De aquellos días recuerdo llegar a sentir su presencia junto a mi esterilla, como si él estuviera físicamente a mi lado; esa experiencia, por su intensidad, llegaba a distraerme. No obstante, habituado a la disciplina de la meditación, redoblaba mi concentración y enfoque para continuar con el ejercicio. Siendo fiel a mi entrenamiento, cualquier experiencia subjetiva o sensación, cualquier pensamiento diferente de la práctica en la que me enfocaba —incluso aunque a mi mente acudiese no sé qué información sorprendente—, todo, absolutamente todo lo que no tuviera que ver con seguir el protocolo marcado por el phowa, era una distracción. Ante la distracción aplicaba disciplina, reenfoque y seguía adelante con el trabajo.
Las experiencias se mantuvieron en el plano de lo subjetivo mientras yo pasaba aquellas semanas realizando phowa para mi padre. Uno de aquellos días en que me encontraba en el salón realizando mi práctica, la experiencia había sido igual a cualquiera de las anteriores. Ya había terminado y de hecho comenzaba a estirar mis piernas y a moverme, con el propósito de levantarme y seguir con el día a día. En aquel preciso momento, mi pareja abrió la puerta y, sin llegar a entrar, soltó una exclamación. Yo la miré y a continuación ella me dijo: «¡Caray, cómo huele a Paco!»9. Sí, ella sin saber lo que yo hacía, acababa de percibir objetivamente algo que yo venía notando en repetidas ocasiones: el olor particular de mi padre que impregnaba la habitación. Y es que él solía hacerse una combinación de alcohol con hierbas, por lo que desprendía siempre un olor muy personal.
Aquella práctica para mi padre —aunque no llegué a cumplir los cuarenta y nueve días prescritos— me permitió captar algunas cosas importantes.
No me cabía duda de que estaba realizando un trabajo que, tras su aparente sencillez, desplegaba una intensa experiencia. Aparte de ello, mi duelo se elaboraba de una forma fluida, muy natural e integrando los hechos con plena consciencia. Durante esos días que pasé enfocado en la memoria de mi padre, yo tenía un espacio de total intimidad y profunda serenidad para que el flujo de mis emociones pudiera manifestarse libremente, sin forzar nada, simplemente dejando el espacio necesario.
Junto a ello, al recorrer los pasos del phowa se actualizaba completamente mi relación con esa entidad. Recordé escenas vinculadas a él y a mi propia biografía compartida, de las que ya no guardaba recuerdo consciente. De pronto, se me revelaba el alto impacto que habían supuesto en nuestras vidas. Además, entraron en mi mente recuerdos, experiencias —o no sé ni cómo definirlo— que pertenecían a la historia de mi padre, a su juventud y a la infancia que yo no había compartido con él —por razones obvias— y que entonces se me presentaban con detalles y circunstancias para mí desconocidas pero que hacían que su posterior trayectoria ahora me resultase más comprensible y lógica. Eran sucesos que daban sentido a lo que había sido su existencia terrena y que me surgían como un recuerdo propio y subrayaban la relevancia que habían tenido para él.
Por último, a medida que pasaban los días y mi praxis progresaba, percibía cambios en el estado de aquella entidad, como si su esencia fuese modificándose. Hasta nuestra relación cambiaba. De alguna manera aquella persona que había sido mi padre, poco a poco se iba transformando en otra cosa, en una entidad que cobraba independencia de nuestra relación pasada y se iba convirtiendo en un ser más amplio y profundo. Entre nosotros quedaba sellado un vínculo desde el amor; la relación filial ya no tenía cabida, empezaba a no significar nada.
Esas eran las sensaciones que iba acumulando, ya fuesen producto de mi experiencia subjetiva, meras creaciones de mi mente, o que verdaderamente yo estuviese siendo testigo de la transformación que experimenta aquel que trascendía.
Lo importante es que a partir de aquella primera experiencia, la práctica del phowa se convirtió en un acto que yo empecé a ejecutar con cierta frecuencia cada vez que acontecía una muerte próxima a mi entorno, para un familiar, un amigo o un conocido por el que yo sintiese al menos un cierto afecto (o incluso para mí, como más adelante explicaré).
Así fueron las cosas hasta que llegó el momento de practicar para Palmira, mi madre.
5 Deberíamos hablar mejor de «estados modulados de la consciencia», es decir, estados en los que la consciencia está focalizada en extremo (p. ej. estados de pánico) frente a «estados expandidos de la consciencia» (p. ej. estados estáticos o de comunión).
6 Zendo es un término japonés que se puede traducir aproximadamente como «escala de meditación».
7 Retiro de varios días para la práctica intensiva de la meditación zen.
8 Sogyal Rimpoché (el término «Rimpoché» quiere decir «reencarnación reconocida») fue un lama tibetano que se trasladó a Occidente para formarse como médico. En esta obra nos propone innumerables prácticas y ejercicios de una riqueza extraordinaria. Desvela los principales significados del Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte y muchísimos otros contenidos relacionados con el tema. Es una obra central para todo aquel verdaderamente interesado en adentrarse en el tema de la muerte, la trascendencia y estos asuntos que nos ocupan.
9 Forma coloquial de Francisco, que era el nombre de mi padre.
Palmira
Desde aquella experiencia con mi padre, se sucedieron más oportunidades de practicar phowa. Aquello, sin yo ser muy consciente, hizo que mi técnica de algún modo se fuera perfeccionando. Mientras, seguía avanzando e iniciándome en métodos de meditación más potentes, por lo que el enfoque de mi mente en condiciones normales no era un problema, y si se producían experiencias subjetivas, yo no me dejaba influir por ellas ni me distraía de mi propósito.
La vida de Palmira fue azarosa. Sus padres, debido a la Guerra Civil y a la Segunda Guerra Mundial, salieron del país en dirección a Francia en primer lugar, para luego viajar a Argentina; de ahí que ella acabase naciendo en Buenos Aires. Allí pasó la infancia casi hasta la adolescencia, regresando finalmente al país de origen de sus padres cuando las cosas ya parecían más asentadas. Aquí conoció al que luego sería mi padre y formaron una familia, que tras vivir algunos años en el Norte de África, regresaría para terminar asentándose en una bonita ciudad costera al Noroeste de la península.
Ella dedicó su vida básicamente al cuidado de la casa, de los hijos y de su madre, que pasaría toda su vida con nosotros. Disfrutó de buena salud hasta la última etapa de su vida, en la que terminaría inválida y perdiendo facultades esenciales como el habla. Aquel final resultó muy duro para todos, en especial cuando llegó el momento de tomar la dolorosa decisión de ingresarla en una residencia.
Recuerdo con particular tristeza los viajes y las visitas a la residencia para acompañarla y sacarla de allí, dando largos paseos. Las conversaciones sin respuesta en las que siempre tenía la sensación de que, bajo aquel deteriorado e inerte cuerpo, permanecía una mente lúcida aunque completamente resignada a su forzoso aislamiento.
Los últimos días fueron una espera agónica hasta que mis hermanos me llamaron para darme la noticia de su fallecimiento (el jueves 4 de septiembre de 2008).
Al día siguiente viajamos hasta allí y a nuestra llegada sus restos ya se encontraban en el tanatorio siempre hemos preferido la cremación, aunque nunca he tenido claro que el tiempo que transcurre entre esta (y el óbito sea el adecuado). Así se procedió aquel sábado, unas cuarenta horas después del fallecimiento.
Aquellas