible. Intimidaba a todos los que habían competido contra él. Muchas de esas historias salían de boca de Bobby Julich, quien me advirtió de que no se me subiera demasiado a la cabeza mi título de campeón estatal de Colorado. Bobby me dijo que aquel gigante barbudo de Nueva York me aplastaría en los nacionales contrarreloj.
Aquello recordaba a la lucha de David contra Goliat. Esta vez, la mayoría de la gente apostaba por Goliat.
Mientras calentaba para la contrarreloj por fin pude ver a ese Goliat. Su nombre era George Hincapie. Parecía resplandeciente con su reluciente buzo blanco de GS Mengoni, subido a horcajadas sobre una preciosa bicicleta de contrarreloj montada, de manera inmaculada, con brillantes componentes y ruedas lenticulares Campagnolo.
Y además era guapo. Parecía como una versión adolescente