Un suceso inesperado
Supongamos que en este momento te dijeran que solamente te quedan unas pocas semanas de vida, que llegado un determinado día te acostarás y no volverás a despertarte porque es tu hora. Trata de imaginarlo con verdadero realismo. A continuación, piensa en todo lo que te gustaría hacer antes de partir y también en lo que no harías más durante esas semanas. Piensa a quién te gustaría ver y por qué, qué es lo que le dirías a esa o aquella persona.
La diferencia a partir de ese momento sería que decidirías realizar todas esas pequeñas acciones, esos pequeños cambios que traerían el suficiente (y digo suficiente) orden a tu vida, para que pudieras partir con un grado aceptable (y digo aceptable) de satisfacción y plenitud.
Seguramente no serían grandes cambios; hasta es posible que fueran un puñado de cosas que siempre has pospuesto pues les prestabas una atención relativa y que, de pronto, ante un fin próximo, cobrarían una relevancia sobresaliente.
Hay algo muy paradójico en todo esto porque esas pequeñas acciones seguramente serían el detonante de grandes cambios que te gustaría introducir en tu vida. Sin embargo, fuera de la coherencia, o no las pondrías en marcha, o ni siquiera pensarías en ello. De otro modo, si concertases esos encuentros con esas personas, dijeses aquello que necesitas decir y realizases esas cuatro acciones o experiencias que te gustaría haber tenido, probablemente los cambios que experimentarías serían profundos. No importa tanto el tamaño de la semilla como el hecho de sembrarla y dejar que la naturaleza haga el resto. Aún estás a tiempo, el momento es ahora.
¿Sabes qué es lo peor de todo? Que esta hipótesis podría ser real ahora mismo porque nadie tiene la certeza de no encontrarse dentro de ese limitado plazo.
En realidad, ninguno de nosotros puede afirmar que continuará mañana aquí, la semana próxima, el mes que viene o un año más. Desconocemos cuándo llegará nuestro momento de dejarlo todo, dónde se producirá y cuáles serán las circunstancias que nos rodearán entonces.
Siempre recordaré lo que me sucedió en el verano del año 98. Mi mujer, tras varios intentos, había conseguido aprobar unas duras oposiciones, lo cual para nosotros era sin lugar a dudas motivo de gran celebración. De otra parte, a mi padre hacía muy pocos meses que le habían diagnosticado un cáncer, ya en un estadio muy avanzado. Entonces vivíamos muy lejos de mi familia y queríamos pasar una parte de nuestras vacaciones con ellos para acompañarlos y compartir sus circunstancias. Todo tenía un poso tan dulce como amargo.
Llegamos a casa de mis padres y enseguida pudimos comprobar el estado de depresión en que se encontraba mi padre. Le estaba costando mucho asimilar la nueva situación física hacia la que progresaba. Además, el diagnóstico había sido dado sin ninguna clase de contemplaciones. En apenas unas pocas horas de estar juntos, él había repetido en varias ocasiones que le quedaban pocos meses de vida.
Aquel sábado primero de agosto, nos pidió que lo acompañásemos al centro de la ciudad para realizar algunas gestiones, para lo cual nos ofrecimos gustosos. Había que dejar un ordenador a reparar en una tienda muy céntrica. Detuve el coche enfrente y crucé. Al salir de la tienda, vi a mi mujer y a mi padre que me esperaban dentro del coche. Estaba de pie, parado frente a ellos, esperando para cruzar y marcharnos. En aquel momento sentí un aire ligeramente cálido y extraño que me alcanzaba por la izquierda. En un gesto instintivo giré la vista hacia ese lado y solo pude distinguir una masa roja que se me echaba encima. A continuación, oí una fuerte explosión y noté que mi cuerpo adoptaba en el aire una posición imposible mientras salía despedido a bastante distancia. Un autobús que pasaba rozando la acera me había alcanzado atropellándome de forma inesperada.
Horas después, ya en el hospital, mi padre llorando se acercaba y me decía: «Hijo creía que habías muerto. Creía que habías muerto». Unos días más tarde, conversábamos y yo le subrayaba que ninguno sabíamos verdaderamente cuándo íbamos a morir, ni si las circunstancias podrían ser predecibles de alguna forma. Al menos durante unas pocas semanas su preocupación sobre sí mismo se disipó completamente, quedando en un segundo plano a causa de mi accidente.
Si cada mañana al levantarnos evaluásemos rápidamente el curso de nuestra existencia para verificar si vivimos al día, si realmente el guión de nuestra vida es verdaderamente el que nos gustaría estar viviendo, esa brevísima reflexión sería suficiente para guiarnos por el camino directo hacia la felicidad.
Experimentar las cosas por uno mismo es imprescindible
Uno más de los muchos problemas de la sociedad que estamos construyendo es que la gente está dejando de vivir por sí misma las experiencias.
La revolución tecnológica permite que las personas tengan acceso a gran número de imágenes grabadas en primera persona de gente que salta en paracaídas, surfea una gran ola, desciende en bicicleta de montaña por una ladera, bucea en algún precioso fondo marino, se asoma a la caldera de un volcán activo, sobrevive en condiciones extremas… y todo ello apoltronados en el sofá de sus casas fantaseando y creyendo (una vez más, viviendo fuera de la coherencia) que ya se pueden considerar ellos mismos una autoridad sobre eso que han visto.
Muchas personas viven sus vidas vicariamente, es decir, el acceso a imágenes ultra-realistas les permite acercarse mucho a una situación, creando en ellos la fantasía de que son quienes hacen las cosas que otros llevan a cabo. Desgraciadamente, entre la realidad y el sofá de casa hay un abismo. Es el problema de la realidad virtual, muy útil para determinados fines, pero muy nociva si los individuos sustituyen la vida real por la fantasía de vivirla. La experiencia se pierde y con ella el verdadero aprendizaje.
No queda más remedio que experimentar las cosas en primera persona para poder hablar con propiedad de ellas. Una cosa es opinar desde el punto de vista de un mero observador y otra muy distinta hacerlo desde la experiencia.
Cuanto más rica e intensa es la vida que tiene una persona, cuando se enfrenta al final de sus días con la mochila cargada de experiencias más fácil le resultará despedirse. ¡Qué gran paradoja que cuanto más vivo haya estado más fácil le resulte morir! Decía Confucio que «si aprendes a vivir, sabrás morir bien».
Siempre me ha impresionado mucho, al estar cerca de un moribundo, comprobar que aquello que produce un mayor arrepentimiento en las personas es, sobre todo, lo que no llegaron a hacer.
Así pues, se vuelve trascendental que la persona experimente en primera persona todo cuanto pueda, siempre dentro de sus posibilidades. No hace falta ir a los extremos; siempre hay una forma aceptable de aproximarse a las cosas en la medida de la economía de cada uno, sus circunstancias físicas y, en general, de las limitaciones a las que cada cual esté sometido.
Prepararse adecuadamente para enfrentarse a la muerte exige de la persona haber desplegado una vida rica, intensa y plena, colmada de experiencias de todo tipo.
Yendo todavía más allá, esa actitud valiente y exploradora debe alcanzar cotas aún más elevadas. Si te das cuenta, vivimos constantemente sumergidos dentro del paradigma de la escasez: la gente