Te quiero pero voy a matarte. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013287
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conmigo, chicos. Máximo, pueden llegar al cuello. ¡Máximo! Un poco más abajo y les juro que los arrancaré de las cuencas».

      Reby se sonrojó como un tomate furioso y Michael se preparó para recibir otro porrazo.

      —¡Pues, gracias! —escupió.

      —¡De nada, cuando quieras! —repuso él, furioso.

      —Seguro —contestó, lacónica—. ¡Me largo!

      —¡Que tengas un lindo día!

      Sin embargo, ella miró a ambos lados y, luego, hacia la pechera de Michael. Soltó un suspiro de derrota y se quedó ahí.

      —¿No te largabas?

      —Estoy desnuda.

      —Ah...

      Michael se rascó la cabeza como si aquello fuera mucho para su cerebro. De pronto, la música ambiental empezó a subir, las bocinas habían aumentado el volumen y el eco de las voces de los turistas se comenzó a escuchar en el túnel de entrada. Ambos pegaron un respingo.

      Él miró sobre su hombro y vio a lo lejos que el primer grupo de una visita guiada entraba haciendo gestos de exclamación al reparar en la decoración. Los primeros flashes de las cámaras iluminaron el comienzo de la excursión por el recinto.

      —Maldición —masculló Michael que se puso de espaldas a Reby.

      Lo vio mover las manos frente a él y, un momento después, la camisa se deslizaba por sus hombros. Los ojos de Reby se agrandaron al ver músculos, músculos sudados de espalda de hombre.

      —¿Qué haces?

      Él se sacó la camisa de la cinturilla de los pantalones y se la ofreció sin mirarla.

      —Póntela rápido, yo te cubro.

      Reby observó la prenda con asco. Estaba como para ir de campamento a las cloacas y olía a...

      —Ese trapo está asqueroso.

      —Que te la pongas o me voy y aquí te dejo.

      Reby la terminó aceptando. Usó sus dedos como pinzas y la sostuvo por una esquina. Se la puso a regañadientes. La camisa estaba caliente, húmeda de sudor y de otras cosas que no quería analizar. Abrochó los botones y comprobó con alivio que le tapaba el trasero y le llegaba hasta la mitad de sus muslos.

      —¡Puaj! Huele a caca de...

      —¿Terminaste?

      —Por desgracia... ¡Oye!

      Michael la tomó de la muñeca y empezó a arrastrarla fuera de ahí. Reby se mordió el labio inferior cuando sintió que la astilla le perforaba más el pie. Ella no tuvo que decir nada para que él se diera cuenta de su dolor. Sin consultar, él la levantó del suelo y caminó con ella en brazos hasta la salida.

      —¡Oye, bruto animal salvaje! ¿Qué te...?

      —Con permiso, gracias —dijo él con amabilidad al pasar entre medio de un grupo de varias turistas ancianas que se quedaron con la boca abierta al ver a un tipo, musculoso y sin camisa, cargar a una zarrapastrosa damisela. Tarzán nunca había sido tan real hasta ese momento, por lo que algunos flashes saltaron sobre ellos.

      —¿A dónde me llevas? —preguntó ella sin más remedio que agarrase fuerte a su cuello.

      —A sacarte esa cosa del pie.

      —No, ya has hecho suficiente.

      —Y a someterte a un riguroso cuestionario sobre qué diablos hacías en la jaula de las panteras y —continuó—, por amor a tu trasero al aire, dónde está tu ropa.

      Reby apretó los puños tras el cuello de Michael.

      —No es de tu incumbencia.

      —¡Claro que lo es! Es «mi» área de trabajo. «Mi» responsabilidad. Tú entraste en ella y te conviertes en «mi» responsabilidad, por lo tanto, eres de «mi» incumbencia —espetó y puso mucho énfasis en los «mi».

      —No voy a decirte nada, porque no sé nada, ¿de acuerdo? No sé cómo acabé ahí.

      —Ya, claro. Te parieron las panteras.

      Michael se esperaba una contestación ingeniosa por parte de ella, pero Reby se quedó callada.

      —Y qué dices sobre tu ropa, ¿eh?

      —Me parieron las panteras —respondió, mordaz—. ¿O a ti los monos te parieron vestido?

      Michael se aguantó una carcajada con todas sus fuerzas, pero al final no pudo contenerse y se rio.

      Reby apretó los labios hasta que se le pusieron blancos, sin embargo, tampoco pudo soportarlo y se echó a reír sin límites. Su cuerpo se relajó poco a poco, hasta que fue consciente de todo: el pecho duro de Michael pegado a su costado, sus brazos fuertes —uno bajo sus muslos y otro en torno a su cintura—, sus propios dedos aferrados al cabello que nacía en su nuca...

      De inmediato, retrajo los dedos, cohibida y antes de que su incomodidad se prolongara, escuchó una voz familiar. Creyó ver una cara conocida por encima del hombro de Michael.

      —¿Reby?

      Michael se volteó como si lo hubieran llamado a él y ella tuvo que girar la cabeza para volver a ver al individuo.

      Se estudiaron un breve momento con la mirada y el rostro de Reby se iluminó de alegría.

      —¡Allan! —Forcejeó para que Michael la bajara, pero él la apretó más contra su cuerpo cuando Allan se acercó.

      Su conocido llevaba a un niño pequeño de la mano, pero ella apenas lo recordaba. A juzgar por el parecido, supuso que debía ser Jamie, su hermano menor.

      —Reby, esto es increíble, creí que estabas en... ¡Dios, no puedo creer que de verdad seas tú! —Esbozó una sonrisa de oreja a oreja que iluminó sus ojos oscuros.

      —¡Lo sé, yo...! —Hizo una pausa y volteó hacia Michael—. Maldición, ¿quieres bajarme de una buena vez?

      —Eh, amigo… —Allan pareció reparar en Michael por primera vez—. ¿Por qué la cargas?

      —Tiene una astilla muy enterrada en el pie —informó mientras la bajaba con cuidado. Ella se detuvo en un pie, tambaleante.

      Allan la miró y arrugó la nariz.

      —Auch, debe de doler.

      —Algo.

      Reby perdió el equilibrio y se fue de bruces. Cayó en los brazos de Allan, pero, sin hacer ademán de moverse, se quedaron así. Ella terminó por abrazarlo, él sonrió y apoyó la barbilla sobre su cabeza: le devolvió el abrazo.

      —¡Qué asco! —exclamó el hermanito de Allan, escandalizado, y los observó con horror.

      Michael no sabía para dónde mirar. Para su incomodidad, las turistas no quitaban sus miradas hambrientas de su torso desnudo.

      Entonces, carraspeó.

      —Bueno, si nos disculpas —empezó a decir y jaló a Reby de la camisa, «su» camisa—, hay una astilla que tengo que sacar.

      Reby frunció el ceño, sin soltarse de Allan.

      —Te agradezco mucho, pero será mejor que la lleve a un hospital —se apresuró a decir Allan.

      Michael agitó una mano, despreocupado.

      —No hay problema, corre por cortesía de la casa.

      —En serio, no tienes por qué molestarte —insistió Allan que mantenía un tono cordial—. Vine en auto y el hospital no está lejos.

      —Sí, sí, pero...

      —Por el amor de Dios, Michael, ya cierra el pico —intervino Reby y los dejó perplejos por la brusquedad—. Me voy con Allan. Gracias de