Te quiero pero voy a matarte. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013287
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con un gruñido y siguió tirando. Trató de roerla con sus filosos colmillos y la arañó con sus zarpas hasta que se dio por vencida. Se sentó en los cuartos posteriores. Sacudió su cabeza, para quitarse el exceso de agua, con tanta fuerza bruta que volvió a caerse desparramada en el suelo.

      —Vaya… Con que la señorita «Trasero al Aire» es una de ellos.

      Michael echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada de satisfacción. El júbilo le duró hasta que Pimienta, atento a las tonterías y descuidos de su amo, aprovechó el momento exacto para dar un salto sobre el sofá y secuestrar el sándwich de mantequilla de maní que lo seducía desde hacía un buen rato.

      —Pero qué... —Echó a un lado la laptop que descansaba sobre su abdomen, se levantó de sopetón y alcanzó a su pequeño perro antes de que este pudiera huir—. Eres un verdadero terrorista —le dijo mientras lo alzaba frente a sí.

      Pimienta lo miró con el sándwich en el hocico y la cola entre las patas. Michael sostuvo al animal bajo su axila y con la otra mano le confiscó el artículo robado.

      —¡Perro malo! No dejaste nada rescatable. —Caminó hasta la cocina y arrojó el sándwich a la trituradora de comida. Se aseguró de que su mascota observara el funeral—. Fíjate bien, amigo. Si vuelves a hacer eso, ninguno de los dos podrá tenerlo.

      Lo puso en el suelo y le abrió una lata de comida para perros que hacía un extraño sonido al caer en el plato. ¡Plaff!

      —Bon appétit!

      Volvió a tomar una posición cómoda en el sofá y acercó la laptop. Entrecerró los ojos cuando el brillo de la pantalla le dio de lleno en la cara, la oscuridad comenzaba a devorarse la casa.

      En cuanto llegó del trabajo, Michael tomó una ducha rápida y se sentó a escarbar entre sus sesos. Quería saber por qué el escudo de la pulsera le resultaba tan familiar. En algún punto, su mente le susurró un recuerdo.

      Hace dos años, un hombre, de esos estirados bien vestidos que cuando van al baño excretan dinero, tuvo la bondad de donar una generosa cantidad al zoológico. Sí. Lo recordaba muy bien ya que ese día, como agradecimiento, Billy Byron le ofreció a Míster Billete un recorrido VIP por el zoológico.

      Ninguno de los dos contó con que el lugar se colmara por la prensa. Michael estaba haciendo su trabajo cuando vio pasar a la bola humana pegada al hombre. Los periodistas estaban aglomerados y sostenían en lo alto cámaras y micrófonos con logotipos de programas especializados en chismes de la farándula.

      Gritaban varias preguntas a la vez y Michael no entendía qué querían a causa del ambiente caótico que seguía al hombre mientras avanzada. Solo logró captar algunas palabras sueltas y frases inconexas que juntas le daban algo de sentido a todo el embrollo.

      «¿Por qué no lo había declarado antes?». «Gregory». «Secreto». «Gellar». «Deshonra». «Hijo». «Polémica». «Sebastian».

      Gellar, Gellar, Gellar.

      Eso era lo que más repetían. Gregory Gellar. El abogado consentido por los artistas, al parecer, estaba en el ojo del huracán por un problema familiar del que nunca pudo enterarse con exactitud qué había pasado como para juzgarlo.

      Ese día más tarde, Billy Byron convocó a todos los trabajadores a junta y, muerto de alegría, les enseñó el flamante cheque. Michael solo alcanzó a visualizar el dichoso emblema estampado en una esquina del papel, porque luego de eso su jefe los invitó a tomar y la sala estalló en vítores.

      Pero, más allá de eso, Michael logró encontrar una imagen del emblema en Google. Levantó la muñeca donde se había puesto la pulsera y notó que el broche se deslizaba lo suficiente como para adaptarse a su tamaño; comparó ambos escudos.

