Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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las tierras tomadas por los invasores musulmanes. Era una misión de esas que dan sentido a la vida entera. Los castillos fueron uno de los instrumentos cruciales de esta empresa. En cada avance, se aprovechaba cualquier risco, cualquier peña para levantar y consolidar la ocupación. Así se van formando líneas defensivas, primero la del Duero, luego la del Tajo. Aseguran el dominio de las nuevas tierras y detienen las incursiones de pillaje, las temidas aceifas que practicaban los musulmanes, más interesados por el botín inmediato que por la posesión de tierras.

      En el resto de Europa, el castillo surge naturalmente del paisaje en el que el señor feudal reside durante buena parte del año. Allí está la base de su prosperidad. El castillo español se alza como la esencia de una sociedad en guerra. (También hay castillos feudales civiles, como el de Belmonte, en Cuenca, construido por el marqués de Villena, y el de Coca, en Segovia, de ladrillo y ornamentación mudéjar, que fue del marqués de Santillana). Y esta guerra es, antes que otra en el resto de Europa, una guerra moderna, de grandes efectivos. Absorbe la casi totalidad de las energías de la sociedad, de la Corona y del pueblo. Castilla entera fue durante siglos una sociedad en guerra. Aquí no hay alcazabas porque las propias ciudades son ciudades fortificadas, como Segovia, con su castillo como la proa de un barco, o Cuenca y Ávila, de la que se ha conservado íntegra la muralla en la que va encastrada la catedral.

      Incluso las iglesias se construyen como fortificaciones. Resulta evidente la intención defensiva, casi aplastante, del monasterio de Santa María la Real de Nájera, en La Rioja. La iglesia fortificada del Apóstol Santiago en Montalbán, Teruel, reserva la ornamentación mudéjar para la parte alta del edificio. La catedral de Santa María de Sigüenza impresiona por la seguridad que infunde. Y la iglesia de San Miguel Arcángel, en Murla, Alicante, no admite distingos: incorpora una torre maciza a la fachada.

      Durante un viaje en coche por Jordania, desde la antigua ciudad de Petra hasta el mar Muerto, pasamos junto al castillo de Karak o Al Karak, una grandiosa fortaleza de tiempos de los cruzados. Era, sin la menor duda, un castillo español, como lo es, muy cerca de Petra, el de Shobak, un trozo de Castilla en Oriente Medio, clavado en un promontorio sobre el valle de Aravá por donde pasaron los judíos de vuelta de Egipto. La realidad es que aquellas grandes fortificaciones cruzadas inspiraron otras españolas. En las dos puntas del Mediterráneo se dio la misma tensión bélica. Fue allí, en Siria, en Líbano y en los actuales Israel y Jordania, donde los europeos aprendieron el arte moderno de la guerra que los españoles habían tenido que inventar por su cuenta. (En aquel viaje, de tan concretas evocaciones españolas en varios momentos, íbamos a conocer Siria, con su imponente castillo del Krak de los Caballeros. Lo impidió el estallido de la guerra que acabó dañando la fortaleza). A diferencia de los castillos de los cruzados, los españoles están, como dice también Díez del Corral, en movimiento: siempre a la ofensiva.

      Los castillos son historia hecha piedra. Lo son en un sentido muy particular. En cuanto el frente avanzaba, quedaban inservibles, condenados al abandono. De una forma muy española, con un significado y unas consecuencias estéticas que Azorín glosó toda su vida con una sensibilidad cada vez más fina, llevaban en su naturaleza el futuro abandono y empezaron a ser ruinas, como hasta hace poco tiempo los hemos conocido, desde casi el principio. Románticos sin quererlo —como el de Anguix, del que queda una torre suspendida sobre el Tajo—, recuerdo de una vida dura y árida de vigilias interminables, siempre en espera del enemigo, son un paradigma del paisaje español, muchas veces tan escabroso, tan inhumano y tan atractivo como ellos.

      Mucho más tarde, la ingeniería militar levantará fortificaciones espléndidas en La Habana y en Cartagena de Indias, como lo hará para defender la frontera con Francia en Figueras, con el gigantesco castillo de San Fernando, una auténtica ciudad de por sí. Todo el Mediterráneo occidental está cubierto de fortificaciones españolas: el castillo de Bellver, en Mallorca, con ese patio aéreo que contrasta con la aspereza del exterior, apenas suavizada por la planta circular, el de Santa Bárbara, en Alicante, que vigila toda la bahía desde una altura prodigiosa, hasta Nápoles, Palermo, Alguer y, claro está, el norte de África: Orán, con su monumental puerta de España, tan evocadora como la de la Bisagra en Toledo y española por su carácter práctico, resolutivo, valiente, a la entrada de la alcazaba. Reliquia del sueño africano, tan propio de su país, que en su día impulsó el cardenal Cisneros.

