El límite de las mentiras. Gerardo Bartolomé. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Gerardo Bartolomé
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789878646763
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sino miembro de la Societe Française de Geographie. Le ofreció un asiento para esperar; el joven se sentó. La sala le atrajo la atención, estaba llena de cuadros de importantes personajes que él no conocía, vitrinas con animales embalsamados, fósiles y grabados de aborígenes de distintos lugares del mundo. Uno en especial le parecía conocido. Se acercó para verlo mejor.

      —Jemmy Button. Es de su tierra natal, ¿no es así, Señor Moreno?

      El joven se dio vuelta sobresaltado y vio a un hombre un par de años mayor que él con uniforme militar.

      —Disculpe, usted no me conoce. Soy Leonard, mi padre me pidió que lo recibiera mientras él se apronta para recibirlo.

      —Mucho gusto —ambos se dieron la mano.

      —Como sabrá, mi padre hace varios días que está en cama. A decir verdad, en los últimos diez años ha pasado más tiempo con dolencias que en buen estado de salud. Creo que es más de su cabeza que enfermedades reales. Así que no se extrañe, lo recibirá en su cama. Ahora se está poniendo presentable, no tardará. No pierde tiempo ni en afeitarse ni en peinarse —dijo jocoso.

      Moreno rio. Todo el mundo sabía que el padre de Leonard usaba una larga barba y era calvo.

      —Me encantará escuchar sobre sus viajes en la Patagonia —dijo el inglés.

      —¿Cómo sabe que viajé por allá?

      —Todos en esta casa sabemos de sus viajes —y ante la expresión de extrañeza de Moreno, aclaró—. Lo que usted hizo en su viaje por el río Santa Cruz le levantó muchísimo el ánimo a mi padre. Digamos que le permitió saldar una vieja deuda con un amigo9. —Claro, con Fitz Roy.

      —Exacto.

      Un reloj marcó las tres de la tarde. —Bueno, podemos subir.

      * * *

      Leonard abrió la puerta y dijo:

      —Señor Francisco Moreno le presento a mi padre, Charles Darwin.

      El viejo naturalista, autor de la polémica Teoría de la Evolución, le dedicó una amplia sonrisa.

      —Señor Moreno, es un gusto tenerlo en Down. Tan sólo lamento no estar en mejores condiciones para poder recibirlo como se merece. Por suerte mi hijo Leonard se ha ofrecido para hacerle una visita guiada por mi casa, mi estudio y mi sendero.

      —¿Sendero? —preguntó intrigado.

      —Sí, del lado de atrás de la casa hay un sendero en el que yo solía caminar para pensar. Muchas ideas se me ocurrieron caminándolo una y otra vez. Me gustaría que usted también lo pruebe, estoy seguro que le aclarará la mente y le surgirán buenas ideas.

      Moreno le pidió que le autografiara un ejemplar de El origen de las especies, el libro que dividió las sociedades de las principales ciudades del mundo. Una vez que lo hubo hecho:

      —Pero dígame, Señor Moreno, usted que ha viajado tanto a la Patagonia. ¿Considera que ha cambiado desde la época en que yo la conocí?

      —No ha cambiado mayormente, el Algarrobo de Gualichu sigue allí10, los desiertos siguen intactos, los ríos mantienen su fuerza, pero algo está cambiando.

      —¿Qué es?

      —Los indígenas. Están desapareciendo.

      Darwin quedó pensativo, con una mirada triste.

      —La verdad, Señor Moreno, es que siempre pensé que eso pasaría. No sólo en la Patagonia, lo mismo ocurre en Australia y Nueva Zelanda. Se genera un choque de civilizaciones en el cual los aborígenes sólo pueden perder.

      —¿Por qué piensa que eso ocurre?

