Los peones, que en comparación con los inquilinos han sido menos estudiados, cumplían, como ya se ha indicado, con una función estacional en la hacienda, originada por la mayor demanda de mano de obra ante el aumento de las cargas temporales de trabajo, que era el caso de las cosechas.
En la primera mitad del siglo XIX el peón se caracterizó, en general, por provenir de otras comarcas, por lo que, junto con ser llamado jornalero, se le denominó forastero o afuerino. Generalmente, se desempeñaba en el trabajo pesado de la hacienda, como labrar la tierra y mantener y resguardar a los animales. Los horarios de trabajo a los que estaba sujeto eran bastante similares a los del inquilino: en verano trabajaba desde las cinco de la mañana hasta aproximadamente las cinco de la tarde, con dos recesos al desayuno y al almuerzo. El sueldo promedio de los peones era, en las provincias de Santiago y Valparaíso, de cuatro a cinco reales el jornal y el peón viñatero recibía cuatro pesos al mes164.
Por diversas razones, entre las que se contaron el ser ellos más rentables que los inquilinos, que se establecían y vinculaban a la tierra, durante la segunda mitad del siglo XIX los peones abandonaron la movilidad que los caracterizó en la primera. Así, muchos de ellos, sin perder su categoría, se establecieron en ranchos a orillas de las haciendas o simplemente lo hicieron en las villas cercanas. De ahí surgieron los denominados peones sedentarios o estables.
Las remuneraciones de estos variaban según las actividades que desempeñaban y también de acuerdo a las haciendas en donde trabajaban. En Pirque el salario de los peones era en 1871 de 50 centavos sin alimentación, mientras que los de Viluco recibían no solo un jornal, sino también una casa con media cuadra de terreno, alimentación diaria y talaje, de manera que el caballo, si lo tenían, podía pastar en los terrenos de la hacienda165.
En 1872 en la hacienda Vichiculén se pagaba 20 centavos por día al peón166. Y en el fundo San Pedro de Romeral, cercano a la ciudad de Curicó, los segadores ganaban tres pesos por cuadra sin derecho a ración167.
En 1875 Manuel José Balmaceda publicó un texto que tuvo una amplia difusión entre los hacendados chilenos del valle central. El Manual del hacendado presentó, con gran detalle, la estructura jerárquica de una hacienda de gran extensión, con las obligaciones de cada uno de sus integrantes. La encabezaba el administrador, quien debía estar al tanto de todo lo relativo al personal y a la producción del predio. En una segunda línea estaban el mayordomo, que se encargaba de los animales y aperos, y a continuación el capataz, quien debía comunicar las instrucciones a inquilinos y peones168.
La compleja jerarquización de los inquilinos ofrecida por el Manual del Hacendado, así como las rutinas del trabajo, ampliamente utilizadas por la historiografía, deben, sin embargo, ser manejadas con cautela, pues dicha obra, más que ofrecer un cuadro de lo que en verdad sucedía en el agro, constituye una suerte de modelo de lo que habría de ser la hacienda, objetivo muy propio de la singular personalidad de su autor.
III, 10, 1872, pp. 183 y ss.
No solo los hombres cumplían funciones en la hacienda; también lo hacían las mujeres y los niños. Generalmente las primeras se dedicaban a la casa, cuidaban de huertos si es que los había, como también de la ordeña de las vacas y de la producción de quesos. Durante gran parte del siglo XIX ellas se encargaron de elaborar las vestimentas que se usaban en el campo: fue común el hilado para la confección de las diferentes ropas del hogar y el tejido de mimbre para enseres y chupallas. Los niños se insertaban tempranamente en el campo laboral acompañando a sus padres al trabajo o simplemente iban en imitación de ellos.
El alimento de los trabajadores fue el resultado de la herencia colonial. Basada en una dieta monótona de porotos, cebollas, papas y ajíes, acompañada a veces de charqui, pan —la galleta o telera— y harina tostada, fue muy raro que se consumiera carne fresca de vacuno, cerdo o ave169. Salvo en ocasiones muy importantes, como la Navidad, el fallecimiento de seres queridos, los matrimonios o la muerte de un animal, la familia campesina tenía muy escaso acceso a la carne.
