Sin embargo, aquella distinción entre percepción adquirida y percepción confusa no es tajante, en cierto sentido, puesto que, ya lo vimos, no hay sensación representativa sin estado afectivo previo. Por ejemplo, en el caso del esfuerzo muscular, se mezclan una diversidad de factores que influyen en nuestra apreciación del estado interno. Cuando se convierte en dolor, no podemos separar este estado de un número significativo de músculos involucrados simpáticamente en levantar un peso determinado. Se puede medir la magnitud del peso, también contar los músculos que se van sumando en la sensación creciente de peso, pero la sensación del aumento del peso convertida en dolor es confusa, en la medida en que comporta múltiples estados simples implicados en el cambio de naturaleza del estado fundamental. Sin embargo, puedo representarme esos cambios como si en la nueva sensación no se tratara sino de una única sensación que crece en magnitud y se mide, porque se establece su relación con el aumento del peso que la causa. Es destacable aquí el papel del cuerpo en el cambio de naturaleza de la sensación. El cambio cualitativo no se puede dar sin la intervención del organismo resistiéndose de cara al dolor. La confusión de la percepción obedece a que la multiplicidad de estados internos es inconmensurable con la magnitud de la causa y el mero agregado de órganos interesados. Por su carácter cualitativo, la intensidad no posee una magnitud, pero en su cambio no se puede desconocer la intervención del cuerpo. Y los cambios en la intensidad son más bien diferencias que dependen de las relaciones entre diversos estados internos simples. La diferencia es sentida, por lo que la percepción de la cualidad se experimenta como un efecto del despliegue interno de esos estados simples. No obstante, la diferencia puede ser percibida también en términos de magnitud, ya lo vimos.
La idea de intensidad está entonces situada en el punto de unión de dos corrientes, de las cuales una nos aporta de afuera la idea de magnitud extensiva, y la otra ha ido a buscar en las profundidades de la conciencia, para traerla a la superficie, la imagen de una multiplicidad interna. (E, p. 97)
Entendida así la intensidad, nos vemos llevados a distinguir dos tipos de multiplicidad. La expresión es interesante, la intensidad nos puso en la confluencia entre dos “corrientes”. Allí donde se confundían cantidad y cualidad, de acuerdo con la crítica de Bergson, es posible señalar una diferencia de percepciones originadas en la unión de dos corrientes, en cuyo punto de unión se encuentra la intensidad. Es claro que esta distinción no apunta solo a una diferencia entre extremos, sino que la determinación de la intensidad nos descubre el dinamismo de la vida, latente en todo el análisis del Ensayo y que Bergson señala en contadas ocasiones, digámoslo, obrando en distintos niveles. Hablar de corrientes es señalar distinciones no solo teóricas, es también establecer un proceso que puede ser continuo.
Ya en el prólogo al Ensayo (cf. Worms, 2004, pp. 94-98), Bergson distingue por vez primera el espacio de la duración. Señala la confusión entre ambos y oscila, por decirlo así, entre distintos niveles de reflexión, incluido el que se refiere al uso común del lenguaje diseñado sobre los requerimientos de la vida práctica y de las ciencias. La confusión del espacio y la duración, elevada desde el sentido común a las ciencias y la filosofía, no ha dejado de producir innumerables problemas irresolubles cuando se mantienen los presupuestos de tal confusión. A pesar de esta mirada crítica, clara desde el prólogo, Bergson no deja de proponer la distinción entre los dos términos, más allá de un puro valor epistemológico. Además de buscar comprender los estados internos sin referirlos al espacio, la distinción entre duración y espacio tiene también un valor metafísico que remite “a actos empíricos y metafísicos a la vez que definen cada uno una dimensión última de nuestra vida” (Worms, 2004, p. 108).
No podemos hablar de una metafísica sustancial, porque la duración es el dato inmediato de la conciencia y remite a una experiencia interior. La distinción entre el espacio y la duración se funda en el hecho de que existe una corriente que trae de las profundidades de la conciencia la “idea” de una multiplicidad interna, la cual también posibilita establecer diferencias de grado en la percepción de los estados internos.
En ese mismo prólogo, Bergson muestra el lenguaje interviniendo en la “asimilación” ilegítima del espacio y el tiempo: “nos expresamos necesariamente por palabras, y pensamos con frecuencia en el espacio” (E, p. 49). El lenguaje influye en la asimilación de nuestro mundo interno y los objetos materiales; con él establecemos “distinciones claras y precisas” y “la misma discontinuidad” que se da entre esos objetos. Ello tiene una razón. Se requiere distinguir con precisión las cosas no solo para conocer el mundo material, sino sobre todo para desenvolverse en él y sacar el mejor partido. Las necesidades de nuestra existencia nos exigen sacar un mayor provecho de aquello que nos rodea, para lo cual debemos llegar a configurarnos un mundo con diferencias tajantes para tomar todo aquello que nos sirve y desechar lo que nos podría hacer daño o lo superfluo para nuestras necesidades. Colores, formas, movimientos que podamos determinar y, por qué no, dominar, deben entrar en todo nuestro espectro perceptivo y práctico. Incluso la ciencia está modelada por este derrotero del pensamiento. ¿No debe pasar algo parecido en el mundo social? ¿Este no nos lo exige? ¿Y qué pasa con todo nuestro mundo interior? ¿No resiste también semejante asimilación al mundo material? El lenguaje termina imponiendo las mismas exigencias que lo han modelado. Esas exigencias ya presentes en el sentido común terminan por pasar a las ciencias y a la filosofía.
De entrada, en el Ensayo se plantea la cuestión filosófica de fondo: ¿es legítimo definir el papel del pensamiento en términos solo espaciales? Muchos problemas irresolubles en la filosofía parecen venir de ello. Además, ¿“no provendrán de que nos obstinamos en yuxtaponer en el espacio los fenómenos que no ocupan espacio” (E, p. 49)? Eliminar de raíz esos problemas consiste en disolverlos, siguiendo un camino crítico, hasta el origen de esa yuxtaposición. La crítica no dejará de lado nuestros usos del lenguaje. La constante intervención de la idea de espacio en todas las esferas de nuestra vida lleva a una “traducción ilegítima”, caracterizada por una simbolización de lo inextenso mediante términos espaciales. Cuando en filosofía se lleva a cabo esta traducción “en el corazón” mismo de los problemas, se la vuelve a encontrar en la solución, nos dice Bergson.
El propio Bergson examinará esta cuestión cuando trate el “problema” de la libertad, que se disolvería si llegamos hasta la raíz misma de la ilegítima traducción del tiempo por el espacio. Todo el capítulo tercero se dedica a esta demostración. En este punto es preciso preguntarse, desde el prólogo, sobre la razón de ser de la disolución y de la distinción entre el espacio y la duración. ¿Distinguir la duración del espacio es un recurso metodológico sin más para establecer una simple crítica epistemológica?, ¿dicho recurso tiene un sentido puramente epistemológico y teórico? ¿Qué se juega en la apuesta por la duración?, ¿es una apuesta metafísica?, ¿cuál sería, entonces, el sentido de su realidad?
El prólogo, además de iniciar con el tono crítico de todo el libro, propone, muy sutilmente, el sentido metafísico de su apuesta por la duración oponiéndola al espacio. La libertad no es solo un ejemplo. Al disolver la confusión entre el tiempo y el espacio, creamos las condiciones para considerar la duración desde sí misma, pues ella