Cocaína. Aleksandr Skorobogatov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Aleksandr Skorobogatov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412097863
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todo —dijo mi mujer con tal voz que debo confesar que, por un momento, los ojos se me llenaron de lágrimas.

      «¡Así es como se manifiesta la maternidad!», me vino a la cabeza.

      Pero mi hija suspiraba, daba caladas repetidas y profundas, guardaba silencio.

      —Vamos, hija, de verdad —dijo mi mujer y le tocó el hombro—. Cuéntanos… Te sentirás mejor.

      —Déjame, mamá…

      —No, vamos, cuéntanos, hija —dijo otra vez mi mujer—. De todas formas, tu padre y yo acabaremos enterándonos. Y será peor.

      Y, dándose la vuelta, me ordenó con un gesto que me quitara el cinturón.

      Ya me había soltado la hebilla cuando mi hija tiró el cigarrillo al suelo, lo aplastó con la bota y, de pronto, ¡se arrojó al cuello de su madre!

      ¡Y entonces mi mujer y yo sí que nos quedamos de piedra!

      —¿Él? —gritó mi mujer—. Vamos, habla, ¿él?

      —¡Sí! —gritó mi hija—. ¡Él, mamá, él!

      —¿Te ha follado?

      —¡Se lanzó sobre mí como un torbellino!

      Mi hija lloraba amargamente y se limpiaba las lágrimas con las manos, embadurnándose las mejillas de mocos color esmeralda.

      —¡Me prometió que nos casaríamos!

      —¿Y tú te lo creíste? —preguntó mi mujer.

      —Mamá, ¿y qué más podía hacer? Lo quiero…

      Yo seguía quitándome el cinturón, pero intentaba hacerlo sin ruido.

      —¿Estás…? —mi mujer no terminó la frase y señaló expresiva la tripa de mi hija.

      —Sí, mamá. —Y se puso colorada.

      —¿Cuándo? —respiró mi mujer.

      —Siéntate —dijo mi hija y empezó a moverla hacia un sillón—. Siéntate o te caerás.

      —No, quita, que no voy a caerme —dijo mi mujer—. Para.

      —Que no mamá, que te sientes o te caerás —decía mi hija—. Siéntate, en serio, siéntate. Será mejor.

      Miré el reloj: el asunto se estaba alargando.

      —Mujer —intervine—, en serio, es mejor que te sientes. A ver si de verdad te vas a caer de repente.

      —¿En serio?

      —Pues claro, mamá. —Y, con cariño, mi hija pasó la mano por el pelo canoso de su madre.

      —Siéntate, mujer —dije yo—. De pie no haces nada.

      —Quizá sea mejor que me quede de pie. —Me lanzó una mirada tímida.

      —¡Te están diciendo que te sientes! —Mi hija empezó a presionarla por los hombros.

      —No, queridos, creo que, aun así, me quedaré de pie.

      —Será cabezota —dije yo sorprendido—. Que te sientes ya. Anda que no nos haces perder el tiempo.

      —Pero ¿por qué queréis que me siente? —nos preguntó—. Parece que estuvierais compinchados.

      —Papá y yo no nos hemos compinchado —dijo mi hija—, ¿a que no, papá?

      —Nada de nada.

      En efecto, no nos habíamos compinchado.

      —Siéntate ya —dije.

      —¡Venga! —mi hija subió el tono de voz—. ¿No has oído lo que te ha dicho mi padre?

      —Pues ahora sí que no me siento.

      Esta fue la respuesta de mi mujer.

      —Bueno —dije—, así que esas tenemos…

      —Ajá —dijo mi hija—. Vaya, vaya.

      —No me siento.

      —¿Por qué? —Mi hija empezaba a perder los nervios y miraba a su madre a los ojos—. Piensa un poco en lo absurdo de tu resistencia. ¿Qué te estamos proponiendo, que te tires por el balcón? ¿Que te arrojes a las vías del tren o que te tires al vecino? ¡Respóndeme, egoísta!

      Por cierto, que lo del vecino no venía a cuento.

      —No voy a sentarme. —Meneaba la cabeza mi mujer con cabezonería—. Ni tampoco a responder.

      —Eres una persona muy rara —dije conteniendo el temblor en la voz—. Te lo estamos diciendo con palabras: ¡siéntate! ¡Que te sientes te digo! ¡Rápido, vamos! ¡En ese sillón!

      —¿En cuál? —preguntó mi mujer.

      —En este. —Señaló mi hija con el dedo.

      —No está bien señalar —indicó mi mujer.

      —¡Ja, ja, ja! —dijo la otra—. Ya ves, qué educaditos somos.

      —Siéntate de una vez, idiota —dije, mientras hacía crujir los huesos de los puños—. Nadie te va a hacer nada malo.

      —El año pasado me prometiste eso mismo —dijo mi mujer a saber por qué.

      —Me sorprendes —meneé la cabeza.

      —Y a mí —meneó la cabeza también mi hija.

      Mi paciencia se había agotado.

      —Si no te sientas ya, zorra, te… —Me puse de puntillas para que mi cara estuviera al mismo nivel que la de mi mujer, y empecé a gritar—: ¡No sé lo que te hago! ¡Te abro la cabeza! ¡Te arranco las orejas!

      13

      Mi mujer, como abatida, se dejó caer en el sillón.

      —Mamá. —Mi hija sonrió cariñosa mientras se llevaba los brazos a la tripa—. Debe pasar dentro de un mes…

      «Ahí lo tienes», pensé.

      Mis vacaciones son dentro de un mes y tenía intención de descansar como es debido, distraerme un poco, quitarme de encima el cansancio y las tensiones. ¡Y va mi hija y se le ocurre ponerse a parir!

      Colorada, mi hija sacó un papelito del bolsillo del vestido.

      —¿Qué tienes, cariño? —preguntó su madre.

      —Es él —susurró ella y le tendió la fotografía—. Mi pequeño.

      —¿Yo también puedo? —pregunté—. ¿Puedo mirar?

      Algo en esa captura fotográfica hizo que me pusiera en guardia enseguida. Mientras contemplaba a su primogénito, hacía penosos intentos por comprender mis sensaciones. Gorra de uniforme, una chaqueta clásica a juego. ¿Dónde había visto todo esto? ¿Un policía? La suposición me atravesó. ¿El héroe que había salvado las ratas en la avenida? No, no era él.

      Un cuello no muy limpio de una camisa rodeaba el cuello flacucho con pliegues secos, parecido al pie de una seta desecada; la cara amarillenta estaba mal afeitada, como si estuviera cubierto de gusanos diminutos, la mirada de los ojos pequeños y oscuros era hostil y soberbia; en la cabeza sobresalía un clavo negro, como la antena de un extraterrestre… El fiscal estaba detrás de una pequeña valla de madera y sujetaba un gorro que se parecía al mío como dos gotas de agua.

      Qué se podía decir.

      Era un desconocido.

      Corona

      El lector ya, claro está, todo

      hace tiempo que lo adivinó, mientras

      que el autor todavía

      no.

      Para el lector,