Cocaína. Aleksandr Skorobogatov. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Aleksandr Skorobogatov
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788412097863
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      puede

      dar la vuelta

      a otra página

      adelantar, ver qué va a pasar,

      pero

      al autor le falta esta

      agradable

      posibilidad.

      Fin de la corona

      De la corona el fin

      Esta posibilidad

      agradable

      le falta al autor

      pero

      qué va a pasar después, ver y adelantar

      a otra página

      dar la vuelta

      puede

      facilidad

      con,

      por ejemplo, el lector. Para el escritor más

      sencillo es en general existir que para el lector.

      No

      todavía el autor, mientras

      todo ya lo adivinó hace tiempo

      claro está, el lector.

      Corona

      14

      Tras echar un vistazo al reloj, a mi mujer le entraron unas prisas repentinas:

      —¡Ay, hija mía, que nos hemos liado a hablar! ¡Es la hora de ir al colegio! ¡Y ni te he preparado el bocadillo!

      Mi mujer corrió a la cocina y mi hija, a su habitación, a buscar su mochila. Yo me quedé con el cinturón en medio de la estancia.

      —Entonces, ¿cuándo vamos a darle? —Agité el pesado cinturón.

      —Mira que eres plasta —dijo mi mujer, pasando junto a mí a toda prisa con el bocadillo—. Mañana, pasado mañana… Todavía hay tiempo.

      —¿Y no puedo, aunque sea, darle un par de veces con la hebilla en la frente? ¡Fíjate en lo afilados que tengo los bordes!

      Mi mujer se limitó a hacer un gesto con la mano.

      15

      La habitación no tenía ningún tipo de iluminación. Me quedé parado hasta que mis ojos se acostumbraron a la oscuridad. Ahí estaba, ese que me había humillado, rebuscando agachado en la mesita junto a una cama baja. Con el clavo apuntándolo, me acerqué; la luz de la luna nublada relumbraba por momentos en la punta del clavo. El viejo, por lo visto, no lograba dar con la ficha. Resoplaba y maldecía en voz baja. Pegué el clavo a su cabeza y golpeé el martillo con fuerza. Por desgracia, el primer golpe me cayó en el dedo, pero con el segundo sí que lo alcancé bien en la cabeza.

      Mi cicerone se estiró bruscamente; mientras me lanzaba un reproche mudo con la mirada, de su mano flaca, similar al cuello de una gallina, empezaron a caerse las fichas. Se contrajo y se derrumbó estrepitosamente sobre el suelo, donde, tras un ligero temblor de piernas, enseguida se quedó tieso.

      —Hasta aquí hemos llegado —dije.

      De escarmiento para la próxima vez.

      Por cierto, ¿quién lo dijo, Tolstói o Gógol?

      «No es cantar canciones, no es contar fábulas; la tarea por antonomasia del escritor es la de ser enfermero de la sociedad, preocuparse con todas sus fuerzas de su salud espiritual».

      Pues ahí lo tenéis, cabrones.

      16

      Ella me estaba esperando en la parada del autobús junto al bosque.

      Nos acercamos. El autor estaba desconcertado: no sabía qué palabra pronunciar en situaciones así. La causa de su confusión estaba más que clara para mí. Llevaba varios años sin ver a la joven, la había querido durante muchos años, bueno, no solo la había querido: ella había sido su primer amor; además, a ella estaba unido uno de los enigmas más complejos y desagradables de toda su vida.

      Echaron a andar hacia el bosque, sintiéndose torpes. Desde el otro lado, al autor le costaba hacerse una idea de la condición de la joven mujer: el alma ajena es todo oscuridad. Ella hablaba más y como con más alegría, de lo que se podía deducir que se había recobrado antes o que se le daba mejor dominarse. ¿Era guapa? El autor no está obligado a responder a esta pregunta. Andaba detrás, sintiéndose tonto, mirando al suelo y, de cuando en cuando, a ella.

      En nuestra ciudad hay un río encantador. Con los años ha ido bajando su nivel, cada vez quedan menos peces; el agua ha adquirido un persistente olor a diésel y unas manchas brillantes e irisadas se esparcen de orilla a orilla…

      En resumen, el autor puede sentir que está soltando lo que no es.

      No puede ser encantador un río desfigurado por las hinchazones pétreas que le crecen a mediados del verano, que apesta a diésel, al que la gasolina le pinta arcoíris, cuyas orillas están sembradas de peces muertos. El autor retira sus palabras. Más bien el río era fantástico en sus sueños (es un soñador, como todos los miopes), en sus dulces recuerdos de infancia, de adolescencia, de juventud.

      Andaban por la orilla alta de un río que brillaba bajo el sol con tanta fuerza que, si mirabas el agua, te dolían los ojos. En la orilla opuesta los pescadores, con el agua dorada hasta la cintura, agitaban las cañas (más finas que el cabello), las cañas se doblaban…

      Es difícil imaginarse sobre qué se puede hablar con una mujer a la que se lleva tantos años sin ver, a la que se ha querido muchos años, que en todos los aspectos había sido la primera y que, por encima de todo, se había marchado sin haber explicado nunca su proceder.

      Es muy probable que hablaran del tiempo, y el tiempo lo merecía. Hacía un día estupendo.

      Es muy probable que Nadezhda, es decir Esperanza, porque eso significa su nombre, esperanza, dijera, mirando hacia arriba:

      —Qué cielo tan limpio, ¿no?

      Y él, contemplando sombrío el cuello de ella (aprovechándose de que la joven no podía darse cuenta de su mirada indecente), respondiera:

      —Sí, el cielo hoy está estupendo.

      Ella, con toda probabilidad, siguió de la siguiente forma:

      —Ha hecho mucho calor últimamente.

      —Incluso por las noches —fue lo que se le ocurrió a él.

      —Sí —respondió ella con tristeza, se miró los pies y movió ligeramente la punta de los zapatos entre la hierba—. Hay hormigas —dijo en voz baja.

      —Sí —respondió él y, al mismo tiempo, los dos se acordaron de algo. Pero no hablaron del tema.

      —¿Sigues yendo a pescar?

      —Últimamente no —respondió él y empezó a mirarle la cara. En realidad, era algo absurdo eso de mirarle la cara. No estaba bien, incluso era un poco incómodo. Tenía una pregunta para ella, se moría de ganas de oír la respuesta.

      —¿Recuerdas cuando íbamos juntos a pescar? —preguntó ella.

      El autor asintió.

      —Casi nunca pescabas nada…

      —¿Cómo que nunca? —me rebelé—. ¿Es que no te acuerdas del lucio bien grandecito que atrapé?

      Ella se echó a reír.

      —El lucio no era tan grande, no lo era.

      —¿Cómo que no? —me rebelé más todavía—. Espera, a ver, ¿de qué estamos hablando? Supongo que se te ha olvidado. ¿No recuerdas que lo pesamos juntos? Kilo y medio. El brazo se me durmió de cargar con él hasta casa.

      La joven se reía, y el autor