Afirmaba que “La ausencia de una decisión uniforme en torno a la cuestión sobre cuándo una ley es constitucional (...) es un gran peligro para la autoridad de la Constitución”254. El planteamiento de Kelsen trató de superar las “limitaciones” del modelo americano de control judicial de normas, caracterizado por resolver casos concretos. Consideraba que las “leyes atacadas de inconstitucionalidad son las que forman el principal objeto de la jurisdicción constitucional”255. Su planteamiento no consistía en crear un tribunal de tutela de derechos —tal como sucede en la actualidad, donde la mayoria de casos son procesos de amparo—, sino fundamentalmente uno de control de normas.
Estimaba que el Tribunal Constitucional actuaba como un “legislador negativo”, es decir, eliminaba las leyes inconstitucionales del ordenamiento jurídico como si fuera un órgano legislativo. Y agregaba que “Una Constitución a la que le falta la garantía de la anulabilidad de los actos inconstitucionales no es plenamente obligatoria en su sentido técnico”256.
Coincidimos en denominar a este modelo como “europeo”. Y es que otros calificativos “(control austríaco, concentrado, abstracto, etc.) solo cubren aspectos parciales de un sistema que solo resulta a partir de la confluencia de todos ellos. (…), ya no es posible, como se hacía hace cincuenta años, seguir hablando de sistema austríaco”257. Con posterioridad a la segunda guerra mundial, la idea de contar con tribunales constitucionales se ha ido extendiendo a los restantes países del mundo, aunque se han presentado cambios sustanciales que los diferencian del modelo kelseniano original. Zagrebelsky distingue “ondas sucesivas” en la difusión de estos tribunales en Europa:
La primera, luego de la pequeña de los años veinte, se tuvo inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial, cuando los países que salían del fascismo y nazismo, se dieron nuevas constituciones democráticas: Austria en 1945, Francia en 1946, Italia en 1948 y Alemania en 1949. (…).
La segunda onda se inició en los años sesenta, con la caída de los regímenes fascistas residuales y autoritarios en Grecia (1975), Portugal (1976) y España (1978). La ulterior, tercera fase –aún en vías de consolidación y en ocasiones de retroceso- se abrió en los años noventa del siglo pasado, y está marcada por la caída del sistema político de Europa Oriental (…)258.
En la actualidad, señala Marian Ahumada, la función principal de un Tribunal Constitucional “no es la de expulsar del ordenamiento leyes inconstitucionales”. Su “contribución más notable se ha producido en otro plano, más político, y tiene que ver con su activa participación en la consolidación del sistema de la democracia constitucional (…)”259. Todo ello ha conducido a un redimensionamiento de estos tribunales y a su impacto decisivo en el diseño de las actuales democracias y la tutela de los derechos constitucionales.
Los países de América Latina también recibieron la influencia europea. Así, por vez primera, aparece un Tribunal Constitucional en Guatemala (1965, 1985), que luego se expande a países como Chile (1970, 1980), Ecuador (1945, 1967, 1978, 1998), Perú (1979, 1993), Colombia (1991) y Bolivia (1994). En Cuba existió el denominado Tribunal de Garantías Constitucionales y Sociales creado por la Constitución de 1940 y desarrollado por la Ley 7 de 31 de mayo de 1949, que constituía una “sala especializada del Tribunal Supremo”260.
Como recuerda Favoreu, un Tribunal Constitucional “es una jurisdicción creada para conocer especial y exclusivamente en materia de lo contencioso constitucional, situada fuera del aparato jurisdiccional ordinario e independiente tanto de éste como de los poderes públicos”261. Sin embargo, los modelos han ido variando con el transcurso del tiempo aunque mantienen una esencia común.