      —Rebecca. Reby... Señorita Trasero al Aire —dijo en voz alta, otra vez, para oír cómo sonaba—. Así que eres una chica, marca registrada, Gellar.

      Silbó con admiración y siguió viendo imágenes de la familia, pero no había nada que valiera la pena. Además, en ninguna de esas fotografías mediocres aparecía ella.

      —Deben estar realmente mal si te dejan andar por ahí en paños menores, ¿eh?

      Sus dedos dejaron de atacar el teclado de golpe y sintió una ola de calor que le trepaba por la cara. Se aclaró la garganta y se pasó una mano por la nuca. Se percató de que un par de ojillos, brillantes y muy redondos, lo miraba desde el suelo.

      —¿Qué miras, Pimienta? —El perro ladeó la cabeza como respuesta—. ¿Es que tú nunca has visto a una perrita guapa y sin un gramo de pelo en el cuerpo?

      Pimienta ladró.

      —De acuerdo, en tu caso no es nada atractivo. Ya te compraré una golden retriever y sabrás de lo que estoy hablando.

      Bajó la tapa de la laptop y se dispuso a dormir, pero en cuanto se metió en la cama y cerró los ojos, los volvió a abrir. Tenía a una mujer atravesada en los párpados.

      Michael Blackmoore no podía dejar de pensar en Rebecca Gellar. Se convenció de que la vería al otro día y le devolvería su pulsera.

      Esa noche, Michael se durmió tarde.

      Allan abrió los ojos con un sobresalto y sobre su conciencia cayó una tonelada de ladrillos con el nombre de «te quedaste dormido». Tanteó el hueco a su lado y el pánico le colmó los pelos al darse cuenta de que Jamie no estaba.

      —Oh, Dios...

      Salió disparado de la cama y corrió hasta la puerta para darse cuenta de que el pesado asiento estaba tumbado hacia un lado.

      —¡Jamie!

      Su corazón quería exiliarse por su garganta. Con pasos torpes, salió al pasillo. La casa estaba tan oscura que parecía la boca de un lobo. A tientas, logró encontrar los interruptores y la luz de la sala sirvió para iluminar el resto de las paredes cercanas.

      No lo pensó dos veces. Fue por un cuchillo a la cocina, lo empuñó tras su espalda y se obligó a pasar una gruesa bola de saliva amarga. Despacio, se acercó a la puerta del baño que estaba entreabierta. Por inercia, apretó más el mango de la cuchilla, tomó aire y pateó la puerta con el pie. La luz de la sala se coló, tenue, hasta la mitad del piso.

      Allan pisó agua y notó que se había inundado. Vio vidrios desperdigados por toda la zona y observó cómo el extremo de la cadena que formaba el collar caía vacío.

      —¡No! —estalló la voz de niño.

      —¿¡Jamie!?

      Allan no podía más. Su cuerpo se tensionó en cuanto escuchó la voz lejana de su pequeño hermano.

      —Reby, ¿¡qué hiciste!? ¿Dónde está mi hermano?

      Dejó el baño atrás y comenzó a buscarlo, desesperado, por la sala. Se movió como un loco, regresó a la cocina, a la habitación de Jamie; revisó la de su madre, debajo de las camas y detrás de los muebles hasta que escuchó un amortiguado sonido musical.

      —¡No, esa tampoco!

      Se detuvo en el medio del pasillo. El ruido provenía de su propia habitación. Había una fina línea de luz que se colaba por el angosto resquicio entre la puerta y el suelo. El sonido era como un rasgueo.

      El rasgueo de una guitarra.

      —¡Esa! ¡Esa me gusta!

      Allan apoyó una oreja en la puerta.

      —¿Te la sabes?

      —Un poco.

      —De acuerdo. —¿Esa era la voz de Reby?—. Damas y... caballerito, a continuación: Sweet Child O’ Mine.

      Allan