      Pedro I de Castilla, rey amigo de los judíos, ordenó levantar y decorar su espléndido palacio sevillano en estilo mudéjar. Era como traer una sublimación ideal de la estética musulmana hasta su lugar de origen, y en la obra trabajaron maestros de obra —alarifes— sevillanos y otros venidos de Toledo y de Granada. Don Pedro ya había recurrido al mudéjar para remodelar la residencia real de Tordesillas, luego convertida en el monasterio de Santa Clara. El palacio, que domina un recodo del Duero, combina la lujosa sobriedad castellana en la que alternan paredes blancas, esculturas policromadas y retablos dorados, con la delicadeza casi onírica de las filigranas mudéjares y los artesonados de madera labrada en formas geométricas que evocan un orden cósmico regido por la fantasía y la belleza. (Enrique IV decoró su castillo palacio de Segovia con el mismo estilo exquisito y en otras ocasiones, como en la Alhambra o la Aljafería de Zaragoza, los reyes conservaron muy minuciosamente, como demuestran las órdenes a este respecto, la arquitectura y la decoración musulmanas). Samuel Ha-Levi, almojarife o tesorero de Pedro I, ordenó construir la magnífica sinagoga del Tránsito en Toledo, a mediados del siglo xiv.

      El estilo y la arquitectura mudéjares nacen de las singulares circunstancias en las que se desarrolla la Reconquista. La toma de ciudades musulmanes por los cristianos trae aparejada la voluntad de levantar construcciones propias, que dejen claro el nuevo poder y las nuevas ideas. No siempre se pudo hacer, por falta de medios y de mano de obra, y también porque los cristianos se acostumbran a las ciudades de trazado y edificios musulmanes, y acaban pronto gustando de ellos: de sus estructuras, de sus materiales, de sus formas decorativas. Así que los cristianos españoles vivieron durante siglos en un escenario musulmán. A eso se añade la presencia de mudéjares, musulmanes a los que los cristianos respetan en sus creencias y formas de vida (que también llegan a compartir), y que dominan además técnicas de construcción y de decoración que ofrecen importantes ventajas. Utilizan materiales más baratos que los de la arquitectura cristiana de origen francés (el ladrillo en lugar de la piedra, la madera). Están especializados, con lo que ganan en competitividad. Y dominan un gusto al que los nuevos clientes, judíos y cristianos, se han aficionado: por estar acostumbrados a verlo en el escenario urbano, o por sus extraordinarias peculiaridades.

      Mudéjar es, por tanto, como ha expuesto Gonzalo M. Borrás, aquella arquitectura que se hace en territorio cristiano prolongando el estilo hispanomusulmán de años anteriores, como copiándolo y transformándolo con estructuras o decoraciones cristianas. Un estilo de síntesis, que refleja la convivencia y la tolerancia reinante durante siglos en los reinos cristianos. Se convertirá en el estilo español propiamente dicho, aquel que solo se pudo dar aquí, por las circunstancias históricas y por la peculiar actitud de la población. No es solo una cuestión estética, reveladora de por sí. Entraña también la asimilación y el respeto por estilos y formas de vida distintos, lejos de esa idea de la Reconquista según la cual lo cristiano expulsa lo musulmán. Lo muestra bien la inscripción del maestro de obras de la iglesia de Santa María de Mahuenda, en el valle del Jiloca, en Aragón, que firma su obra de esta guisa: «era: maestro: yuçaf: adolmalih» y continúa, en árabe: «No hay más dios que Dios (y) Mahoma es el enviado de Dios, no hay… sino Dios». Y no solo fueron mudéjares los responsables de este estilo. También lo aprendieron y lo practicaron albañiles y maestros de obras judíos y cristianos.

      Los mudéjares tenían un gusto infalible para la decoración en yeso y madera, con los que componían lo que venían a ser evocaciones de un paraíso a los que sus clientes cristianos no supieron resistirse. También sabían convertir el ladrillo y los azulejos, materiales humildes donde los haya, en prodigios de imaginación. De la decoración, tan frecuente en toda España, y la cerámica y los azulejos —en verde, azul cobalto, dorado—, el estilo mudéjar da el salto hasta las iglesias de Castilla, como la de San Juan Bautista en Fresno el Viejo, Valladolid, de líneas sobrias, sin el menor adorno, que el ladrillo humaniza, o las de Sahagún, en León, cada cual