El cuerpo duradero. Luis Antonio Cifuentes Quiñones. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Luis Antonio Cifuentes Quiñones
Издательство: Bookwire
Серия: Laureata
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9789587813593
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manera que una multitud siempre creciente de impresiones nuevas podría substituir la idea que tenemos de ello actualmente. (E, p. 103)

      Lo subjetivo aquí, como se deduce de nuestra exposición, está definido por el acto simple del espíritu. Por medio de esta definición, Bergson introduce una forma de acceso a los estados internos. Se puede decir que un sentimiento complejo contiene una multiplicidad de estados más simples, pero mientras estos elementos no se separen con nitidez, no se puede decir que se han realizado por completo; ahora, si llegamos a tener la “percepción distinta” de ellos, se hará efectivo un cambio de naturaleza del estado psíquico producto de su “síntesis”. Por el contrario, lo objetivo está definido a partir del espacio y de las cosas materiales, de tal manera que si dividimos o subdividimos un objeto en partes iguales, no cambia en nada su aspecto total. El espacio donde lo concebimos supone esa divisibilidad, “porque estas diversas descomposiciones, así como una infinidad de otras, son ya visibles en la imagen, aunque no realizadas” (E, p. 104). La objetividad supone la idea de espacio; este hace posible la percepción actual de esas divisiones en lo indiviso, aunque no realizadas, de acuerdo con el filósofo. En este caso, las diferencias y las relaciones entre las divisiones son actuales. En contraste, se debe entender como virtual la percepción de la divisibilidad en lo subjetivo; al actualizarse las divisiones en este ámbito, ellas cambian de naturaleza a la vez que el todo.

      Con esta distinción entre lo objetivo y lo subjetivo se aclara más esa doble percepción del número que señalamos más arriba. Ahora podemos decir que, en el momento de contar, al espíritu, atento a sus propios actos, le corresponde “el proceso indivisible por el cual fija su atención sucesivamente sobre las diversas partes de un espacio dado” (E, p. 104). Lo objetivo en el número proviene de que “las partes así aisladas se conservan [yuxtapuestas] para agregarse a otras, y una vez adicionadas entre ellas se prestan a una descomposición cualquiera” (E, p. 104). El espacio es el lugar y la materia con la que el espíritu construye el número.

      Ya estamos, pues, en condiciones de establecer la diferencia entre dos tipos de multiplicidad. Una, cuando contamos objetos que se pueden tocar y ver, que ocupan un lugar en el espacio; de la otra sabemos cuando se consideran los estados puramente internos del alma. En la primera multiplicidad no se requiere ninguna “invención simbólica” para contar. Viene de la relación que puedo establecer entre los objetos y el espacio, al valerme de la separación entre términos, la consideración simultánea de estos y la correspondiente ubicación en un medio homogéneo; estas son formas de representación apropiadas para la multiplicidad numérica.

      No sucede lo mismo con una multiplicidad cualitativa de los estados internos. De estos estados profundos y cualitativos tengo, en realidad, “una multiplicidad confusa de sensaciones y sentimientos que solo el análisis distingue” (E, p. 106, énfasis agregado). Aunque si pudiera establecer diferencias y contar los términos de esta multiplicidad, como hago con las cosas materiales, necesito, ahí sí, aun de una representación simbólica (cf. E, pp. 105-106). ¿Qué pasa cuando la causa de la representación está en el espacio, como un sonido, pero se refiere a un estado interno? Si con un martillo alguien golpea un yunque, creo contar sucesivamente un número determinado de golpes, que, por lo común, ubico en un espacio ideal, pero me imagino contar esos sonidos en la pura duración. Para hacerlo, despojo a los sonidos de su cualidad, pretendiendo contar huellas idénticas que irían quedando a su paso. Ya sabemos que de los momentos de la duración no queda nada después de sucedidos. Entonces, ¿de qué duración se trata aquí? Puedo, no obstante, no contar sonidos sino organizar las sensaciones y llegar a reconocer, por ejemplo, una melodía conocida en los golpes de martillo, mi atención se desvía hacia el aspecto cualitativo que su impresión deja en mí.

