Te quiero pero voy a matarte. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013287
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marcharse, hasta que a medio camino se detuvieron. Reby lo miró por encima del hombro e hizo que regresaran.

      Cuando estuvo de nuevo frente a Michael, extendió la palma hacia arriba. Él la observó sorprendido.

      —Dámela.

      —¿Darte qué?

      —No te hagas. Estoy hablando de mi pulsera.

      —¿Cuál pulsera?

      —¡La que tus amigotes me quitaron! Recordé a los bastardos cuando me la robaron.

      Michael enarcó ambas cejas y la miró como si estuviera loca:

      —Sigo sin saber de qué estás hablando.

      Reby abrió la boca para seguir con la letanía, pero antes de decir algo, Allan le puso las manos en los hombros y la instó a retroceder.

      —Reby, está bien —le dijo al oído—. Si la encuentran, regresaremos por ella. Ahora tenemos que irnos, deben atenderte.

      —¡No! Esto es importante, esa pulsera...

      —Reby —intervino Michael en voz baja—, te doy mi palabra de que la recuperarás. Preguntaré si alguien la vio y la guardaré por ti.

      Ella dejó de forcejear y sostuvo la mirada del hombre que la rescató de las panteras. Había algo en sus ojos solemnes que la tranquilizaba ya que supo, en el fondo, que estaba diciendo la verdad.

      Sus hombros se relajaron bajo las manos de Allan y volvió a apoyarse en él para caminar.

      Billy Byron probablemente era el hombre más británico del mundo. Tenía el acento demasiado marcado, usaba calzoncillos con la bandera del Reino Unido estampada y peinaba su canoso cabello hacia un lado. Además, siempre vestía con pantalones y camisas formales, se abotonaba el chaleco a rayas y utilizaba una chaqueta a juego. Incluso, tenía por ley usar un reloj antiguo con cadena y guardarlo en el bolsillo interior de su chaqueta. Y, como buen inglés, Billy amaba el té: coleccionaba toda clase de plantas para hacerlo de forma natural.

      Michael agradecía cada vez que tenía la oportunidad de entrar a la oficina de su jefe. Le agradaba la sensación de asalto que le daba el aire acondicionado mezclado con el aroma de la madera de los muebles barnizados, las hierbas de té y el humo dulzón del puro al que Billy era adicto.

      Cerró la puerta y el chasquido hizo que el señor Byron girara en su acolchonado asiento rotatorio mientras aún sostenía un ejemplar del Times de Londres.

      —¡Michael Arthur Phillip II Blackmoore! —exclamó su jefe e hizo a un lado el puro y el periódico, luego se ajustó su monóculo—. ¿Qué ha pasado con tu camisa?

      Michael esbozó una mueca y se aproximó para dejarse caer con aire agotado en el mullido asiento de cuero que estaba frente al escritorio de roble.

      —Jesús, ¡qué cara! —Con delicadeza, hizo a un lado los papeles que había sobre el escritorio y juntó sus pulcras manos sobre la superficie—. ¿Qué ocurre, hijo? ¿Qué te hicieron los macacos esta vez?

      Michael negó con la cabeza.

      —Tenemos un problema —anunció y rascó el brazo del asiento con la uña—. Uno de esos problemas en los que nos pueden demandar.

      —Vamos, Michael. Me estás matando —lo apremió para que hablara, cada vez más nervioso. El joven sostuvo su mirada.

      —Había una persona dentro del recinto de las panteras.

      Esperó en silencio la reacción de Billy, pero este se quedó helado. Parpadeó.

      —Por supuesto, siempre hay alguien que entra a...

      Michael se apresuró a menear una mano.

      —No, no, no. Billy, lo que estoy diciendo es que había una chica y no era del personal de mantenimiento, ni de inspección, ni nadie que trabaje en el zoológico. —Al ver su expresión perpleja repitió con vehemencia—. ¡No era nadie de aquí, Billy!

