Cocaína. Aleksandr Skorobogatov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Aleksandr Skorobogatov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412097863
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U-uno-o…

      Él se puso a doblar los dedos sudados, similares a salchichas.

      —Do-os —continué.

      Dobló un segundo dedo.

      —Dos y un cuarto…

      Vaciló un momento y por poco no dobló un tercer dedo.

      —Dos y medio.

      El gordo dobló el dedo por la mitad.

      —Dos y medio y un cuarto.

      Su dedo ya casi rozaba la palma de la mano.

      —Bueno, ¿qué? ¿Vas a empezar a hablar? No voy a seguir esperando. ¡Habla rapidito, basura! Si no lo haces… Aunque, me la suda. En realidad, he venido por otra cosa.

      El gordo suspiró aliviado y se pasó la mano por la frente. Quedaba claro que se había asustado de veras.

      En silencio, le tendí la bolsa envuelta con la sirga.

      9

      —¿Qué es?

      —Es un gorro —respondí, y de pronto pensé que habría sido mejor cambiar la voz, para que no reconociera en mí al cliente que acababa de estar en el café.

      —Tómelo, por favor —dije con la voz cambiada.

      —¿Qué te pasa en…? —no terminó la frase y con una salchicha se señaló la garganta, mientras me lanzaba miradas de sospecha.

      —Una mutación en la voz.

      —Ajá… —dijo, y prestó atención a la bolsa.

      Se embutió en la boca el último trozo de pan y se puso a examinar la bolsa: hizo ruido con el celofán, lo miró a la luz, lo estrujó, lo palpó, mordió un trozo y se quedó pensativo, masticando y haciendo rechinar los dientes de una manera especialmente profesional.

      Aguardé paciente el fin del examen pericial.

      —No —meneó él la cabeza, al fin.

      —¿No lo acepta?

      —No —fue su breve respuesta.

      Sabía cómo debía actuar: saqué del bolsillo las monedas que tenía preparadas y las pasé por la rendija. Al instante el dinero desapareció tras la puerta, pero seguía viéndose un filtro de recelo en los ojos del viejo.

      —Ven mañana, empezamos a las diez. Ven a las diez en punto y te lo cogeré. Sin hacer cola.

      —Precisamente mañana a las diez no puedo. Resulta que estoy estudiando. Vamos, que soy estudiante. Y precisamente mañana tengo una tarea importantísima. Vamos, que tengo un examen.

      —¿Quizá mañana de todas formas?

      —Ahora, ya le he explicado que mañana no voy a tener tiempo… Es un gorro bueno, caro —mentí.

      —De acuerdo —el viejo quitó la cadena y abrió la puerta del todo—. Pasa.

      Lo seguí por un pasillo largo y oscuro hasta una habitación en la que había una mesa redonda de patas abombadas, varias sillas, un diván gastado. Dos retratos —una anciana repulsiva con cofia y un aldeano de aspecto enfermizo, con barba y mejillas hundidas à la gran escritor del pasado, Dostoievski— me saltaron a los ojos.

      —Vaya nudo —dijo cabreado el gordo, tirando de la cuerda—. A ver, tú deshaz el nudo, que yo voy a traerte la ficha.

      El viejo dejó la bolsa encima de la mesa y salió de la habitación.

      Rápidamente, fui detrás de él sacando de los bolsillos el clavo y el martillo.

      De repente, el viejo apareció en la puerta.

      —Oye, ¿eso tuyo no será contagioso?

      —¿El qué? —pregunté, sorprendido.

      —¡El qué, el qué! Pues lo de la garganta, la mutación…

      —Pero ¡qué dice! ¡Claro que no! —me apresuré a tranquilizarlo—. Es algo de la edad, amigo.

      —Está bien, espera, ahora te traigo la ficha.

      Y volvió a desaparecer en el otro cuarto.

      Experimentando una manifiesta impaciencia, me fui tras él.

      10

      Ya de noche me llamó un amigo al que unos días antes le había dado a leer esta sorprendente novela. Su voz sonaba algo desconcertada.

      —¿Qué estás haciendo? —me preguntó.

      —Nada, ver la tele…

      Me estaba dado un poco el pisto, claro, no tengo tele.

      —¿Y qué echan?

      —No lo sé.

      —Ah, a-ah —se demoró un poco—. Qué suerte. Yo no tengo tele.

      No sé por qué me mintió, bien sabía yo que tenía televisión.

      —No es nada grave, vente aquí, podemos ver la mía.

      —¿Es que te has comprado una? —preguntó, ya desorientado.

      —No.

      —Ah, vale, ya comprendo —dijo—. Bueno, mira, lo que quería decirte… Tu…

      Se quedó callado.

      —Ya he leído la… tu novela…

      —¿Y? Está bien, ¿verdad?

      —Ya sabes… Quizá sea mejor que quedemos. ¿Qué podría decirte por teléfono? Así se puede ofender a una persona para siempre, ya sabes.

      —¿Ofender? —Me quedé de piedra—. Espera, espera, ¿qué pasa? ¿No te ha gustado?

      —Cómo te lo diría… Últimamente está haciendo un tiempo asqueroso.

      —No me líes —dije manteniendo la calma—. Más vale la verdad amarga que una mentira empalagosa. Suelta el golpe.

      —Perdóname —dijo mi buen amigo en voz baja—. No puedo.

      —Golpea —ordené—. Que no te dé pena.

      —Es mejor que quedemos en algún sitio —propuso después de un momento de silencio—. Nos tomamos algo y lo discutimos todo…

      —De acuerdo. Apago la tele y salgo.

      —Vale. Hasta ahora —dijo mi amigo.

      —Hasta ahora, amigo.

      —No te pongas triste.

      —Pero si no lo estoy.

      —Haces bien.

      —Pues claro.

      Colgamos a la vez. Apagué el televisor, me eché por encima una cazadora, metí el gorro en un bolsillo y salí corriendo del piso.

      —Ya lo sabes —tales fueron las primeras palabras de mi amigo—. Tu novela es un tanto extraña…

      —Pero, ¡eso es genial! —exclamé y le di una palmada en el hombro.

      Él frunció el ceño y se limpió el hombro con la mano.

      —No vuelvas a darme palmadas así en el hombro. O te arrancaré la cabeza.

      Sabía que mi amigo no estaba de broma.

      —Es una sensación absurda: lees y lees y nunca te queda claro qué y para qué. De pronto te parece que lo has entendido, te parece que ya has encontrado un hilo del que tirar… —Me mostró cómo tiraba de ese hilo—. Y das la vuelta a la página y, hale, que te den.

      Hizo el gesto con la mano y se lo enseñó a sí mismo.

      —De nuevo nada está claro.

      —Es