También puede suceder que te sientas en la necesidad de ser una parte activa en el acompañamiento del que se encuentra en trance de morir. Incluso que te plantees si hay algo que se puede hacer más allá del momento del óbito. Todo ello es posible y tu intervención podría tener una influencia de alcance inimaginable para ambos.
Incluso puede que seas alguien que piensa firmemente que las cosas no terminan al final de esta existencia. Que hay mucho más y que no hay motivo para dar por finalizada una relación de amistad o un profundo sentimiento de amor solo porque una de las partes haya abandonado este plano.
Aquí encontrarás respuestas y el acceso a una práctica ancestral de meditación creada específicamente para estos fines llamada phowa1.
Si en tu caso no te identificas con ninguna de las anteriores situaciones porque lo tuyo es simple curiosidad, entonces pasa como invitado y, como tal, te ruego que lo hagas con respeto.
1 El término phowa deriva de una práctica ancestral de budismo tibetano que es descrita en el Libro Tibetano de la Vida y de la Muerte llamado Bardo Thodol. Textualmente el término phowa quiere decir «transferencia de la consciencia».
Viviendo fuera de la coherencia
«La mayoría de nosotros tenemos
tan poco respeto por la vida,
que alcanzamos el punto de la muerte
sin haber vivido en absoluto».
Henry David Thoreau
Cuántas veces no habrás hecho afirmaciones que luego no has cumplido. ¡Son tantas las personas que dicen una cosa y luego hacen la contraria!
Esto lo comprobamos cada vez que intentamos abandonar un hábito por considerarlo nocivo o poco saludable. Es como cuando quieres imponerte el sano propósito de perder un poco de peso. Cuando quieres darte cuenta ya estás comiendo de nuevo en exceso, llenándote más allá de tu sensación de apetito o saciedad, volviendo a comer aquello que te sienta pésimamente pero que tiene ese sabor que te resulta tan apetitoso... O lo mismo que pasa cuando quieres dejar de fumar y al momento ya estás otra vez con el cigarrillo encendido en la boca, porque «este será el último».
En todas esas circunstancias estás comportándote fuera de la coherencia. Es como si en tu interior convivieran dos personalidades contrapuestas, lo que se convertirá en una fuente constante de irritación y ruido interior que alimentará tu sufrimiento.
A todo ello hay que añadir que, pese a encontrarse dentro de ti la causa del malestar, tu mente la buscará siempre fuera. Sin embargo, por mucho que busquemos esos culpables, no podremos encontrarlos porque en verdad estaremos responsabilizando a personas o circunstancias que no guardan relación directa con el malestar que experimentamos.
Son muy pocas las personas que hacen lo que dicen que harán, es decir, que cumplen sus propósitos. La mayoría vive en la fantasía de lo que le gustaría hacer o ser frente a lo que realmente es y hace. Esta distorsión entre una y otra cosa es vivir fuera de la coherencia.
Si ese estado se reduce a pequeñas cosas, como esos hábitos un poco descontrolados, pequeñas adicciones, promesas de poco valor y, en fin, a la ruptura de pequeños compromisos, entonces, con más o menos incomodidad se puede vivir y hasta convivir manteniéndose fuera de la coherencia.
Otra cuestión es que en ese estado de confusión la persona llegue a creerse sus propias mentiras y a justificar sistemáticamente con mil razones falsas el por qué finalmente tomó aquella decisión o hizo eso que la ha mantenido siempre dentro de un guión de vida que no le trae felicidad ni plenitud. Lo fácil, como decíamos, es culpar a otro o a las circunstancias. Lo difícil, lo realmente difícil, es asumir la propia responsabilidad en todo y tener el valor para ejercer el cambio, primero dentro de uno mismo, para luego extenderlo a las circunstancias que nos rodean.
Ocurre que cuando se expresan esos estados, digamos de desorden interior, se invita a que otros también salgan de su estado de orden o coherencia. Por ejemplo, imaginemos una situación dentro del entorno laboral, en la que el jefe le dice al subordinado: «¡Resuélvelo!, me da igual cómo lo hagas2». ¡Menuda frase! De un lado te da una orden y a la vez te dice que le da igual lo que hagas. Te está dando dos mandatos contradictorios... Alguien que actúa de este modo demuestra encontrarse completamente fuera de su centro, dominado por estados y deseos que directamente entran en conflicto entre sí. El grave inconveniente de ello es que ese conflicto interior le desborda y lo lanza hacia el exterior alcanzando, en nuestro ejemplo, a un pobre subordinado que tiene la misión imposible de cumplir tal orden, pues haga lo que haga nada será lo adecuado: de no intentar algo, estará desobedeciendo, y si obedece aportando alguna clase de solución, ya sabe que la misma no será valorada en absoluto... Tal y como intuyes, así podemos mantenernos dentro de un bucle infinito de incoherencia. Salir de esas interacciones tan insanas, por lo general requiere de gran claridad interior y de gran valor y energía psíquica y emocional.
La Humanidad en su conjunto también hace gala de una fuerte ausencia de coherencia cuando, por ejemplo, actúa destruyendo el mismo ecosistema que la soporta. ¡Eso sí que es permanecer fuera de la coherencia!
Sí, la Humanidad vive, o mejor dicho, malvive, en un estado que parece alejarse cada día un poco más de la coherencia. Nos encontramos recorriendo un camino que nos va distanciando más y más de la felicidad, por mucho que el sistema se empeñe en construir falsos mensajes sobre el modelo de vida que deben vivir sus individuos para ser más exitosos y felices.
Volviendo al tema que nos ocupa: pongámonos en cualquiera de los siguientes extremos. Imaginemos que una persona afirma no creer en nada más allá de la presente vida. Entonces el paso por la existencia sería una oportunidad verdaderamente extraordinaria, algo increíblemente excepcional. Lo cierto es que visto así, cada día debería ser una pura celebración similar a la explosión de vitalidad de los niños pequeños el día de Reyes o sabedores de que ese día va a tener lugar un acontecimiento que les ilusiona verdaderamente. Así debería ser la vida en caso de permanecer en un verdadero estado de coherencia.
Por el contrario, vayámonos al otro extremo, al de una persona que cree firmemente que la muerte no es el final de la existencia. La eternidad es suya; se acabaron las prisas, el correr, el deseo tanto de salir rápidamente de situaciones indeseables como el de que lleguen éxitos maravillosos. Porque nada es permanente, está en un continuo devenir en el que solo el ser permanece. Todo pasaría a ser relativizado ante la magnitud de un pensamiento tan sólido como «la eternidad me pertenece», «yo soy eterno».
Podemos cruzarnos con personas que defienden con mayor o menor vehemencia cualquiera de esos extremos. Lo que no es tan fácil es que alguno de ellos refleje tales convicciones con una vida enteramente consecuente con esas ideas.
Peor aún, la mayoría de las personas ni se plantea el hecho de encontrarse en tránsito por esta existencia, venga lo que venga antes o después. Viven en un estado como de ensoñación bobalicona, dejándose llevar por las tendencias que marca la sociedad sin cuestionarse verdaderamente las cosas. En tal estado ni tan siquiera reflexionan acerca de la consistencia o inconsistencia de sus vidas.
Todo perfecto. Todo irá funcionando hasta que llegue ese día, ese suceso inesperado y siempre inoportuno, en el que la vida, esa cosa ordenada y predecible, ese existir monótono y sin sobresaltos, se