      —¿Estás bromeando? ¡Me estás tomando el pelo! —Se levantó de golpe y plantó una mano con fuerza en el escritorio—. ¿Quién era? ¿Cómo diablos terminó ahí? ¡Michael, quiero que la traigas en este momento y...!

      —Cálmate un momento, por favor —pidió Michael por debajo de los gritos de su jefe y levantó una mano para tranquilizarlo—. Te lo explicaré, pero siéntate.

      Billy Byron obedeció a regañadientes, pero al cabo de tres segundos volvió a levantarse. No podía estar sentado cuando le hervía la cabeza.

      Michael permaneció sereno en su lugar y le narró a su jefe todo lo ocurrido, desde que entró a la casa de los felinos hasta que Reby y su amigo se marcharon. Por respeto, omitió el detalle de que ella estaba desnuda y, para explicar la ausencia de su camisa, inventó que había quedado atrapada en la puerta metálica de las panteras. Aunque sabía que Billy no le prestaría atención a ese comentario, de igual modo, prefirió aclararlo.

      El señor Byron permaneció sin decir ni una sola palabra durante toda la explicación. Escuchó recargado contra el ventanal que estaba detrás de su silla y miró al exterior mientras fumaba con desesperación.

      Cuando Michael terminó de hablar, él se tomó un momento para voltearse. Luego, miró a su empleado a través de una voluta de humo.

      —Si vuelves a verla, tráela.

      Michael se alarmó por la feroz calma con la que su superior habló.

      —¿Qué pasa si la traigo? —preguntó con cautela.

      Billy lo miró con intensidad y trató de descifrar la insinuación en la pregunta. Soltó una risita entre dientes.

      —Tranquilo, solo nos aseguraremos de que no haya sufrido daños, ¿verdad?

      Michael asintió con desconfianza, aún no estaba muy convencido con la situación. En el instante que se preparó para retirarse, su ojo capturó un punto de luz. Se fijó mejor. Era una cadena delgada, de pequeños eslabones dorados cuyos extremos finalizaban en un broche deslizable, que descansaba sobre el escritorio.

      Echó un vistazo hacia su jefe que se había vuelto a instalar en la ventana con otro puro. Se atrevió a levantar la cadena a la altura de sus ojos.

      Era demasiado corta como para ser un collar, por lo que dedujo que tenía que ser una pulsera.

      —¿Qué hay de esto? —preguntó, absorto en el objeto.

      Billy lo miró de soslayo antes de volver a concentrarse en la ventana.

      —No sé, una baratija que encontraron los de la Sociedad Protectora de Animales esta mañana. Dicen que la pantera que capturaron la tenía atada en la pata.

      Michael levantó la cabeza de golpe:

      —¿Qué? ¿Encontraron una pantera? ¿En Londres?

      —Sí, raro, ¿cierto? Es curioso que no la hayas mencionado mientras rescatabas a la chica. Debiste haber lidiado con tres bestias y no con dos. —Hubo un momento de silencio y Michael escuchó cómo daba una lenta calada a su puro—. En fin, tuviste suerte, debió estar dormida —concluyó al fin—. Ah, y puedes llevarte esa cosa, a mí no me sirve de nada.

      Michael se metió la pulsera en el bolsillo del pantalón y salió de la oficina sin decir una sola palabra. Se detuvo en seco a medio pasillo y se quedó pensando en lo que le había dicho Billy Byron. Por más que le dio vueltas al asunto, no consiguió llegar más que al principio: no comprendía nada.

      Sacó la pulsera de su pantalón y la sostuvo en su palma abierta como si fuera una joya muy delicada. Se percató de que uno de los eslabones centrales sostenía un medallón de oro pequeño y ovalado, del tamaño de un penique. Lo acercó a sus ojos y pudo ver que había figuras grabadas en relieve: un escudo de armas atravesado por un par de espadas