LAS INNOVACIONES TECNOLÓGICAS
Durante gran parte del siglo XIX los viajeros subrayaron el notable atraso de la agricultura nacional. Muchos memorialistas chilenos también compartieron esa imagen, aceptada por buena parte de la historiografía. No es difícil apuntar a los motivos de semejante atraso, el principal de los cuales era la reducida demanda de los productos de la agricultura, consecuencia del bajo peso demográfico del país durante toda la primera mitad del siglo y de la ausencia de centros urbanos de magnitud, a lo que se agregó, como se ha indicado antes, la carencia de adecuadas vías de comunicaciones.
Es evidente que el desarrollo tecnológico chileno del siglo XIX no se podía comparar con el de Estados Unidos, Inglaterra y Alemania, no solo cunas en esa época de la revolución industrial, sino también centros demográficos de consideración y generadores de una fuerte demanda de alimentos.
Como se ha advertido antes, la evolución de la agricultura sufrió notables cambios en el siglo XIX, que mostraron un mayor énfasis desde su segunda mitad. Y uno de los factores que explican ese fenómeno fue la introducción de tecnologías de producción, las que abarcaron variadas áreas, como la reproducción genética, la adaptación de nuevas variedades y las innovaciones en los cultivos y en el procesamiento de los productos.
En este marco, el papel que le cupo a la Sociedad de Agricultura y Beneficencia fue especialmente destacado. Fue fundada en mayo de 1838 por un conjunto de notables con el propósito de mejorar en un amplio sentido la agricultura en el país. En rigor, hombres como Domingo Eyzaguirre, Diego Antonio Barros y Antonio García Reyes deben ser considerados como los precursores de la agricultura chilena moderna170. En conjunto se propusieron reactivar el agro nacional y constituyeron el primer directorio de aquella institución, con Eyzaguirre en el cargo de director, Barros en el de tesorero y García Reyes en el de secretario171.
Esta iniciativa privada, que en palabras de Gonzalo Izquierdo estaba preocupada esencialmente de la productividad172, fue respaldada con rapidez por el gobierno de Manuel Bulnes, el que ordenó la compra de un terreno destinado a ser un lugar de estudio y de experimentación agrícola. Así, se adquirió en cuatro mil 750 pesos del padre de Diego Portales el inmueble en donde se alzó la Quinta Normal. Sometida directamente en un principio a la mencionada Sociedad de Agricultura, fue entregada su dirección a un horticultor y, a continuación, al francés J. Leopoldo Perot. En 1848 llegó a Chile el lombardo Luis Sada de Carlos, profesor de agricultura práctica, quien recibió del ministro Manuel Camilo Vial el encargo de dirigir la Quinta Normal. Después de un demoledor informe acerca del estado de abandono en que se hallaba el establecimiento, Sada logró darle un notable impulso al proyecto desde 1849, contando con el sostenido apoyo de Antonio García Reyes y de Jerónimo Urmeneta. Gracias a los fondos obtenidos del Congreso por el primero, fue posible ampliar la extensión de la Quinta Normal en 19 cuadras, asegurarle mayor cantidad de agua para el riego, construir los edificios para la escuela y los empleados y adquirir en Europa y los Estados Unidos plantas, herramientas e instrumentos necesarios para la enseñanza173. No obstante lo anterior, dificultades de todo orden, como la demora en recibir los apoyos económicos para la adquisición de insumos, la desintegración de la Sociedad Nacional de Agricultura, y las exigencias de última hora de los administradores, se sumaron para entorpecer el proyecto. Con todo, al concluir el decenio de 1840 comenzaron las primeras clases de agricultura en la escuela de Santiago, cuyos alumnos eran elegidos expresamente por el gobierno en función de sus intereses. La extracción de árboles de la Quinta Normal para plantarlos en la alameda de la capital llevó a Sada, en julio de 1852, a renunciar a su cargo.