—Esta vez coincido con el Señor Roca —dijo Moreno—. Yo mismo vi a un indio mestizo chileno que permanentemente influía sobre la indiada de Sayhueque para que atacaran a los argentinos.
—¿Habla de Loncochino, no? —le preguntó Roca, agradeciendo su apoyo—. Ahora estaba con Sayhueque porque a Namuncurá ya lo había convencido antes.
Avellaneda miró a los dos, sorprendido de que coincidieran en algo.
—Entonces, ¿qué proponen, Señores? —les preguntó.
—Que simplemente se cambie la expresión “divisoria de aguas” por la de “altas cumbres” —dijo Moreno con cara de obviedad.
—¡Imposible! —fue la respuesta de Zorrilla.
—¿Por qué?
—Si bien no lo firmamos aún, el tratado ya fue y volvió tres veces y nosotros nunca cuestionamos ese concepto. Si lo cambiamos de cuajo los chilenos se van a echar atrás y no lo van a querer firmar.
—Mejor, que no lo firmen —dijo el joven.
—¡De ninguna manera! —esta vez el enérgico fue Roca—. En un tiempo Chile habrá vencido a Perú y Bolivia y entonces habrá pasado su momento de debilidad. Entonces quizás lo piensen dos veces antes de renunciar a su reclamo sobre toda la Patagonia.
—Tiene razón —apoyó Zorrilla.
—¿Entonces no tenemos solución? ¿No nos queda más que renunciar al corredor verde a cambio de asegurarnos la mayor superficie patagónica?
Todos se miraron. Ninguno parecía tener una solución a este problema.
—Bueno… —balbuceó tímidamente el joven.
—Adelante —lo animó Avellaneda
—Pensando en voz alta nomás… Se me ocurre que podríamos alterar levemente esa frase, ¿verdad? —dijo Moreno mirando a Zorrilla.
—Levemente sí. Pero, ¿qué tiene en mente?
—Se me ocurre que la frase “divisoria de aguas” podría transformarse en algo así como: “las altas cumbres divisoras de aguas”.
Se tomaron unos segundos para digerir la frase.
—Me gusta —dijo Roca.
—No entiendo qué es lo que eso quiere decir —se sinceró el presidente.
—Es una frase ambigua, pero se podría interpretar como que la frontera sería la divisoria de aguas siempre y cuando esté entre cumbres, es decir, dentro de la Cordillera.
—¿Y qué pasaría cuando la divisoria está fuera de la Cordillera, como usted descubrió? —preguntó Zorrilla.
—Como le dije, es ambiguo. En ese caso sería para discutir, pero tenemos todas las de ganar.
—Pero entonces, ¿estaríamos dejando un potencial conflicto a futuro? No me parece bien —opinó Avellaneda.
—Es mejor dejar un conflicto a futuro que dejarle a Chile el corredor verde. Yo apoyo la moción del Señor Moreno —aclaró Roca.
Avellaneda pensó unos segundos. No se le ocurría nada mejor que la idea del joven. Por otro lado, el casi seguro próximo presidente también estaba de acuerdo. “Allá ellos.” pensó.
—Puede ser, entonces. Señor Zorrilla, ¿cree usted que Chile aceptará este cambio?
—No estoy muy seguro. Me inclinaría a pensar que no.
—Sí, lo firmarán… Con un poco de ayuda de nuestra parte —intervino Roca.
—¿Y cuál sería esa “ayuda”, general?
—Movilizamos el Ejército y tomamos los pasos fronterizos que hoy están en manos de los indios. Con nuestras tropas bien pertrechadas pisando la frontera, y hasta quizás un poquito más allá, los chilenos no querrán correr riesgos. Preferirán firmar algo ambiguo y discutir a futuro.
Avellaneda volvió a evaluar la situación. Él no estaba muy convencido, pero no tenía nada mejor para proponer. Zorrilla parecía estar a favor de dejar todo como estaba, mientras que Roca y Moreno querían efectuar el cambio. El problema que dejaban a futuro seguramente lo tendrían que resolver ellos mismos.
—Está bien, Señores. Estoy de acuerdo con el cambio. Señor Zorrilla, le pido que luego redacte la modificación y me traiga el nuevo texto del tratado para evaluarlo —miró a su costado— junto con el Señor Roca — se tomó un segundo para cambiar de tema—. Muy bien Señor Moreno. ¿Hay algo más que nos quiera decir de su amado Sur?
—La verdad que sí —éste era el momento de empezar a hacer algo de lo que había prometido—. Quería que se minimizara el uso de la fuerza contra los indios, que en definitiva son los pueblos originarios de la zona a los que nosotros estamos corriendo. Creo que si se les da la oportunidad de integrarse, ellos podrían convertirse en excelentes agricultores y formar colonias productivas. Creo que serían las personas ideales para hacer que esa tierra, su tierra, se convierta en productiva para el país y para ellos.
—Creo que este pedido es más para usted, Señor Roca, que para mí.
—Mire Señor Moreno —dijo Roca, visiblemente contrariado—, en los últimos cincuenta años los indios han matado o secuestrado a más de cincuenta mil personas. Quemaron centenas de estancias y se robaron once millones de cabezas de ganado y casi dos millones de caballos. Realmente dudo que tengan la menor intención de trabajar la tierra si mientras tanto le pueden robar a familias honestas y trabajadoras que se establezcan allí. Usted mismo alertó al Gobierno sobre un malón, hace algunos años atrás, en el que murieron muchas personas. Hasta mujeres y niñas fueron degolladas. ¿Acaso piensa usted que podría haber convencido a los indios de detenerse y labrar la tierra? Si quiere lo puedo llevar a hablar con los sobrevivientes de ese malón para que usted les explique su plan de darle la tierra a esos indios.
—No hace falta que me presente a nadie, general. Yo conozco a muchas de las familias de esa zona. Pero lo que digo es que no todas las tribus son iguales. No todas tienen que ser tratadas con rifles.
—No, claro. Quizás usted pueda convencer a sus amigos indios que lleven brazaletes blancos y a los indios malos, brazaletes negros. Así mis soldados sabrán a quiénes dispararles —dijo sarcásticamente—. Ningún territorio pertenece a un país mientras no lo ocupa, y eso es precisamente lo que hace mi Ejército: ocuparlo. Usted dígales a sus indios de brazalete blanco que nos dejen ocupar su territorio y nosotros no les haremos nada.
A Moreno le pareció estar escuchando la sentencia de muerte de Sayhueque y su indiada.
—De cualquier manera, Señor Moreno —intervino Avellaneda para apaciguar los ánimos—, le puedo asegurar que haremos todo lo que esté a nuestro alcance para que estos “pueblos originarios” no salgan perjudicados.
No parecía creíble que un político, al que sólo le quedaban unos meses en el poder, pudiera hacer algo por este tema. El que sí podía hacer algo, Roca, no tenía la menor intención de hacerlo.
—Y cuénteme… ¿Cuándo sale para Francia? —le preguntó Avellaneda, ya casi dando la reunión por terminada.
—Apenas esté recuperado de esta aventura. Un mes, como mucho.
—Así que estudiará en la Universidad de París —dijo Zorrilla, interesado.
—Sí, con el sabio Paul Broca. Hace unos años la revista que él dirige publicó un trabajito mío sobre cráneos de indígenas, y ahora me aceptó como alumno suyo en un curso muy avanzado.
—Lo felicito.
—¿Y