El problema ocurre cuando la dualidad instala la idea de separación, y cuando permitimos que el criterio de separación invada nuestra vida.
La idea de dualidad es básicamente metafísica –opone y separa dos grandes universos, uno compuesto de materia y otro compuesto de espíritu–. Esta separación se proyecta a nuestra relación con lo sagrado porque deriva la conclusión lógica de que para estar cerca de Dios hay que ser lo menos material posible.
Dios se vuelve un absoluto alejado, a quien se contrapone un yo individual imperfecto. La Naturaleza, a pesar de radiar belleza y perfección por todas partes, ha sido considerada desde hace cientos de años como parte de la materialidad. Algo que debe controlarse. Un conjunto de recursos. Los deseos y necesidades elementales de las personas, se entienden como tendencias e impulsos primitivos de un ser imperfecto que “debe” superarse.
En algunas de las versiones de esta cosmovisión, Dios es un ser bondadoso; en otras es vengativo y rencoroso; en la mayoría, ha sido tan humanizado que no podemos dejar de imaginarlo como un simpático ancianito de barba. En la versión más moderna de esta cosmovisión –que es la que la mayoría de las personas comparte en el mundo actual– Dios está tan alejado que no atiende los asuntos de los seres humanos, así que estos quedan librados al conjunto de reglas mecánicas del mundo que Él creó para ellos.
La cosmovisión de la eterna lucha entre el Bien y el Mal es, por otro lado, una perspectiva deprimente respecto del destino de la humanidad, porque conduce a plantearnos si podremos vencer a la oscuridad alguna vez. Es natural que una persona llegue a preguntarse cosas como estas: ¿Será posible deshacernos del Mal que aqueja al mundo y que ni el propio Dios parece capaz de detener? ¿Ganará el Bien alguna vez? ¿Por qué, después de tantos siglos de luchas y batallas, no hemos podido establecer una relación de amor y hermandad entre los pueblos de la Tierra? ¿Por qué el Bien parece no llegar a imponerse nunca al hambre, la enfermedad y la injusticia?
Reflexionar sobre estas cosas puede resultar incómodo. Mucha sensibilidad y dolores históricos se entremezclan en el debate. El desconocer otras formas de vincularnos a nivel planetario nos conduce a creer que esto será así hasta el fin de los tiempos. Sin embargo, empezar a pensar en estas cosas a nivel individual puede resultar muy revelador, porque explica muchos de los sucesos que hemos experimentado a lo largo de nuestra vida personal y nos ofrece una visión alternativa y expansiva para el resto de nuestros días. Ya volveremos sobre esto en breve.
Cuando el Universo se nos presenta como un sitio en donde dos fuerzas antagónicas se encuentran en permanente combate, la consecuencia natural es que se desarrolle una batalla interna en espejo en nuestro interior, con partes opuestas luchando entre sí.
Ese espejo nos devuelve una imagen dividida: lo puro y lo impuro, lo luminoso y las sombras, lo acertado y lo erróneo en nuestro ser. Nos impulsa a buscar una escalera que nos conduzca a los niveles superiores, en donde seremos perfectos, pero… ¿llegaremos?
He visto cómo muchas personas que viven desde este modelo se agotan al intentar cambiarse a sí mismos para ajustarse al gran nivel de exigencia que este modelo trae consigo. Abandonan entonces el trabajo espiritual convencidos de que es una tarea que –al menos para ellos– resulta inaccesible. Es una perspectiva angustiosa, que genera culpa y auto-recriminación. En algún momento del desarrollo nos hace detenemos para preguntarnos, ¿qué es lo malo en mí que me impide llegar al ideal?
El problema reside en la misma pregunta. No hay nada malo en nosotros. Creo que no venimos a la Tierra a reparar nada que esté roto. Creo que no venimos a ascender, venimos a expandirnos. Imitando al Universo del que formamos parte. No venimos a lograr la expiación, venimos a reconocernos en la Totalidad. ¿Venimos a aprender? Sí, a ser creadores más conscientes. ¿Es una oportunidad de mejorar? Sí, desde el amor y el reconocimiento de nuestro valor sagrado, no desde la culpa por acciones que no recordamos haber cometido.
