Cocaína. Aleksandr Skorobogatov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Aleksandr Skorobogatov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412097863
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miedo

      —Como te acerques, como hagas un movimiento…

      —Pero estese quieto. —Y di un paso.

      Mi mujer soltó un chillido detrás de mí.

      —¡No te muevas! ¡Dispararé sin avisar! ¡Ni un paso más! ¡Quieto! —gritaba el teniente mientras retrocedía.

      A ver, que yo le había avisado, pero fue y tropezó con las maletas y se derrumbó de espaldas, gritando. Sonaron unos disparos, el cuarto se llenó de humo de pólvora (algo terriblemente acre), mi mujer sollozaba… Una escena espantosa.

      Estuvo bien que no me diera. Porque podía haberlo hecho.

      Por la ventana, los vi marchar. Metieron las maletas en el maletero y en los asientos de atrás y se subieron al coche. Arrancaron el motor, y el coche se puso en marcha. Iba a decirles adiós con la mano, pero me lo pensé mejor.

      ¿Adónde se van, por cierto?

      El autor se encoge de hombros.

      Puede que a la India. La India es un país estupendo y seguro que tiene sitio suficiente para ellos. Se comprarán un elefante y se irán de viaje por la jungla.

      O a China. China también es un país maravilloso, uno se lo puede pasar muy bien allí. Hay plátanos y los guacamayos saltan de rama en rama.

      Puede que también les dé por África, donde hace mucho calor y brilla el sol.

      Mientras no se vayan al Polo Norte, hace frío, siempre es de noche, sopla mucho el viento, por las noches los osos blancos meten esas cabezas terribles suyas por la ventana y las focas heridas lanzan unos gritos salvajes.

      Y las zanahorias son carísimas.

      19

      El editor me dio tres besos. Primero en la mejilla derecha, después en la izquierda y, después de esto, otra vez en la derecha. Se rio un buen rato, mientras me sacudía la mano, y me miraba feliz, como si no pudiera dejar de mirarme.

      —La he leído, la he leído —me decía con cariño—. Sí, he leído tu genial novela.

      —¿Te ha gustado? —pregunté, petrificado.

      —¡Y tanto! Me ha alegrado. ¡Es formidable!

      —¿De verdad?

      —¡Pues claro! Pero ¿qué hacemos aquí parados? Vamos a mi despacho.

      Estrechando y acariciándome cariñoso la mano, me condujo escaleras arriba, a su despacho.

      —Por culpa de la novela no tengo más que disgustos —dije mientras me sentaba en un sillón—. Mi mujer se ha ido.

      —Sí —asintió apenado el editor—. Lo he leído.

      —Los peatones se apartan de mí en la calle. Tienen miedo, me llaman asesino. La Policía ha venido dos veces, han hecho un registro… Me han interrogado. Han confiscado el martillo.

      El editor meneaba la cabeza y suspiraba para expresar sus simpatías.

      —¿Y el clavo?

      —También me han quitado el clavo.

      —Qué cosas…

      El editor suspiraba afligido.

      Mientras el editor suspira y hace preguntas compasivas, al autor le gustaría hacer una pequeña digresión.

      A ver si esto no es extraño: la cantidad de relatos, novelas cortas y largas que se han escrito sobre marineros, deshollinadores, paracaidistas, prostitutas, vampiros, biólogos, pedófilos, la cantidad de películas sorprendentes que se han creado y la de cuadros coloridos que se han pintado sobre la vida de médicos, presidentes, masoquistas, profesores de todo tipo, catedráticos y necrófilos, y únicamente sobre editores no leerá ni un solo relato, no verá ni una sola película, no encontrará ni un solo cuadro.

      Al autor esta situación le resulta profundamente injusta y ofensiva.

      Ante todo, un editor es una persona inteligente. Además, si un pedófilo, por poner un ejemplo, viola a niños, el editor no viola a niños. Si un vampiro clava sus dientes largos en la piel de la garganta de su víctima y bebe sangre, el editor no clava sus dientes largos en la piel de la garganta de su víctima. Si a un masoquista le gusta que le aplasten los huevos con el pie, el editor no soporta que le pisen los huevos con un pie.

      En resumen, que a todos nos ha quedado claro que un editor es una persona maravillosa.

      Y ya hablando completamente en serio, el autor tiene una idea: escribir una novela excelente sobre la vida de los editores. El autor hasta tiene pensada la trama: un joven (editor, como ya habrán podido adivinar) conoce a una muchacha de belleza colosal. Pero entonces, inesperadamente, a la chica la raptan unos malvados bigotudos. El editor deja todo y se lanza a perseguirlos. Esconden a la chica en una villa, pero el editor se disfraza de bigotudo y, después de matarlos a todos con técnicas de kárate, salva a la chica. Después navegan en un yate, sonríen y miran alegres a la lejanía. Mientras, en el puerto, corre a su encuentro por las pasarelas inestables de madera la mujer del editor, llorosa y feliz, con tres niños en una bolsa de celofán bajo el brazo.

      Y esta era la maravillosa trama que había urdido en los momentos libres.

      20

      —¿Cambiar? —repetí después del editor, sin llegar a comprender de qué estábamos hablando—. ¿Qué hay que cambiar?

      —La novelita.

      ¡Ostras!

      —¿Para qué? —seguía sin lograr meterme en la conversación—. Pero si no hace ni cinco minutos decías que la novela era genial y espléndida.

      —¡Pues claro! —exclamó el editor y hasta se golpeó la rodilla—. ¡La novela es fantástica!

      El editor hizo el consabido gesto: juntó los cinco dedos, se los llevó a la boca y los besó.

      —La novela es fabulosa.

      —Entonces, ¿para qué cambiarla?

      —Pues para que sea mejor todavía.

      —¿Es que puede ser todavía mejor? —intenté hacer una broma.

      —Sí —respondió el editor convencido.

      Abrió una carpeta con papeles que tenía encima de la mesa.

      —Ante todo, es imprescindible que sequemos la novela. Es decir, que hay que acortarla. Es decir, aumentar el ritmo, comprimirla.

      El editor apretó el puño y me lo enseñó.

      —Tomemos el encuentro de tu protagonista con su antigua amada. Antes no hay en la novela una sola palabra de su existencia. Creo que se puede eliminar esa escena sin causar ningún daño a la historia.

      —Pero, entonces, el episodio con su mujer…

      —Ese también.

      El editor cortó el aire con la mano.

      —¿Recortar?

      —Naturalmente. Todo eso lo único que hace es recargar y embrollar el argumento. ¿Y qué es todo ese cambalache con los hijos de tu protagonista? Tan pronto es un niño como una niña…

      —Me gustaría…

      —Fuera. —Hizo un gesto con la mano—. No es esencial.

      —Pero, entonces, ¿por qué salió el protagonista a la calle esa tarde?

      —Eso también fuera. Que no salga esa tarde. ¿Por qué es obligatorio que vaya a alguna parte? Imagina, el hombre regresa de trabajar. Ha comido bien, se tumba en el sofá, enciende la tele. En casa se está bien, no hace frío. ¿Para qué va a salir a la calle? No lo entiendo.

      —Pero si el protagonista no sale a la calle, no irá al restaurante y no verá a la encargada del