Cocaína. Aleksandr Skorobogatov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Aleksandr Skorobogatov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412097863
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      —Gilipollas.

      Eso sí que era un ser obstinado. Por no decir algo tonto. O algo estúpido. O idiota. Ahí tenemos un síndrome de Down muy profundo.

      —¿Por qué hablas así de ella? —preguntó el autor.

      —No estoy hablando de ella, sino de ti.

      Y entonces al autor le pareció que entendía qué estaba pasando.

      —Tienes celos —dijo aliviado.

      —¿Yo? —soltó una carcajada—. ¿Que yo tengo celos? ¿Y para qué necesito yo a un mierda gilipollas como tú? Me la suda, puedes follarte a quien quieras.

      —Por favor te lo pido, no uses esas palabras, sobre todo porque, de todas formas, no voy a poder utilizarlas en mi apasionante novela autobiográfica… Si de verdad te la suda, tal como has te expresado, ¿por qué te cabreas conmigo? Además (y estoy realmente sorprendido de que no lo comprendas), nada de eso sucedió en realidad. ¿Cómo explicártelo…? Me lo he inventado todo. Y esa tarde del periódico, y enero, la tormenta de nieve y la lluvia, los charcos en la calle, el café donde sirven rollitos de carne de antes de ayer y cócteles agrios, y a las camareras depravadas y al guardarropa arrogante que me faltó al respeto, y al discapacitado sordomudo, también los montones de nieve y los cangrejos, y a Kurt y a Sara, y el clavo y el martillo, y el asesinato, y a esa muchacha de la que tienes celos y no comprendo por qué, y también a ti, mi querid…

      Otra bofetada, esta ya a cuenta. Y la risa absurda, idiota.

      —Después de esto no puedo y no quiero verte más. No quiero respirar el mismo aire que tú. No quiero dormir en la misma cama que tú. ¡No quiero vivir en el mismo piso que tú!

      —Pero, ¿te das cuenta de lo que estás diciendo?

      —Fin. Yo. Te. Dejo —dijo mi mujer justamente como lo he escrito: poniendo puntos después de cada palabra.

      La frase sonaba siniestra.

      En el silencio que se hizo.

      —Ya he recogido mis cosas —fue lo primero que dijo con calma. Y era cierto: las maletas estaban en un rincón. Tres nuestras, dos desconocidas. Las desconocidas, con pegatinas vistosas en los laterales, eran bastante más grandes y parecían más nuevas.

      Me llevé las manos a la cabeza.

      —¡No puedo creer que esto esté pasando de verdad! ¿Es que no comprendes lo absurdo que es?

      —¿Absurdo? ¿E ir de putas qué es?, ¿muy inteligente? Y engañar a tu mujer, ¿es muy inteligente? Fin. No hay más que hablar. Se acabó. Me voy.

      —No te vayas. Vamos a intentarlo al menos una semana. ¡Por favor te lo pido!

      —Huy —dijo mi mujer—. Ahora sí que me voy a poner a llorar, no te jode.

      Tras este torbellino de acontecimientos, el autor seguía sin reparar en una persona que llevaba mucho tiempo observando lo que ocurría. Para no perderme en los detalles, diré que una expresión similar suelen tenerla las personas que ven en la tele una película ya no aburrida, pero tampoco realmente interesante. Llegas tarde del trabajo, agotado, hambriento; comes algo, te enciendes un cigarrillo, enciendes perezoso la tele, y a los veinte minutos te quedas dormido en tu sillón acogedor y gastado por el uso.

      El hombre solo tenía puesta la ropa interior: calzones militares azulados, camiseta con las mangas dadas de sí en los codos; en una mano tenía un cepillo de dientes, en la otra, la pasta. Aparte de todo esto, tenía bigote. Estaba en la zona de paso, con el hombro izquierdo apoyado en la pared.

      En este punto el autor considera necesario hacer la siguiente observación: desde muy pequeño el autor ha sentido cierto recelo por las personas con bigote.

