Cocaína. Aleksandr Skorobogatov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Aleksandr Skorobogatov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412097863
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te ha olvidado la novela?

      Separé los brazos para no entrar demasiado en los detalles aburridos del oficio de escribir: como norma, una palabra se escribe de izquierda a derecha, es decir, al principio la primera letra, después la segunda, la tercera… y así sucesivamente. Lo mismo en cuanto a las páginas: la primera línea, la segunda, la tercera… Cuesta imaginarse a algún excéntrico que empiece por, un suponer, la décima, después emborrone la novena, luego la octava, la séptima… Pero, resumiendo, está claro qué da a entender el autor: no se ha olvidado de la novela, pero esa escena aún no está terminada.

      —¿Y qué es lo que te molesta?

      —Pues, por ejemplo, me resulta desagradable que su antigua novia está casada. Y él también lo está. Es inmoral.

      —Puede que tengas razón.

      —Y él tiene un hijo. Por cierto que no me quedó claro: ¿es niño o niña?

      —Niña —respondí más triste que alegre—. Está embarazada.

      La mujer joven meneó la cabeza compasiva.

      —En segundo… y ya está embarazada.

      —Sí —confirmó el autor.

      —¿Cuántos años tiene?

      El autor se quedó pensando; no se había parado a contar.

      —Unos siete u ocho —dijo inseguro.

      —Sí —confirmó ella—. Ahora empiezan el colegio a los seis. Al principio está el preparatorio, luego el primero, segundo… Un momento.

      Me cogió de la mano.

      —Pero si tu protagonista tiene una hija y la hija tiene siete u ocho años, ¿para qué se fue a la tienda a comprar al hijo leche de fórmula?

      Aturdido, me derrumbé en la hierba.

      —¿Te das cuenta? —continuó ella en tono vivo—. Si tiene siete u ocho años, ¡no necesita leche de fórmula! Ha crecido. Esa leche es para dar de comer a los niños de pecho.

      Tenía razón. ¡Dios, qué razón tenía! ¡Tenía mil veces razón! ¡Dos mil veces! ¡Y puede que incluso más! ¿Cómo podía haber tenido ese lapsus? ¡Leche de fórmula! ¡Si hasta suena ridículo! ¡Qué vergüenza!

      —A ver, escucha —me sacudió esa mujer bondadosa—. Lo tengo todo pensado. Que sea la mujer la que esté embarazada. Que esté a punto de dar a luz. Va a parir ya mismo, al cabo de una semana. Y él, como marido atento y futuro padre diligente, decide comprar antes de tiempo la leche de fórmula y ayuda así a su mujer, a la que ya le cuesta ir de compras.

      En la hierba, hice un gesto débil con la mano.

      —No desesperes, ¡todavía se puede corregir! Mira, puede tener una amante, ¡será incluso mejor!

      —¿Tú crees? —Levanté la cabeza de la hierba.

      —¡Claro que sí! —Se había puesto rojísima—. Tiene dos hijos. La niña con su mujer y un niño pequeñito con la amante.

      Mi cabeza cayó en la hierba.

      —Qué horror.

      —Nada de horror. Así salvarás la novela, de lo contrario tendrás que suprimir toda la historia con la leche de fórmula.

      —La suprimiré.

      —No lo hagas, por favor te lo pido.

      —La suprimiré.

      —Te lo suplico, no la suprimas.

      —La suprimiré.

      —Por favor.

      —Lo haré.

      —No es necesario.

      —En cuanto llegue a casa, lo haré.

      Se quedó callada.

      Esperaba sus palabras, pero el tiempo pasaba y ella guardaba silencio.

      Levanté la cabeza de la hierba y esto es lo que vi: con la cabeza apoyada en las rodillas, con los brazos rodeando las rodillas…

      Sí. Estaba llorando. Al momento me quedó claro. Puede que por los hombros que se agitaban… No, no sé por qué. De todas formas, no tenía tiempo para pararme a comprender escrupulosamente mis sensaciones.

      Le dije:

      —No llores, por favor. No pretendía molestarte. Eres una persona maravillosa. Hoy he vuelto a convencerme de eso. He estado furioso contigo durante mucho tiempo, pero ahora veo que no tenía razón. Perdóname.

      Ella se estiró y, sin girarse, empezó a limpiarse las lágrimas con las manos; todavía recordaba ese movimiento.

      —Y ahora dime por qué me dejaste.

      Miraba a la tierra, preparado para escuchar.

      —Tenía muchas ganas de ayudarte —empezó ella, todavía entre sollozos—. ¡De repente me has dado tanta pena! Has escrito, has sufrido, lo mismo te has quedado varias noches sin dormir. Tu novela me ha gustado mucho. Has escrito una novela buenísima. —Se me quedó mirando a los ojos—. Has escrito una novela genial —añadió susurrando.

      —¿De verdad? —también susurrando pregunté yo.

      —Ge-ni-al.

      —Qué razón tienes —susurré—. ¡Dios mío, qué razón tienes! ¡Si tú supieras cuánta razón tienes!

      —Eres un genio.

      —¿Cómo lo sabes?

      Y es que ese era mi secreto.

      —¡Y lo que me pude reír con ese idiota-lector y su absurdo relato sobre unos erizos!

      —Sobre unas liebres —la corregí—. Yo también me reí. Pero primero me tiré tres meses en un hospital.

      —¿Tanto te pegó?

      —No lo sabes bien. No dejó ni un sitio sin golpes. Hasta me arañó en la mejilla.

      Se lo mostré.

      —Deja, te daré un beso —dijo ella.

      Se lo permití.

      —¿Ahora duele menos?

      —Muchísimo menos.

      —¿Y no te duele en ningún otro sitio?

      Como me había enterado por ella del final de la escena, me costaba darle una respuesta.

      —Aquí.

      —¿Dónde más?

      —Aquí.

      —¿En algún otro sitio?

      —Sobre todo aquí.

      En efecto, ahí era donde más me dolía.

      —¿Querías preguntarme algo? —dijo de repente.

      —¿Preguntarte?... Sí. Quería preguntarte dónde ocurrió lo del final de la escena. ¿Aquí mismo?, ¿en la orilla?

      —¿A qué te refieres?

      —A lo que llaman sexo.

      —Creo que no, que se marcharon a algún sitio. Más dentro del bosque, para que nadie los viera.

      —¿De verdad?

      Me puse de pie.

      —¿Y si vamos?

      —¿A dónde? —preguntó ella, levantándose.

      —Pues a ningún sitio en concreto, al bosque —respondí y agité la mano en el aire en un gesto vago—. Más adentro.

      Me tomó del brazo y echamos a andar.

      —Quería decirte que, entonces —empezó a hablar sin mirarme—,