Cuando la imaginación contempla, antes del siglo XVI, á los pobladores de este suelo tan rico, como variado, vagando por los bosques, á las orillas de esos ríos, que semejan mares, en los valles amenos y en las florestas umbrosas, véseles como soberanos de todo cuanto su mirada abarca y su planta huella. Son señores de la naturaleza que conocen; la intrincada selva es suya; el ave que atraviesa por los aires puede caer al golpe de su flecha; el cuadrúpedo que vive en el monte, está al alcance de sus armas ó de su astucia. Escúchanse los acordes de sus areitos, al són de las agrestes músicas; divísase en las márgenes del fresco lago, la turba gárrula de las hijas de Kicab y de Tecum que, cual alegres y pintadas guacamayas, dejan sus tibios nidos para ir á refrescarse á las tranquilas ondas; contémplase al rey, en andas de oro, vestido de plumas de quetzal, y cargado por nobles servidores, que se dirige al pajizo palacio, tapizado de orquídeas, de palmeras y enredaderas; desprécianse el oro, el ópalo y las esmeraldas, que se hallan en los lechos de garzas y caimanes; las hojas del nopal se cubren de vívida grana, que bulle entre las silvestres tunas; osténtanse llanuras cubiertas de milpas, que movidas por el viento, semejan escuadrones de penachos rubios y verdes alfanjes. Innumerables años han venido corriendo desde que, en edad ignota, en esta tierra nació, aquí se multiplicó y aquí creció, esa raza cobriza, que es la raza americana. Si tuvo dolores, ha tenido goces; si la peste y la guerra han diezmado sus ciudades, vive siempre, como vive la humanidad, como vive la naturaleza toda, por medio de la renovación. Había espíritu indómito y pujante en Arauco, vigor y riqueza en los hijos de Manco-Cápac, cultura en los quichés, orgullo en los cackchiqueles y tradiciones gloriosas en los aztecas. Si la civilización de sus progenitores perdió mucho de su brillo, quedaban los gérmenes en campo fecundo y exuberante: quedaban la vida, la fe y la esperanza. Pero hubo de sonar en la historia, la hora nefasta de la desolación y de la ruina, como suena en el corazón del moribundo el postrer estertor de la existencia. La raza indígena sucumbió al rudo empuje de otra raza venida de allende el mar. Apareció el hombre pálido en el grandioso templo de Tohil, y cual sacrificador de todo un continente, extinguió con su aliento de muerte las sagradas luminarias, é hizo callar las férvidas oraciones; los ídolos cayeron de sus altares, y para siempre huyó el sumo sacerdote, revestido de amarillo luto, llevándose la biblia de sus tradiciones, el pópol-vuh de sus recuerdos.
Brillan las lanzas, chocan las rodelas y después de la algarada del combate, cuando pasa la nube de humo de los arcabuces, viene el sol indiferente á alumbrar el cadáver galvanizado de una raza entera; óyese el chasquido del látigo del encomendero; la enseñanza del fraile, que el indizuelo reverencia sin entender; los votos del criollo contra el peninsular; las querellas de ambas Potestades; los alzamientos de chapetones de barcada; las ruidosas discordias de la Real Audiencia con el Presidente y el Obispo; la fausta nueva de que en Valladolid nació un príncipe ibero, ó la noticia dolorosa de que en el Escorial hay un regio difunto más; arman escándalo las guedejas de los eclesiásticos; se promulgan bandos á són de tambor y con bélico aparato sobre asuntos baladís[10]; se produce un conflicto, porque va sin golilla un Capitán General á la catedral metropolitana; los concejales riñen con los canónigos, porque no tuvieron almohadas para hincar las rodillas en la festividad del Corpus; y se arman competencias entre seglares y eclesiásticos, sobre asuntos de mixto foro; y pelea San Francisco con Santo Domingo, y se presta atención á menudencias y á nimiedades. Empero, no es esto sólo; las poblaciones coloniales estaban inmóviles, rígidas, inertes. Las sabias leyes que en pro de los vencidos, de los miserables indios, se daban en España, no se cumplían á derechas en estas regiones. Fué una lucha secular entre los reyes, que expedían cédula tras cédula, favoreciendo á los aborígenes, y los encomenderos que siempre hallaban como eludir aquellas órdenes; entre los reyes, que enviaban visitadores, y éstos que cometían los mismos abusos que declaraban punibles en los residenciados. Los españoles americanos no podían avenirse con los peninsulares; y era la América durante la dominación de la metrópoli, al decir de un escritor moderno, una soberbia cuna de imperio, en la cual dormía, no un niño que anunciara la virilidad de Hércules, sino un aborto deforme y raquítico que inspiraba lástima. El siglo brillante de León X fué señalado en el Nuevo Mundo por actos de crueldad, que más parecen pertenecer á los tiempos de mayor barbarie.[11]