      El ejemplo del yunque es bien significativo, porque es cierto que los sonidos del martillo sobre la superficie metálica no solo se pueden contar, también dejan o producen una impresión en mi oído y, si se quiere, conmueven más órganos además del puro sistema auditivo. Este estado intermedio, por decirlo así, que adquiere el sonido una vez afecta nuestra sensibilidad, se va profundizando del lado de la interioridad, a medida que se involucran más órganos, hasta producir una impresión en la que podría reconocer una tonada conocida. ¿Cuándo interviene, pues, el aspecto numérico y espacial de la causa en la impresión que deja en mí ese sonido? Tan pronto cuento los martillazos. Pero no se ve cómo puede ser en la pura duración donde se ubiquen los sonidos sucesivos. La idea de espacio es necesaria para sumar y contarlos, exige poner entre ellos intervalos, algo imposible si se trata de momentos de la duración.

      La única manera de contar hechos de conciencia es desnaturalizarlos y valerse de una representación simbólica, que toma su forma del carácter espacial de la consideración de la causa. La dificultad de este procedimiento es evidente, puesto que, en un momento dado, el aumento de los órganos implicados ya no produce en mí una magnitud, sino un cambio cualitativo y, como tal, no se suma sin más a otros hechos de conciencia – tal es el caso del reconocimiento de una tonada–. Se diferencian así dos tipos de multiplicidad. Como diría Worms, la multiplicidad cualitativa es un umbral, y superado cierto límite no aumenta solo el número de elementos provenientes de la causa o del cuerpo, sino que se da un cambio de multiplicidad (cf. 2004, p. 45). A medida que suenan más martillazos y se involucran más mis órganos, la impresión que me causan puede, por ejemplo, pasar del dolor al agrado y, así, cambiar mi apreciación de la disonancia a la melodía, que ya no tendría una huera magnitud.

      Al contar los hechos de conciencia, ¿no se modifican también, por el uso de la representación simbólica, “las condiciones normales de la percepción interna” (cf. E, p. 107)? Esta se daría así en un medio homogéneo, donde alinearíamos los estados contados. A ese medio se lo ha llamado ‘tiempo’: se disponen los estados internos de forma sucesiva y se conservan en una especie de espacio ideal, se lo nombra ‘tiempo’; pero, evidentemente, en nada se parece a la duración.

      “La sensación representativa, examinada en ella misma, es cualidad pura; pero vista a través de la extensión, esta cualidad deviene cantidad en un cierto sentido; se la llama intensidad” (E, p. 107-108). Así como la intensidad marcada por la magnitud es “un signo, un símbolo”, absolutamente distinto de la cualidad de los estados internos, Bergson se pregunta si el tiempo, como medio homogéneo para yuxtaponer estados internos, no será también un símbolo “absolutamente distinto de la verdadera duración” (E, p. 108). Intensidad y tiempo son comprendidos por la conciencia reflexiva a través de la magnitud. Se exige ahora algo propio del pathos de la filosofía bergsoniana y que se mantiene en toda la obra bajo la forma de un regreso constante a su intuición originaria, la duración. “Vamos pues a pedir a la conciencia que se aísle del mundo exterior, y, por un vigoroso esfuerzo de abstracción, vuelva a ser ella misma” (E, p. 108).

      Detengámonos un poco en esta exigencia. El vigoroso esfuerzo exigido por este regreso a sí, es una vuelta a la conciencia inmediata, capaz de experimentar la duración, sin la cual no accederíamos a los estados internos desde sí mismos. Pero no hay que llevarse a engaño, por inmediata que sea esta conciencia, a la representación obtenida de los estados internos –distinta de una representación simbólica– no se llega con facilidad, ya que los hábitos espacializantes y reflexivos de la conciencia, las exigencias útiles de la vida y de la vida social se nos interponen siempre en el acceso a cualquier realidad. Con la llave de la duración abrimos el mundo interno, pero ello exige romper con esos hábitos.

      Nos preguntamos si el número, siendo apropiado al espacio, no lo será también para la pura duración. No. Ya lo supimos al investigar cómo llegamos a la representación simbólica de los estados de conciencia. La imagen de un medio homogéneo es, nos dice Bergson, espacial, y no es legítimo usarla en la duración. Así, estamos en condiciones de diferenciar espacio de duración. Le preguntamos a la conciencia, que con valentía se ha esforzado en volver a ser ella misma, si el tiempo espacializado es diferente de la auténtica duración. De esta manera, no solo buscamos distinguir dos formas de conocimiento opuestas en su acceso al mundo interno, también con esta dualidad va a ser posible diferenciar dos dimensiones de nuestra vida. En adelante, la filosofía bergsoniana se moverá, pues, hacia la búsqueda de la realidad de la duración