En América Latina, por ejemplo, algunos tribunales constitucionales están configurados como órganos distintos o “externos” al Poder Judicial, tal como sucede en Guatemala, Chile, Ecuador y Perú. Otros, en cambio, forman parte de la propia estructura judicial, como ocurre en Bolivia y Colombia262. Además, en ocasiones coexisten con el modelo difuso —por ejemplo, en el Perú— lo cual no sucede en Europa. Esto último plantea la necesidad de articular ambos modelos de control para evitar las contradicciones y la ausencia de seguridad jurídica que precisamente quiso evitar Kelsen en su diseño original.
VII. DERECHO PROCESAL CONSTITUCIONAL: DEBATES Y RETOS PENDIENTES
1. La “objeción contramayoritaria”: la legitimidad democrática del control jurisdiccional de la Constitución
La propuesta de Kelsen, el pasado siglo XX, de contar con un Tribunal Constitucional motivó algunos cuestionamientos respecto a la supuesta politización de la “justicia constitucional”. El planteamiento crítico de Schmidt transitaba por dicho camino y, por ello, optaba por una alternativa distinta que, felizmente, no prosperó. Postular que un órgano político sea el “defensor de la Constitución” no garantizaba una solución adecuada. No hubiera permitido un verdadero control constitucional.
En la actualidad, autores como Jeremy Waldron mantienen una postura crítica al control jurisdiccional. Sostienen “que el control judicial de la legislación es inapropiado como última instancia dentro del proceso de toma de decisiones en una sociedad libre y democrática”263. Agrega que “es políticamente ilegítimo en lo que concierne a los valores democráticos: al privilegiar el voto mayoritario de un pequeño número de jueces no elegidos y que no rinden cuentas, el control judicial priva de sus derechos a los ciudadanos comunes y deja de lado preciados principios de representación e igualdad política en la resolución final de cuestiones sobre derechos”264. Considera que si se cumplen los cuatro supuestos que el plantea “la sociedad en cuestión deberá resolver los desacuerdos sobre los derechos de sus miembros recurriendo a sus instituciones legislativas”265. Es decir, cuestiona que los jueces ejerzan tales funciones. No compartimos sus conclusiones.
¿Es posible que los jueces, a través de sus resoluciones, puedan “crear” derecho e introducir “reglas” de carácter general sobre los alcances y el sentido de las normas constitucionales? ¿Pueden imponer sus decisiones a la mayoría del Congreso cuyos integrantes gozan de “legitimidad democrática” al haber sido elegidos por la ciudadanía? ¿El modelo de democracia representativa está siendo alterado por las decisiones de los tribunales? ¿Cuáles son sus límites? Estamos ante conocidas preguntas que ponen en tela de juicio el diseño “clásico” de Estado y del ordenamiento jurídico y que cuestionan la legitimidad democrática del control constitucional, dando lugar a lo que autores como Bickel denominan la “dificultad contramayoritaria”266 o, utilizando otra expresión, la “objeción democrática”267.
Y es que, paralelamente a la consolidación de la propuesta de contar con órganos jurisdiccionales que actúan como garantes de la constitucionalidad de las leyes, se ha ido desarrollando un debate conceptual sobre la legitimidad democrática de los jueces, que involucra al propio modelo de Estado democrático y al clásico principio de división de poderes.
En la medida que las decisiones judiciales inciden en el ordenamiento jurídico, introduciendo, modificando o eliminando reglas, al margen de la intervención del órgano legislativo, se discute si los jueces pueden asumir tales roles. Más aún, pues las decisiones judiciales tienen impacto en la vida política e, incluso, en el diseño de politicas públicas, planteando el permanente debate sobre las fronteras entre la política y la justicia.
Este debate, en la actualidad, no se circunscribe al control de constitucionalidad de las normas. Incluye aquellas sentencias dictadas en procesos de tutela de derechos que adquieren efectos generales. Nos referimos, por ejemplo, a las denominadas “sentencias estructurales” que inciden en el diseño de politicas públicas, fijando mandatos u órdenes no solo al órgano legislativo, sino también el Poder Ejecutivo y a los órganos constitucionales autónomos. Este tipo de sentencias “en lugar de corregir las deficiencias de la