Pero es mi opinión. Tú tendrás la tuya. Y a este mundo lo hacemos entre todos. Lo importante es saber cuál es la cosmovisión que guía tu vida y entender de qué manera eso condiciona tus circunstancias. Pero sigamos considerando las otras versiones de realidad posibles.
Una máquina hecha de piezas y engranajes
La descripción de la realidad que se aprende a través de la educación formal, desde la escuela a la Universidad, procede de la ciencia aceptada en las instituciones de una sociedad, en un momento histórico determinado. La ciencia vigente en el momento en que los adultos de hoy asistimos a la escuela, describía la realidad mediante el modelo mecanicista, derivado de la física de Newton y la filosofía de Descartes. El mundo, dentro de este modelo, es como una máquina, en donde todo funciona mediante complejos mecanismos de causa y efecto, que mueven sus piezas y engranajes. El universo deja de estar en manos de fuerzas espirituales trascendentes (Dios, el Destino, el Bien Superior), para pasar al control del hombre, a su manipulación, a su tratamiento objetivo.
Un juguete que Dios regaló a sus criaturas.
Dentro del Gran Mecanismo nada queda librado al azar. Es posible predecir las consecuencias de cualquier evento. La caída de un objeto desde cierta altura y el desarrollo de una enfermedad tienen, dentro de ese modelo, el mismo marco: la existencia de leyes universales, objetivas y predecibles que determinan el comportamiento de la materia. La razón humana –a través de la experimentación y el proceso hipotético deductivo– se convierte en la única herramienta de acceso a la realidad. Con su sola asistencia podemos observar, medir, analizar, clasificar, sacar conclusiones acerca de los fenómenos y procesos que conforman el mundo y descubrir las “reglas” que determinan su funcionamiento. Todo lo existente es medible, o, dicho de una manera más precisa: “Si se puede medir, existe”.
¿Y qué respuesta tiene esta visión del mundo acerca de aquellos fenómenos que no podemos observar ni medir? La respuesta es simple: no valen la pena. La conciencia de uno mismo, por ejemplo, es desde este modelo un fenómeno menor derivado del funcionamiento del cerebro. El amor se explica a partir de una combinación de procesos físicos y químicos. Dioses una mera metáfora, o un recuerdo vago de un pasado irracional. Lo único que vale la pena explorar –dentro del modelo mecanicista de la realidad– es lo que sucede en el mundo de los objetos, en el mundo “real” con R mayúscula.
¿Qué sucede con aquellos fenómenos que desafían ese principio? Por ejemplo, un caso de remisión espontánea (cuando una persona se cura de una enfermedad muy seria a pesar de los pronósticos médicos) o de comunicación a distancia (por ejemplo, una madre sabe que algo le ha sucedido a su hijo a pesar de estar lejos uno del otro y no intervenir llamados o mensajes telefónicos). Bueno, estos hechos no son considerados hechos “reales”. La ciencia mecanicista los ignora, descarta o estigmatiza, evitando que lleguen a perturbar el edificio filosófico del modelo del mundo como máquina. Son considerados “hechos malditos”(18).
Este modelo nos ha permitido a los seres humanos –en ciertas épocas de la historia de la Humanidad– convencernos de que tenemos el control sobre el devenir de nuestra vida porque estamos en un Universo ordenado mecánicamente. Es una cosmovisión que le entregó al hombre una confianza suprema en el valor de la mente racional para comprenderlo “todo”. Dado que este modelo ignora los fenómenos que expresan la dimensión psíquica de la vida, es el preferido de los escépticos. Desde el punto de vista de los promotores de esta visión del mundo, para lograr el control debemos renunciar a aquello que no se puede medir. Es por eso que dejaron abandonados amplios sectores de la realidad: la conciencia, la intuición, los fenómenos psíquicos, los aspectos no cuantificables del mundo.
La cosmovisión mecanicista o materialista que acabamos de describir es otra versión del dualismo. Por un lado, está aquello que se puede observar, medir, afectar físicamente: la materia, territorio al cual se accede mediante el uso de la razón. Por el otro, está aquello que no se puede observar, medir ni afectar físicamente: el espíritu, territorio al cual se accede a través de la fe. El primero, es el campo de juego de la ciencia. El segundo, es el campo de juego de la religión(19).