La duración, en tal sentido, estaría en la base del acto de contar cosas, pero ella misma no es un medio homogéneo donde se ubicarían, yuxtapuestos, términos distintos y simultáneos. Ella designa o sale, más bien, del acto indivisible del auto-ordenamiento de los términos heterogéneos y cambia de naturaleza con cada transformación de estos. De esta multiplicidad bien llamada cualitativa es inseparable la duración, su inmanencia admite el número, atraviesa cada término. No obstante, estar ubicados en este extremo de la duración permite contar términos distintos en el espacio. En este punto las cosas se ven distintas: “es pues gracias a la cualidad de la cantidad que formamos la idea de una cantidad sin cualidad” (E, p. 129). Henos aquí, frente al hecho de que la conciencia produce ella misma mixtos; ya en el análisis del movimiento se hizo patente este proceso y su aspecto problemático.
Ya hemos señalado que el cuerpo se presenta como una suerte de límite entre el exterior y nuestro interior, podríamos afirmar que sin él no entendemos la naturaleza de los intercambios y que además da pie a esos mixtos. El yo accede al mundo por su superficie, permitiendo de esa manera alguna influencia de la separación de las causas exteriores y, por lo mismo, el fraccionamiento del interior. Lo vimos en la forma del fenómeno de endósmosis. Pero aquí se precisa una distinción: la capa más superficial del yo se distingue del yo más profundo. Nuestra vida cotidiana transcurre en la capa más superficial del yo, nivel de nuestras necesidades y de nuestra vida social. El acto del yo que interpone con mucha frecuencia la idea de espacio proporciona esta idea como un elemento muy útil para desenvolverse con soltura a ese nivel superficial; de ahí también proviene el lenguaje, modelado en función de las necesidades prácticas y sociales. Por su parte, el yo profundo, el más interior, es descrito por Bergson como una fuerza o, como sucede en el estado de sueño, un yo sin los requerimientos espacializantes de la vida práctica, en el que se observa una especie de “instinto confuso, capaz, como todos los instintos, de cometer toscos agravios y a veces también proceder con una extraordinaria seguridad” (E, p. 131). Ese yo profundo es también el más personal, de donde provienen nuestros actos más originales. Ahora bien, esta distinción entre dos yoes no implica que existan de hecho dos yoes, ya que el más profundo y el más superficial constituyen, en realidad, una sola y única persona; “ellos parecen durar necesariamente de la misma manera”. Pero la exterioridad recíproca y la yuxtaposición de las causas exteriores –las campanadas del reloj o los martillazos sobre el yunque, por ejemplo– no solo recortan nuestra vida en su capa más superficial, refractando el yo, sino nuestra vida más personal. De ahí la dificultad de acceder a esta última.
La vida que transcurre en la superficie en varias ocasiones es descrita por Bergson como una obsesión por el espacio, como atormentada por el “deseo de distinguir”; los requerimientos prácticos y de la vida social nos atraen hacia una existencia con un cierto dejo de facilidad, pues percibir la realidad a través del símbolo y las exigencias del lenguaje nos dispone mejor para la vida exterior. Volver a encontrar el yo más “fundamental” requiere, por lo difícil que representa ver las cosas desde un yo así refractado, de “un esfuerzo vigoroso de análisis”.
Con esta propuesta ya desbordamos la pura reflexión de orden psicológico y epistemológico. Ello tiene implicaciones sobre el quehacer filosófico; ahora pensar exige una conversión (cf. Vieillard-Baron, 2007, pp. 40-41) hacia la duración y un cambio de perspectiva no solo cognitivo, sino también existencial. La intuición de partida de la filosofía bergsoniana no exige solo pararse en otro lugar y observar desde ahí, es más compleja. Ella muestra que, la mayor parte de las veces, nos vemos de forma refractada. Al adquirir conciencia crítica de esta distorsión, asumimos una perspectiva comprensiva de la vida cotidiana. Las cosas, entonces, se transformarán cuando se las aprecie desde nuestro yo más profundo. Veamos.