      En realidad, qué podría decirse ahora. En ese momento todo se coloca por sí solo en su lugar: la extraña falta de comprensión de su mujer, sus sospechas, los insultos, la partida…

      Sintiendo que era el centro de atención, el militar se acercó a la mesa donde estaba la silla con su uniforme, sin prisa alguna movió la silla y, con un sorprendente dominio de sí mismo, empezó a vestirse.

      El cepillo de dientes lo había depositado con cuidado encima del tubo de la pasta.

      Cuando hubo terminado de asearse, el oficial descubrió que le faltaba la corbata. Sujetándose la camisa a la altura de la garganta, se fue pensativo al cuarto de baño, después al dormitorio, de donde regresó con la corbata puesta.

      Solo le quedaba atarse las botas.

      Les propongo a todos los lectores de sexo masculino que, por un segundo, dejen a un lado esta emocionante novela y que piensen y respondan, con la mano en el corazón, a la siguiente pregunta: ¿qué habrían hecho ustedes ante esta situación, señores?

      Alguno se habría lanzado sobre el citado oficial de las maravillas, habría levantado el brazo y le habría arreado entre ceja y ceja. Hay gente así.

      Otro habría sacado un hacha del bolsillo y habría despedazado a los dos en trozos diminutos, y luego habría estado una semana vendiendo en la calle empanadillas calientes rellenas de carne.

      Están los que, sin duda, romperían a llorar, se pondrían a besar los pies de su mujer, a retorcerse los brazos, a gritar con voz de mujer y a suplicar.

      Seguramente también encontremos a alguno que primero se encendería un cigarrillo y solo después se pondría a intentar comprender qué y por qué.

      ¿Qué opción le parece al autor la más digna?

      La primera, seguramente. Aunque también la segunda tiene su encanto.

      La tercera opción es lógica y, por eso, comprensible: el hombre enamorado es un hombre débil. Esto lo saben hasta las escolares.

      La cuarta opción es la más peligrosa, porque, como es sabido, fumar perjudica la salud.

      El autor, con dificultades para elegir, propone que se combinen las cuatro opciones. En tal caso, el marido engañado primero se acerca corriendo al bigotudo desenmascarado que, sin cortarse lo más mínimo, está atándose los cordones de las botas militares, levanta el brazo y le suelta un golpe entre ceja y ceja. Después da tirones para sacar el hacha del bolsillo y hace a todos cachitos. Luego rompe a llorar, besa los trozos de los pies de su mujer, se retuerce los brazos y, con voz de mujer, le suplica que no se vaya y que no lo deje. Después se enciende un cigarrillo… y sale a la calle con empanadillas calentitas.

      Señores. El autor es una persona filocálica. El autor está harto de agitar hachas como un maniaco. Es más, pocos días antes el autor se hizo socio de una organización de defensa de los animales. Así que el autor se acerca solemne al teniente.

      —Felicidades —dijo el autor—. Ha hecho la elección correcta. Mi mujer le dará belleza a su vida diaria de militar. Sabe hacer unas patatas riquísimas, es una interlocutora maravillosa, sabe cantar y hasta pinta acuarelas del natural. En una palabra, felicidades.

      El teniente asintió en un gesto contenido. Por si acaso, tenía la mano derecha en la funda de la pistola, cuyo cierre había soltado por precaución.

      No se fiaba de mí. Me temo que también había leído la novela. Y encima en ese momento, como hecho aposta, se me cayó el martillo.

      El oficial se estremeció y se puso pálido.

      —Pagará por esto —dijo con esa voz grave de oficial tan suya.

      —¿Qué tengo que pagar?

      —Todo —con un movimiento de cabeza señaló el martillo con el mango dorado.

      Me eché a reír.

      —Tenía intención de colgar una balda, por eso lo compré.

      Me agaché y recogí el martillo. El oficial, con los dientes apretados, retrocedió; la funda estaba abierta, su mano apretaba nerviosa la empuñadura de la Stechkin