La raza indígena, entretanto, no sólo se minoraba por modo desolador, sino que abatida, languidecía sin dar el más leve testimonio de virilidad. Después que el Romano Pontífice decidió que los indios eran hombres, todavía se les trataba como á bestias de carga, y no quedó comarca, ni choza en donde no hubiera espanto y dolor. No era dable que los europeos, superiores en civilización, considerasen, en aquellos tiempos, humanamente á los vencidos. Ni hay porque pedir á los conquistadores españoles lo que ningún conquistador ha hecho en la historia; ni era hacedero por extremo alguno, que se amalgamase un estado social con otro diverso, ni que los intereses encontrados dejasen de estar en lucha. No pudiendo los aborígenes vengarse de los españoles, hasta se complacían en unírseles después de la conquista, para oprimir y vejar á los de su misma raza americana. Forzados á una obediencia ciega, deseaban á su vez tiranizar á otros: la opresión produce siempre el defecto de corromper la moral.
Creían los dominadores que era bastante hacer catequizar á los indios, como si fuera dable que una raza con sus creencias, tradiciones y costumbres, pudiese pasar repentinamente á la cultura que las máximas cristianas presuponen; y como si no fuese imposible arrancar por modo súbito, del corazón de un pueblo, su orgullo nacional, su aliento patriótico, su arrogancia de colectividad[12]. La agonía moral, la muerte del espíritu de una raza, la sofocación, por falta de ambiente, es lo que sigue á una conquista. Eran los indios reyes de la inmensidad, y se les convirtió en acémilas ó en parásitos del hombre blanco; eran, como el corcel de la llanura, dueños de todo lo que su vista abarcaba, y vino un día en que sus plegarias fueron reputadas crímenes, sus dioses motivos de expiación, sus recuerdos terribles pesadillas, sus tradiciones vergüenzas, y sus hijos esclavos. Bajo el régimen colonial, los caribes desaparecieron casi de las Antillas. En las márgenes del Amazonas destruyéronse cerca de mil pueblos. Los muiscas, que formaban poderosísima nación, se redujeron á tribu. Cincuenta años después de la conquista del imperio de los incas, habían perecido más de dos millones de indios, según el canon de 1580, levantado por orden de Felipe II. Cuando el Perú se hizo independiente, dice un historiador fidedigno, que había perdido las nueve décimas partes de sus habitantes. El imperio de los incas tenía seis millones, al llegar los españoles, y por el censo de 1795, quedaban seiscientos mil indígenas. El valle Santa, al sur de Trujillo, que hoy tiene mil almas, contaba á la venida de los conquistadores, setecientas mil. En el floreciente reino Quiché, en el populoso cackchiquel y en el rico tzutojil se diezmaron las grandes ciudades, mientras que en México era asombrosa la destrucción de los aborígenes, como se verá en el curso de la presente obra.[13]
"Sin embargo, esta muerte lenta de toda una raza de hombres se ejecutaba en silencio, y las tribus se extinguían unas tras otras, sin turbar el orden general. Los sacerdotes mantenían la paz en la inmensa turba de esclavos incesantemente, diezmados, y echaban algunas gotas de agua bendita sobre estas poblaciones, que apenas muertas, eran enterradas en el olvido. Cada pueblo lo gobernaba un cura. Toda desobediencia era castigada con una doble pena civil y religiosa, todo rebelde era un hereje, á quien á la vez se penaba con la muerte y la excomunión." La época más triste para una raza, no es aquella, exclama un sabio francés; en que el hombre ha vivido en la mayor miseria, sino más bien