Te quiero pero voy a matarte. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013287
Скачать книгу
la medalla y observó con detenimiento que había más garabatos en el reverso.

      Su ceño se fue frunciendo conforme examinaba las pequeñas florituras de las letras que rezaban un nombre:

      «Rebecca».

      Capítulo 2

      Eres una de ellos

      Me estás diciendo que viajaste desde Francia hasta Londres a pie? —Allan miró a Reby con los ojos muy abiertos desde el otro extremo del sofá que estaba en su sala.

      Recién habían llegado del hospital. Reby, luego de estar una hora entre gritos para sacar la astilla enterrada en lo profundo de su existencia, se reconfortó y dio un largo sorbo a la taza con té de manzanilla que sostenía entre sus manos temblorosas. La adrenalina todavía no menguaba en su sangre.

      —A pata —corrigió—. Y no fue todo el camino. —A Allan no le hizo gracia el comentario. La miró muy serio—. ¿Qué pasa con esa cara de trasero arrugado? —comentó para aliviar la tensión.

      —¿Cómo voy a suponer que cruzaste el mar?

      —Me brotaron alas.

      —Ya, en serio, Rebecca.

      Ella hizo una mueca al escuchar ese nombre.

      —De acuerdo, de acuerdo. No me llames así. —Suspiró y dejó la taza en una mesita—. Compré un boleto de tren, Eurostar. En dos horas y media llegué a Londres, y ¿qué crees?

      —¿Qué?

      —Estaba lloviendo.

      —¡No me digas! Qué raro —repuso Allan con la voz llena de sarcasmo.

      Reby se encogió de hombros.

      —Sí, bueno, ya sabes cómo es esto. —Su voz se fue apagando hasta terminar en un susurro. Apartó la mirada.

      A Allan le picó una punzada de ternura en el corazón. Ella nunca le había inspirado tanta miseria ni tanta lástima y, ahora, era imposible no sentirse mal frente a su estado desaliñado, sucio y delgado. Hacía dieciocho años que conocía a Reby. Tenían una vida llena de recuerdos compartidos.

      Ambas familias fueron vecinas y sus madres los inscribieron al mismo jardín de niños: hacían pasteles de lodo con sus pequeñas manos, recolectaban escarabajos verdes y construían albergues en miniatura para las hormigas. Casi siempre recibían el mismo castigo, cuando se metían en problemas, porque estaban complotados. Allan empujaba la espalda de Reby en el columpio a cambio de que ella lo empujara después; pero ella nunca cumplía con su palabra y él terminaba llorando. Además, él pasó su infancia acomplejado porque Reby era más alta que él.

      Sin embargo, los padres de él se divorciaron y tuvieron que mudarse un tiempo después. Pero no resultó un problema muy grande ya que seguían viéndose en la escuela, organizaban pijamadas en la casa de alguno de los dos o pasaban horas al teléfono. Y fue así hasta que Allan creció y se hizo consciente de que había temporadas en las que Reby faltaba a la escuela por mucho tiempo. Cuando llamaba a su casa, la respuesta que recibía siempre era una cortante variación de: «Lo siento, está enferma, no puede hablar contigo».

      Cuando ella se «recuperaba», evitaba las fuentes del parque, el aspersor del jardín, las pistolas de agua, las piscinas, el río, los charcos y… las nubes. En especial, las más grises. Allan se percató de que algo no era normal en Reby: una pieza ya no encajaba.

      Estiró el brazo para cerrar los dedos en torno a los de ella y le dio un apretón.

      —Saliste en las noticias. Eres famosa.

      Reby miró sus manos unidas y esbozó una débil sonrisa:

      —Qué vergüenza.

      —¿Cómo acabaste en la calle?

      Ella se encogió de hombros y observó al vacío.

      —Tuve que esconderme en el bosque. No sé, tal vez me desorienté y acabé en la civilización. —Levantó el rostro, cansada—. El resto ya lo sabes.

      Le contó lo del zoológico en la sala de espera del hospital cuando Jamie correteaba a lo largo del pasillo y no les prestaba atención. En ningún momento pudo parar de temblar y Allan tuvo que tomar sus manos con fuerza.

      Guardó silencio y comenzó a recordar la jaula de las panteras: ella atrapada, los rugidos, el aliento putrefacto, la sangre y la carne cruda... Los temblores regresaron a sus manos. Sintió que Allan le apartaba un mechón de la cara y se lo colocaba tras la oreja con ternura.

      —Reby, necesitas darte un baño —dijo despacio.

      Ella chilló escandalizada. Parecía como si le hubiese pedido que reviviera a los muertos. Apartó su mano de un manotazo y se puso de pie con un salto.

      —No, de ninguna manera. —Meneó la cabeza con frenesí—. No, Allan. Sabes perfectamente lo que pasará y no puedo. No. No puedo hacerlo. Déjame vivir unas pocas horas más en mi propia piel...

      —Reby...

      Él se acercó con cautela, pero ella comenzó a retroceder.

      —Tu piel... ¿sabes cómo está tu piel en este momento? ¿Acaso ya te has visto en el espejo?

      Él dio unos pasos más y ella caminó hacia atrás.

      —Estoy bien así.

      —No te has bañado en días.

      —La lluvia...

      —Eso no cuenta.

      —Por favor —suplicó entre gemidos de impotencia cuando su espalda se topó con la pared.

      Allan la jaló de un brazo, sin brusquedad, pero con firmeza. La colocó delante de él y la pegó a su pecho para girar con ella a un lado. Con la mano libre, subió su barbilla y la obligó a mirar al frente, hacia el espejo de cuerpo entero que estaba sobre la pared.

      El cabello enredado y polvoso, una cara tan sucia que lo único que resaltaba era el azul zafiro de sus ojos, los brazos mugrientos, las rodillas raspadas, los pies lodosos y… la enorme camisa de Michael que lucía como la mierda, literal.

      Con ambas manos, Reby tomó el brazo de Allan que la sujetaba y lo apartó, sin dejar ver al espejo con una mezcla de asombro y tristeza.

      —¿Qué tal, eh? —murmuró él, con voz liviana.

      Podría jurar que le pareció haber visto temblar el labio inferior de Reby, de no ser porque, de inmediato, apretó la mandíbula y aplastó hasta el más mínimo signo de debilidad.

      —Tal como yo lo veo, soy un aborto de macaco.

      —Tal como yo lo veo —tomó los gruesos y largos mechones que le caían sobre los hombros y los echó tras la espalda—, haces que hasta la mugre se vea linda. En serio. Pero no es saludable que andes tan desastrosa como una Emily Rose exorcizada.

      Reby guardó silencio y se limitó a continuar con los ojos perdidos y la expresión vacía.

      De repente, vio que Allan sostenía una alargada caja de madera rectangular, ella no notó en qué momento la había dejado sola: se había concentrado demasiado en su reflejo. Su estómago dio un violento vuelco cuando reconoció lo que él tenía en las manos. Tragó una saliva amarga y miró a su viejo amigo con conmoción.

      —No creo que seas tan injusto —le dijo con su voz, tensa, y negó con la cabeza.

      Por el bien de ambos, Allan la ignoró y levantó la tapa con los dedos, despacio.

      —¿Recuerdas que tu madre usaba de estas para que nadie saliera lastimado?

      —No es cierto, siempre había alguien lastimado.

      Reby soltó un leve gemido al asomarse al interior de la caja...

      —¿Quién?

      ... y ver una larga, oxidada,