Bergson señala cuatro hechos, cada uno en un nivel más profundo que el otro, en la experiencia de la duración, cuyo significado depende de dos percepciones distintas. El primero es el ejemplo de la familiaridad con una ciudad, y señala nuestra relación vital con un objeto exterior, en este caso, las calles por las que paseo, que se convierten en parte de mi vida cotidiana. A diario veo los mismos edificios, no pienso en si cambian y, por ello, los nombro igual. Sin embargo, a la vuelta de los años me sorprendo del cambio experimentado en mi impresión, un mundo casi proustiano: “parece que estos objetos, continuamente percibidos por mí y pintándose [se peignant] sin cesar en mi espíritu, hubieran terminado por tomar [m’emprunter] alguna cosa de mi existencia consciente; como yo han vivido, y como yo, envejecido” (E, p. 133). Si fuera la misma impresión, no podría distinguir entre percibir y reconocer o entre saber y recordar. Pero este fenómeno visto, por decirlo así, desde afuera toma otro aspecto: dejándonos influir, como por lo común sucede, de las exigencias sociales y del lenguaje, nuestras impresiones se fijan, “se envuelven en torno del objeto exterior que es su causa, adoptan de él los contornos precisos y la inmovilidad” (E, p. 134).
El segundo hecho, menos consistente por su objeto, es el de las “sensaciones simples”: olores, sabores, por qué no, superficies delicadas al tacto, gustos… En ellas se harían más evidentes los estados internos como progresos, inestables, sometidos a cambio y sin contornos fijos, que, por sus matices delicados, no admitirían una objetivación tajante. En estas sensaciones simples, es claro el influjo perjudicial del lenguaje con sus palabras “de contornos bien fijos”, y lo profundo de la distorsión del mundo interno. En este lugar, Bergson usa expresiones contundentes y fuertes para describir el efecto deformador del lenguaje: “la palabra brutal” “aplasta” la conciencia inmediata.
Pero todavía se puede ir más al fondo a los elementos internos definitorios, en buena medida, del carácter, que le servirán a Bergson para determinar con más precisión nuestra vida interior. Así, los sentimientos profundos serán el tercer hecho. Aquí sorprende más la descripción del mundo interior, que no se puede matizar, como, por ejemplo, lo hace el traductor Juan Miguel Palacios, quien, al intentar modernizar el lenguaje bergsoniano, traduce esprit por ‘mente’ y le quita a la palabra toda la fuerza, para aplicarla al mundo interior.
Tres características se destacan en los sentimientos profundos. Primero y, tal vez, el de mayor importancia: “el sentimiento mismo es un ser que vive” (E, p. 135). Ahora bien, esa vida está ligada también a la de los otros sentimientos, puesto que en la vida interior –ser viviente de por sí– se funden unos en otros los momentos, sin que al separarlos los deformemos. Esa fusión tiene una característica ya señalada: en cierta forma, cada estado, con su vida propia, ocupa el alma entera. Se puede afirmar que su vida consiste en esta inseparabilidad y en la imposibilidad de quitarles a los momentos la duración constitutiva de su ser vivientes. El modelo de la vida interior es el del ser viviente con todo y la solidaridad de los elementos constitutivos de un organismo.
Segundo, la descripción de la vida interior, tomada del modelo de los seres vivos, es la de nuestra vida en el nivel más personal. Es de la profundidad de esta vida de donde “poco a poco” emanan nuestras decisiones. Desde aquí, más allá de la influencia del determinismo físico, se va a entender el acto libre como el más personal y auténtico del que somos capaces.
Tercero, en el terreno del amor violento, del odio profundo, de las más auténticas emociones, es donde inquieta más “este aplastamiento [écrasement] de la conciencia inmediata”, puesto que el lenguaje no sirve para explicar esa vida constituida por “miles de elementos diversos que se funden, que se penetran, sin contornos precisos, sin la menor tendencia a exteriorizarse los unos en relación con