A comienzos del siglo XIX, la pequeña y mediana propiedad empezó a desaparecer por la compra sistemática de terrenos vecinos por parte de los terratenientes, lo que permitió la formación de paños de mayores extensiones. Para el año 1852, en los departamentos de Laja, Arauco y Nacimiento se contabiliza un total de 956 propiedades192, lo que demuestra un cambio notable en la tenencia de la propiedad, pues solo a principios de siglo la comarca de Arauco concentraba una cantidad de títulos, casi todos ellos de indígenas, que superaba el 50 por ciento de las tres provincias juntas. De paso, esto demuestra una progresiva concentración de bienes raíces agrarios en pocas manos, de indígenas a huincas.
Otro fenómeno que se puede observar es la concentración en una persona de bienes raíces agrícolas de tamaño diferenciado. Las investigaciones de Leonardo Mazzei han permitido conocer este proceso. José Francisco de Urrutia y Mendiburu, quien a fines de la colonia adquirió varias propiedades que pertenecieron a los jesuitas, tuvo en su patrimonio, junto a grandes extensiones de tierras, como la hacienda de San Miguel, otras pequeñas como la chacra Carriel, cercana a Concepción193. Lo mismo ocurrió con el terrateniente José Urrejola Lavandero, quien poseía entre las localidades de Santa Juana y Arauco una extensa propiedad de más de seis mil cuadras y un conjunto de otras pequeñas esparcidas en el partido de Puchacay194. Por último, en similares condiciones se encontraban Gonzalo Urrejola Lavandero, quien, aprovechando la situación del mercado, adquirió muchos predios pequeños también en el partido de Puchacay, al este de Concepción195.
Algunos hacendados arrendaron terrenos al sur del Biobío mientras duró la fiebre triguera, pues las inciertas circunstancias en materia de seguridad, con periódicas olas de robos y asesinatos, no aconsejaban una inversión a largo plazo. Si en el caso de la zona central muchas veces la gran propiedad se arrendaba a familiares, en la Frontera eran generalmente los terratenientes quienes buscaban hacerlo a medianos y pequeños propietarios.
La Araucanía presenta características diversas. Ello se debe principalmente a su tardía incorporación efectiva al territorio nacional. Solo en 1850 se inició la política de ocupación que, suspendida con motivo de la guerra con España, se reanudó a fines del decenio de 1870. Uno de los primeros pasos dados en esta línea fue la creación del Territorio de Colonización de Angol, el 13 de octubre de 1875, que comprendió bajo su administración aproximadamente 20 mil 250 kilómetros cuadrados. Más tarde, el 12 de marzo de 1887, se crearon las provincias de Malleco y Cautín con siete mil 400 y 10 mil kilómetros cuadrados respectivamente196.
Si bien es posible realizar un estudio sobre la propiedad en la Araucanía desde los comienzos del siglo XIX e incluso desde antes, este debe ser exploratorio y tratado con cautela, pues solo con la incorporación de dicho territorio en el decenio de 1880 se puede hablar de modo relativamente seguro acerca de las características de la propiedad. Como es sabido, entre los etnohistoriadores, los antropólogos y los historiadores se han generado ásperos debates sobre la naturaleza de la propiedad y sobre su evolución, marcados no solo por contrapuestas orientaciones metodológicas sino también, y por desgracia, por marcados sesgos ideológicos.
