Te quiero pero voy a matarte. Ingrid V. Herrera. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Ingrid V. Herrera
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013287
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diablo con Bob Espuma, Jamie. Siéntate, cállate y déjame ver...

      Allan contuvo la respiración cuando el reportero se hizo a un lado para continuar con la descripción del incidente: la cámara enfocó a cinco hombres fornidos que levantaban al lánguido animal cubierto con una manta. Estaba sedado y vio cómo lo metían en la parte trasera de una enorme jaula que sería jalada por un vehículo de la Sociedad Protectora de Animales.

      Las imágenes se remplazaron por la grabación previa a su captura. El enorme felino negro agazapado, desorientado entre los autos. La gente que estaba en las aceras gritaba, palidecía, se empujaba, perdía el control: algunos soltaron sus paraguas y salieron corriendo como si olvidaran la lluvia torrencial que caía sobre sus cabezas.

      Un caos.

      —... hasta el momento se desconoce el origen de su procedencia, pero se presume que ha salido del bosque. —La pantera saltó sobre el cofre de un auto. El conductor, aterrado, enloqueció y presionó la bocina con insistencia. Solo alteró más al animal y logró que rugiera con fuerza y diera zarpazos letales contra el parabrisas.

      Allan arrastró el trasero al filo del asiento, mientras, veía cómo la policía acordonaba el lugar. Observó cómo un hombre uniformado le disparaba al felino un dardo tranquilizante en el cuello. El animal rugió, dio vueltas sobre sí, se revolvió atontado, bajó a trompicones del auto y, finalmente, cayó. Su cabeza rebotó contra un charco y sus patas se extendieron hacia adelante. La lluvia resbaló sobre su pelaje negro noche y lo hizo brillar.

      El reportero volvió a aparecer en pantalla.

      —Hasta aquí la información, regreso cámaras y micrófonos al estudio.

      Allan apagó la televisión y se quedó con la mirada ausente, fija en el vacío, como si le estuviera dando vueltas a un asunto.

      —Mierda —masculló al fin.

      —¡Mierda! —repitió Jamie y levantó los brazos sobre su cabeza como si hubiera dicho «¡helado!», en vez de una palabrota.

      —¡Jamie, cállate! —Arrastró al niño hasta su regazo y le tapó la boca.

      —¡No, suéltame! —suplicó entre carcajadas.

      —No dirás más palabrotas.

      —Mierda, mierda, mierda, mierda, mierda.

      —De acuerdo. —Dejó a su hermano en paz y se levantó—. Te daré cinco segundos de ventaja para que corras, prepárate para sufrir.

      Jamie sabía a lo que se enfrentaba. Su hermano era un maestro en lograr que se hiciera pis en los pantalones gracias a las cosquillas que le haría si no corría. Debía hacerlo por el bien de sus calzoncillos de Bob Esponja, ¡estaban recién salidos de la lavandería!

      Jamie pegó un grito por anticipado, se dio media vuelta y salió disparado hacia el pasillo. Allan se aplaudió en su interior por haberse deshecho de esa pulga tan fácil.

      Se acercó a la ventana y se abrió paso entre las cortinas. Recargó una mano en el cristal: del otro lado las gotas de lluvia trataban de tocarlo, rápidas y gordas. Cerró los ojos. Una agradable sensación de irrealidad lo golpeó y las imágenes de la pantera rebobinaron en su mente.

      Muy dentro de él lo sabía.

      Sabía que Reby había vuelto.

      Capítulo 1

      Héroe

      Michael Blackmoore amaba su trabajo.

      Y era en serio.

      Su parte favorita era el contacto directo con la naturaleza, el aire fresco, los animales, las plantas y, sobre todo, la paga. ¡Oh, la paga era asombrosa! Tan asombrosa que podía permitirse rentar un pequeño departamento cerca de Notting Hill y mantener a un perro mestizo que había recogido en la calle. Aunque, Pimienta, una extraña cruza de labrador y algo que se parecía a un gato egipcio por su escaso pelo, nunca le agradecía su solidaridad.

