El ‘tiempo’, concepto bastardo, mixto, por ilegítimo que sea, se ha usado para referirse al desenvolvimiento del mundo psicológico y, en cierta forma, este lo resiste, aunque ese tiempo modifica nuestra percepción de este mundo. Los estados internos permiten una distinción numérica porque el número en ellos estaría en potencia, sin embargo, su naturaleza no es numérica y menos espacial. Antes vistos como un mixto, ahora hay que entenderlos en su diferencia con el espacio, prescindiendo del ‘tiempo’ como la “cuarta dimensión del espacio”.
Al contrario del mixto, la duración no es una sucesión de momentos que incluso podría ser reversible, como si nada hubiera cambiado en ella y la sucesión no designara sino una yuxtaposición de estados diferentes. “La duración completamente pura es la forma que toma la sucesión de nuestros estados de conciencia cuando nuestro yo se deja vivir, cuando él se abstiene de establecer una separación entre el estado presente y los estados anteriores” (E, p. 114).
Se enuncian aquí dos cosas: en primer lugar, se sabe de la duración por una especie de pasividad de nuestro yo: dejarse vivir; en segundo lugar, esta pasividad es también un ejercicio… para saber de la duración pura. Con la duración no se trata de una exigencia conceptual parecida al uso de la idea de espacio, por el contario, la condición previa es experimentar la vida del yo. Se mantiene cierto paralelismo entre dos actitudes, una, la del espíritu que, por un acto, hace intervenir la idea de espacio en todo aquello que conoce, con todas las características ya nombradas de esa idea; otra, enunciada en el último pasaje, la de la experiencia del dejarse vivir, sin la intervención de ese acto del espíritu que interpone las más de las veces el espacio y que se convirtió en una obsesión para la conciencia reflexiva. Ahora se exige la experiencia del momento o estado actual, pero no estático sino dentro de una sucesión, de la siguiente forma:
Basta que al acordarse de esos estados [los estados anteriores] no los yuxtaponga al estado actual como un punto a otro punto, sino que los organice con él, como pasa cuando nos acordamos, fundidas juntas por así decir, de las notas de una melodía. (E, p. 114)
¡El dejarse vivir es como la solidaridad de las notas de una melodía! Esta imagen lleva implícita su explicación a través de otra comparación, la de la solidaridad de los órganos del ser viviente (cf. E, p. 114). La vida del yo, la interpenetración de los estados internos se da a la manera de la vida en la solidaridad de los órganos de un ser vivo. Desde luego, la duración aquí no es un medio, en el sentido de la idea de espacio, en el cual se podrían situar los distintos estados: la duración es todo eso, solidaridad, penetración mutua y, sobre todo, “una organización íntima de elementos, de los cuales cada uno, representativo del todo, no se distingue y no se aísla de él más que para un pensamiento capaz de abstraer” (E, p. 115, énfasis agregado). Ella es esa organización íntima. Designa la interioridad misma, manifiesta en una solidaridad tal, que si se aislara uno solo de sus elementos del resto, el todo cambiaría irremediablemente; lo mismo pasaría en una melodía de la cual abstrayésemos una sola de sus notas. Cada elemento le aporta al todo un carácter cualitativo irreductible. Interioridad cualitativa y, aunque suene a perogrullada, heterogeneidad no son lo mismo que homogeneidad, ni interioridad lo mismo que exterioridad, ni compenetración lo mismo que simultaneidad, ni duración lo mismo que espacio.
Sin embargo, un pensamiento capaz de abstraer puede crear mixtos como los de un tiempo espacializado, proyectando el tiempo en el espacio y, con ello, creer que da cuenta de la duración. Aun así, es posible proponer otro modo de ver las cosas, que expresiones como ‘sucederá de dos cosas una’ nos indican que los hechos psicológicos muestran otro significado si nos dirigimos al fondo de la conciencia. Allí el todo adquiere la forma misma de la duración; pero los datos inmediatos de la conciencia, en principio, son confusos, porque la dificultad persiste: no tenemos un acceso directo a la duración pura sin que se interpongan los hábitos muy arraigados de la conciencia reflexiva. Debemos profundizar más en lo complejo del uso de la idea de espacio y en el acto que la produce; se trata de desarraigar ese uso de la vida psicológica, estableciendo diferencias, distinciones para así intentar verla desde la duración pura.
Si la heterogeneidad cualitativa y la interioridad son propias de la vida misma de la duración, no es posible tener de ellas una visión exterior. No obstante, pasa algo parecido a cuando imaginamos un punto material autoconsciente recorriendo una línea recta, este observaría una sucesión de estados separados; pero, moviéndose él mismo, se sentiría cambiar. Como estas dos situaciones se pueden dar, preguntemos: ¿qué es lo que propiamente mide un reloj o un péndulo que marca, a intervalos iguales, el ritmo del tiempo?
Si las oscilaciones de un péndulo me arrullan, ¿cuál de los sonidos marca mi entrada en el sueño?, ¿el primero?, ¿el último? Si en esta consideración prima la representación simbólica de la duración, no llegamos a comprender que es más la “organización rítmica” de los sonidos –por la cualidad de su cantidad– y no un sonido aislado el que me va conduciendo hacia la región de los sueños. Entonces, ¿qué pasa con el péndulo que, con su movimiento periódico, mide intervalos regulares de tiempo? Cuando uso la expresión ‘acaba de pasar un minuto’, ¿esperé sesenta oscilaciones regulares? El tiempo pasó. ¿La péndola reguladora del movimiento del reloj mide algo diferente de mi tiempo interno?
Aunque en el Ensayo Bergson no se plantea explícitamente la cuestión de si las cosas exteriores duran como nosotros, la verdad es que parece que “no duramos solos” (cf. E, p. 118). Diariamente, sin embargo, somos llevados a un uso injustificado de la representación simbólica de la duración: si las cosas duran como nosotros, consideramos su tiempo constituido por momentos exteriores unos a otros como esas mismas cosas. Permitimos, así, el contagio de un tiempo homogéneo en la percepción del efecto interno de la causa exterior sobre el estado consiguiente.
Está claro que las oscilaciones del péndulo o las agujas del reloj no miden la duración. Si miro de cerca lo que pasa, en el reloj solo cuento simultaneidades. Aquí, por una parte, siempre hay una posición única de la aguja en un momento determinado, puesto que las anteriores ya se dieron; por otra parte, puedo representarme las oscilaciones pasadas del péndulo mientras que percibo la actual, puesto que duro y puedo hacer memoria de las pasadas. La sucesión es para mí, que me la puedo representar. Si ponemos esta distinción en términos de extremos, tengo que “en nuestro yo, hay sucesión sin exterioridad recíproca; fuera de mí, exterioridad recíproca sin sucesión” (E, p. 119). Esta distinción parece ser la de una dialéctica que, sin embargo, no existe. Entre estos dos tipos de realidad todo sucede, no puedo suprimir sin más el yo o el péndulo, a no ser por un experimento imaginario. Entre la exterioridad sin sucesión y la sucesión sin exterioridad “se produce una especie de intercambio, bastante análogo