      —Nuestras sociedades occidentales buscan su desarrollo ocupando territorio para hacerlo producir, básicamente con ganadería y agricultura. Eso va reduciendo el territorio “salvaje”, por llamarlo de alguna manera, que estas tribus necesitan. Al sentirse acorralados se hacen más agresivos, lo que los lleva a guerrear contra la sociedad occidental. Muchos van muriendo en ese vano intento de retener “su” mundo, y su población se va reduciendo. Y así de a poco se va produciendo su extinción —explicó el naturalista inglés—. Yo vi eso mismo en su país cuando Rosas combatía a los indios cerca de El Carmen.

      —Sí, eso pasa en mi país. Pero yo creo que ellos podrían incorporarse a nuestra sociedad. Quizás formando colonias agrícolas y siendo ellos los que hagan que el suelo produzca.

      Darwin miró a Moreno, su empuje y entusiasmo le hacían recordar el suyo cuando tenía su misma edad y navegaba alrededor del mundo bajo el mando del capitán Fitz Roy. Este fundó una colonia agrícola con indios Yaganas que habían recibido educación inglesa11. Fue un absoluto fracaso.

      —Vea, Señor Moreno. La mayoría de las tribus aborígenes veneran a sus antepasados, esto significa que también veneran su modo de vida. Para ellos “europeizarse” significa traicionar a sus antepasados y prefieren morir antes que eso. Ojalá me equivoque, pero me imagino que a medida que los blancos vayan colonizando el territorio los indios patagónicos irán desapareciendo hasta extinguirse.

      Moreno pensó en sus amigos Sayhueque, Utrac, Inacayal y Foyel y lamentó ser, de alguna manera, responsable del pesado destino que les esperaba. La tos de Darwin lo sacó de sus lúgubres pensamientos.

      —Señor Moreno, si le interesa le puedo escribir cartas de recomendación para que lo reciban algunos de los científicos más reconocidos de Inglaterra.

      —Eso sería estupendo. ¡Muchas gracias!

      —No todos ellos son viejos decrépitos como yo. Huxley y el mismo Wallace son bastante más jóvenes, y estarán encantados de conocerlo. Pero ahora cuénteme sobre sus viajes por la Patagonia. Cuénteme sobre el monte Fitz Roy.

      * * *

      Mientras su padre escribía las cartas de recomendación, Leonard llevó a Darwin al sendero. Los jóvenes charlaban animadamente, se estaba trabando una amistad que duraría muchos años.

      —¿Y por la mañana su padre caminaba por este sendero horas y horas?

      —Sí, se concentraba tanto en sus temas que el tiempo pasaba y hasta se perdía el almuerzo —explicaba Leonard—. Entonces mi madre ideó un sistema. Hizo que mi padre decidiera de antemano cuántas vueltas daría por el sendero y entonces tomaba esa cantidad de piedritas en la mano. Cada vez que pasaba por aquí tiraba una piedrita; cuando arrojara la última él sabía que había terminado, que era hora de volver. Pero ahora ya hace mucho que no viene.

      El sendero pasaba por una huerta en la que el naturalista hacía cruces de razas que buscaban simular el proceso evolutivo. Lo mismo en el aviario contiguo; allí estaban las palomas con las que experimentaba. Al cabo de un tiempo Leonard Darwin le preguntó a Moreno si volvería en carruaje.

      —Prefiero volver en tren, así conozco cosas nuevas.

      —En ese caso será mejor que vayamos volviendo —dijo mirando su reloj—. Lo acompañaré a la estación.

      * * *

      Cuando Moreno volvió al hotel encontró que había un mensaje para él: —From the Argentine Government —dijo impresionado el conserje.

      El joven subió a su cuarto, dejó sus cosas al lado de la cama y sin prisa abrió el sobre. Era una carta de Roca. No era muy larga. Fiel a su estilo, el nuevo presidente era conciso y preciso. “Parece que se termina mi temporada en Europa”, pensó Moreno mientras doblaba y guardaba la carta en su maletín.

      Capítulo 6. Museo Moreno

      Buenos Aires, agosto de 1881.

      —Bienvenido a la Argentina… Pero ¡oh! ¡Cómo ha perdido pelo! ¡Cuánto