      Para él, el zoológico de Londres era un lugar estupendo para trabajar. ¡Yupi! Excepto por un pequeñísimo y minúsculo detalle: la mierda. Hizo una mueca muy a su pesar, sacó una carretilla y una pala del depósito, y pensó en las toneladas enteras de la apestosa popó salvaje que tendría que recoger, toda rodeada de moscas muertas de hambre.

      —¡Eh, Mike!

      —¿Qué hay, Jake? —le devolvió el saludo a su compañero con una sonrisa de lo más radiante.

      En cuanto se volteó, continuó empujando la carretilla y su sonrisa se desvaneció de golpe. Había llovido tan fuerte en las últimas horas que seguramente lo que recogería sería un caldo de lo más aguado.

      Como era uno de los que tenía que hacer la limpieza, debía recorrer quince hectáreas de terreno, recoger los «pastelitos» de más de dieciséis mil especies diferentes y regresar a guardar todo.

      No olía precisamente a Hugo Boss.

      Ya había experimentado de todo. El primer día, los simios treparon a los árboles y le arrojaron el estiércol, que se suponía debía recoger, en la espalda, mientras, gritaban y saltaban en son de burla; una alpaca le escupió una baba viscosa llena de porquería en la cara y, más tarde, resbaló con una hoja y cayó sobre el excremento cremoso de los elefantes.

      Oh, sí. Fue revitalizante.

      Para Michael, había mierda de muchos tipos, unas eran más asquerosas que las otras. Verdes o cafés, grandes o pequeñas, duras o caldosas, apestosas o superextraapestosas.

      Se detuvo frente a la entrada exclusiva para el personal del recinto de cristal de los periquitos australianos y tomó el pesado llavero con más de treinta llaves diferentes que colgaba de su grueso cinturón de cuero. Allí tenía compartimentos en dónde guardaba un desodorante, un arma del tamaño de un revólver cargada con dardos tranquilizantes —por si acaso—, comida para arrojar a animales pequeños y esa clase de cosas.

      En cuanto abrió la puerta metálica, una treintena de periquitos de diferentes colores se despertó y comenzó a revolotear sobre su cabeza. Michael sonrió y frunció los labios para silbar una canción. Los periquitos le respondieron y, poco a poco, se tranquilizaron y se posaron en las ramas de los troncos artificiales. Aprovechó y comenzó a limpiar el excremento de las aves que no le resultaba tan desagradable ya que para los desechos de los periquitos solo tenía que usar un par de guantes.

      Michael había aprendido que el tamaño de los animales era directamente proporcional al grado de inmundicia y al de asquerosidad de sus excrementos. Solía sentirse intelectual al explicarles eso a las turistas que se acercaban a fotografiar a los animales cuando él hacía su trabajo dentro de las jaulas. En serio, no entendía a las extranjeras. Parecía que cuanto más sucio, sudado y apestoso estuviera, más sexi lo encontraban. Había días en los que él terminaba siendo la atracción principal. Incluso, siempre querían tomarse fotos a su lado, fotos que seguro acababan en cuentas ajenas de Facebook. Ah… Qué vergonzoso.

      Por otro lado, Michael también podía decir que el excremento de los elefantes era el más pesado y grande, pero no el más asqueroso. Oh, no. Sin duda, ese premio se lo llevaban las bestias felinas. Se llenaban de larvas con facilidad, las moscas pululaban sobre los restos de carne podrida y sin digerir, y el hedor hacía que los ojos de Michael lloraran como si se estuviera bañando con agua de cebolla.

      La mierda se había convertido en la parte más dura a la que se tenía que enfrentar. Ya no lo era el peligro que significaba estar entre una manada de leones. Los animales lo entendían y él a ellos en una forma que nadie más comprendía. Su jefe le decía que la empatía era un don y que, por eso, había sido elegido para limpiar el estiércol. No corría riesgo de que las fieras le mordieran el trasero ni de que el zoológico tuviera que pagar su seguro médico. Michael creía que se estaba burlando de él, pero no debía morder la mano del que le daba de comer a él y a su perro bastardo.

      Sí, a su jefe le