Se puede afirmar que los indígenas de las variadas etnias mapuches estaban asentados de hecho en la Araucanía, asentamiento que, como se ha explicado en otra parte, estaba marcado por la continua movilidad de los grupos humanos que allí habitaban. Sin perjuicio de lo anterior, algunos grupos aborígenes fueron beneficiados con concesiones reales durante los siglos XVII y XVIII, en un intento de extender hacia ellos la política protectora aplicada en forma general a los naturales del centro y norte de Chile. Buena parte de la confusión generada en esta materia proviene de la aplicación en el medio indígena de las normas del derecho occidental sobre propiedad, ajenas a grupos humanos precariamente asentados. La maraña de leyes y decretos, a menudo contradictorios, aplicados en la Araucanía en el siglo XIX a un territorio que la república consideró siempre parte de Chile, al igual que a los indígenas que lo habitaban, no contribuyó ni a la estabilidad de la propiedad ni a la adecuada protección de los naturales. Así, como ya se indicó en otra parte, entre la fase de autonomía de los mapuches y la incorporación de la Araucanía hubo compras y ventas de propiedades, a menudo con la intervención de los caciques. Entre 1830 y 1860 las compras y ventas abundaron en toda la Araucanía, generalmente realizadas por militares y empresarios de ciudades del norte y sur del país. El tamaño de las propiedades variaba de acuerdo con las circunstancias. Por ejemplo, durante el gobierno de Manuel Montt se quiso poner en marcha un plan de compra por parte del Estado de 20 mil cuadras para la instalación de colonos extranjeros. Años antes, la ley de colonización promulgada en noviembre de 1845 había autorizado al Presidente de la República para disponer de seis mil cuadras de terrenos baldíos para que pudiera establecer colonias de naturales y extranjeros que vinieran al país con ánimo de avecindarse y ejercer alguna industria útil en él.
Todo esto permitió a lo largo del siglo XIX un espiral de subastas, compras y ventas de propiedades de mediana y gran extensión, similar a la que existía en Chile central. Gran parte de los nuevos terratenientes no provenía de ciudades como Concepción o Valdivia, sino directamente de Santiago. Ellos, de manera personal o a través de compañías explotadoras, se hicieron de vastas extensiones, como lo anotó el belga Gustave Verniory, según el cual lotes de muchos cientos de hectáreas eran puestos públicamente a la venta en Santiago, los que eran adquiridos por chilenos ricos deseosos de crear en la Araucanía fundos valiosos197. Un planteamiento similar hizo Horacio Lara en su historia de la Araucanía198.
Hacia 1885 la propiedad en Araucanía estaba compuesta de grandes extensiones, generalmente a cargo de empresas o de particulares. Junto a estas se encontraban otras de tamaño intermedio o pequeño, como las reducciones, que fueron los espacios ocupados por los indígenas, y por lotes de características similares entregados a los colonos que en ese decenio estaban instalándose en la región.
La propiedad en Valdivia y Osorno se remonta a las mercedes reales de los siglos XVII y XVIII otorgadas a los vecinos de dichas ciudades. En el siglo XIX, a raíz de una progresiva expansión de la economía, se promovió el arriendo y el otorgamiento de nuevas concesiones de terreno para el cultivo, principalmente de cereales como el trigo y la cebada. Las propiedades de más antigua data se encontraban en las cercanías de las ciudades y no eran de gran extensión, probablemente debido a su situación geográfica cercana a los mapuches y mapuche-huilliches, con quienes históricamente las relaciones no fueron fáciles. La naturaleza de Valdivia, plaza militar volcada decididamente hacia la actividad castrense y hacia el Pacífico, y que importaba alimentos y recursos desde Chiloé y Lima, no impulsó la demanda de cultivos y tierras. Con todo, algunas fuentes demuestran el deseo de asegurar algún grado de autonomía desde el gobierno del marqués de Osorno.
Sirviéndose del catastro de 1833, Gabriel Guarda O.S.B. demostró la existencia en la provincia de Valdivia de 401 predios de gran tamaño, cuyas rentas ascendían a 40 mil 712 pesos, de los cuales solo tres mil 962 correspondían al departamento de Valdivia, nueve mil 956 pesos y dos reales a La Unión, y ocho mil 418 pesos y seis reales a Osorno199. Lo anterior hace pensar que, si bien existían propiedades de tamaño considerable en la zona, en ningún caso representaron la totalidad de la superficie de la provincia, la que pertenecía a los indígenas