El cuarto hecho profundo observado por Bergson es también muy personal: nuestras ideas. Accedemos a ellas “rompiendo los cuadros del lenguaje” (E, p. 136). Pero por más que nos esforcemos en la abstracción, esta consiste en la “disociación de los elementos constitutivos de la idea”. Aun así, subsiste un elemento muy propio manifiesto cuando nos apasionamos por una idea en la vida cotidiana o en la discusión filosófica. Una idea está vinculada de modo estrecho a las otras y toma la coloración común de nuestras ideas restantes. Existe, entonces, un fondo común de interpenetración, no lingüístico, del cual no las podemos separar, que se expresa en el apasionamiento –que Bergson llama “ardor irreflexivo”– y en el carácter personal con que las defendemos. Un primer aspecto se destaca en esta descripción, su significado no deja de ser sorpresivo: dicho ardor es prueba de los instintos de la inteligencia, “¿y cómo representarnos estos instintos, si no por un impulso común a todas nuestras ideas, es decir, por su penetración mutua?” (E, p. 136). La fuerza, si se puede decir así, de una idea le viene de ese impulso que es, ni más ni menos, el de la vida interior o la duración, y no la podemos separar de la “coloración común” del resto de nuestras ideas. Debido a su pertenencia a ese fondo fluyente y en vías de formación, las opiniones que nos son más caras, en cierta forma, las hemos asumido sin razón.
Viene así un segundo aspecto, también destacable: una idea es nuestra porque esa pertenencia le da “alguna cosa de nosotros”. Vuelve la comparación con el ser vivo; esta vez, una idea está viva a la manera de una célula en un organismo: “todo lo que modifica el estado general del yo la modifica a ella misma” (E, p. 137). Esto quiere decir, con un matiz muy preciso, que una idea no se limita a ocupar un lugar, sino que ocupa todo nuestro yo. Hay todavía un tercer aspecto digno de mención y consiste en que “es preciso por demás que todas nuestras ideas se incorporen así a la masa de nuestros estados de conciencia” (E, p. 137). Este aspecto lleva algo que ya se insinuaba desde cuando Bergson intentaba una caracterización de los estados internos, pero aquí es más claro. En comparación con estas ideas arraigadas en un nivel más profundo, hay otras que flotan en la superficie, “como hojas muertas sobre el agua de un estanque”: son esas ideas que recibimos ya hechas y que, por ser expresables con el lenguaje, adquieren un carácter casi exterior a nosotros, porque los estados de conciencia que les corresponden están como inmóviles y son más impersonales. Esta descripción constituye un cuarto aspecto, no mencionado explícitamente en el segundo capítulo del Ensayo, pero ya supuesto en la diferencia entre dos yoes: la vida interior admite múltiples estados de conciencia, y, aquí en el Ensayo, por lo menos dos niveles: el del yo profundo y el del superficial. Yendo hacia el fondo y penetrando “en las profundidades de la inteligencia organizada y viviente asistiremos a la superposición o mejor a la fusión íntima de muchas ideas que, una vez disociadas, parecen excluirse bajo la forma de términos lógicamente contradictorios” (E, pp. 137-138). En el fondo no cesa el trabajo de la inteligencia, los sueños son apenas una débil imagen del trabajo incansable “en las regiones más profundas de la vida intelectual” (E, p. 138).
El yo se muestra, entonces, como un ser viviente inseparable de su duración, como si esta fuera un aspecto formal, el cual serviría para realizar la síntesis de los distintos estados de conciencia. Pero su vida es durar. Es una multiplicidad de estados, seres vivientes también, que actúan gracias a su duración.
Nuestra vida consciente toma un doble aspecto: uno impersonal, solidificado en el espacio y en el tiempo-cantidad donde se proyecta, afectado por una precisión cuantitativa, es la región donde vivimos con más plenitud y facilidad nuestra vida social; otro, infinitamente móvil, confuso, inexpresable, pero más personal, vivido en el tiempo-cualidad donde se produce, es la región de nuestra vida más individual. Esta última es el nivel de la duración, el de nuestros matices más delicados y de las relaciones más profundas, donde un instinto mueve nuestros sentimientos más fuertes y nuestras ideas más caras.
Que Bergson distinga dos yoes no significa, cuando menos, que haya escindido el yo, “y que no se nos reproche aquí de desdoblar la persona, de introducir en ella bajo otra forma la multiplicidad numérica que habíamos excluido en primer lugar” (E, p. 139). Sí habla de la formación de “un segundo yo”, pero este proceso se da en virtud de dos exigencias que halan, por decirlo así, hacia la parte más exterior del yo. Ya las nombramos, pero aquí su significado es más concreto. De una parte, está una exigencia biológica que nos diferencia de otros animales: “la tendencia” a distinguir las cosas y ubicarlas en un medio homogéneo, es decir, el acto del espíritu de interponer la idea de espacio para un acceso más cómodo al mundo. De otra parte, está la “misma” tendencia pero que nos impulsa “a vivir en común y a hablar” (E, p. 139). Nótese, sin embargo, que cuando Bergson se refiere al yo, muchas veces lo hace en términos de fuerza, de instinto, y aquí dice tendencia. Está claro, pues, que el yo no es algo substancial, el filósofo lo piensa como un dinamismo. Si un segundo yo “recubre” el yo más fundamental, esto sucede porque la doble exigencia biológica y social, de orden práctico, nos dispone para vivir en un nivel exterior, pues resulta muy difícil vivir desde las capas más profundas que nos impedirían un habla clara y un desenvolvimiento eficaz en el mundo. Para vivir socialmente y para sobrevivir biológicamente, se paga un precio: volver estáticos el mundo y el yo. Estableciendo estos dos extremos, el de exterioridad pura y el de la interioridad pura, entendemos mejor las exigencias sociales y biológicas que nos caracterizan, así como el sentido de ciertos mixtos producidos por la conciencia. Es el momento de detenerse a considerar de qué forma afecta este doble nivel de la vida de la conciencia a la comprensión del problema de la libertad.
La libertad: ¿un ejemplo?
El acto libre
En este contexto, uno se da cuenta de que el problema de la libertad no es, sin más, un ejemplo de las confusiones surgidas de la sustitución del tiempo por el espacio. Es, más bien, el lugar privilegiado para terminar de exponer la inmanencia de la duración. Veamos: “es del alma entera, en efecto, que la decisión libre emana; y el acto será tanto más libre cuanto más la serie dinámica a la cual se vincula tienda a identificarse con el yo fundamental” (E, p. 159). La libertad es un acto emanado de lo más personal, nuestro yo profundo. Con la duración, Bergson afirma un “dinamismo interno” que está en la base del acto verdaderamente libre que se produce desde las profundidades del yo. Estamos ya en el terreno del capítulo tercero, llamado “De la organización de los estados de conciencia. La Libertad”.
En un hecho cotidiano, como levantarse una vez escuchado el despertador, podemos observar por lo menos dos cosas. El ejemplo es interesante, porque este acto se da entre la salida del sueño y el inicio de la vigilia. Escuchamos el timbre del despertador. Esta impresión nos podría afectar profundamente. Para expresar esto, Bergson acude a una referencia al libro vii de La república de Platón (518c), pues es posible recibir esta impresión ξὺν ὅλη τῆ ψυχῆ, “con el alma toda entera”. “Podría permitirle fundirse en la masa confusa de impresiones que me ocupan; quizás entonces que ella no me determinaría a obrar” (E, p. 159). Ahora, cotidianamente hago lo contrario, me levanto porque el despertador me indica la hora de comenzar mis actividades diarias. Esta determinación la asocio,