Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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la mesa. El amor se comparte. Y se celebra. Como una fiesta a la que estamos perpetuamente invitados. ¿A alguien se le ocurre algún motivo para hurtarse lo más hermoso de la vida?

      Sea cual sea la valoración en abstracto que puedan merecer, España y los españoles estarán siempre por encima de los demás. Porque es mi país y porque son mis compatriotas. Sócrates lo dejó claro cuando aceptó su propia condena a muerte, que consideraba injusta, después de que las leyes de la ciudad le pidieran que cumpliera la sentencia porque la había dictado su amada Atenas. El más crítico de los ciudadanos se inclinaba ante su patria. El amor valora, en justicia, lo que es suyo y aquello que posee. Y sin eso, no existe lo demás.

      Durante años, bastantes españoles se han sentido incómodos con su propia nacionalidad. Como si España fuera un problema, ser español fuera difícil y el amor a su propio país fuera algo de lo que avergonzarse. En cambio, la mayoría de los españoles ha llevado su país en el corazón, por mucho que se les han negado los medios de expresar ese hecho, el más básico de la vida en común. El país comprendió en 2017, cuando tuvo lugar el levantamiento de los secesionistas catalanes, que había llegado el momento de cambiar la situación. Insistir en la variedad de España y la cultura española está bien. No lo es menos subrayar su profunda unidad, plasmada en su voluntad de durar.

      Como era de esperar, España, tan hermosa de por sí, crece en belleza, en atracción, en intensidad de vida cuando se rompen los tabúes que han pesado sobre la expresión de la nacionalidad. Así llegamos a este nuevo elogio de España, que aspira a continuar los de los romanos, los visigodos, los musulmanes, los judíos, españoles que estaban orgullosos de serlo y formar parte de un pueblo capaz de imaginar y fundar empresas que recreaban una y otra vez la naturaleza de su país.

      España es un continente, un continente en pequeño, pero uno de verdad, con su unidad geográfica bien delimitada y una extraordinaria variedad de paisajes, de flora, de clima y de luz. Situada entre África y Europa y entre un océano y un gran mar interior, sobre España se proyectan los deseos y las ambiciones de los demás. Desde los primeros tiempos, da pie a multitud de leyendas que han ido configurando imágenes fabulosas de lo español que los españoles han hecho suyas, con escepticismo a veces y otras con entusiasmo. El escenario lo propicia, yendo como va de lo más agreste e indómito —para muchos lo más atractivo de España, representado en sus castillos— a lo más matizado y humano, en las vegas y las huertas, hasta culminar en esa recreación ecléctica del paraíso que es el jardín de estilo español. Como si fuera la respuesta a esta variedad única, los españoles han inventado estilos propios: el mudéjar y el plateresco. Ahí dejan la fantasía y la imaginación a su aire, como abandonan la gravedad y la magnificencia para adaptar las grandes corrientes artísticas venidas de fuera, como el gótico y el clasicismo. Eso sí, esta adaptación lleva los estilos que incorporan a una dimensión nueva. Del clasicismo no sale naturalmente El Escorial, ni del gótico la catedral de Sevilla o la de Toledo. Y nadie podría haberse figurado que el modernismo, o el art nouveau, ese estilo decorativo por esencia, se convertiría en España, de la mano de Antonio Gaudí, en una oración de acción de gracias.

      Hércules vino a España en busca del jardín donde vivían las amables Hespérides. Eran las ninfas de los árboles frutales, divinidades del Ocaso e hijas del Atardecer. Esta vez el héroe debía robar las manzanas doradas de los árboles, un fruto codiciado que proporcionaba la inmortalidad. Hércules cumplió con la tarea, pero quedó tan enamorado de aquella remota región que al despedirse dejó en ella a su sobrino Espán como gobernador. Espán, o Hispán, fue el primer español, por lo menos de nombre. A él le debemos la denominación los actuales espannoles, es decir, españoles. De paso, Hércules puso los cimientos de Hispalis, la futura Sevilla, que luego sería poblada por Julio César.

      Alfonso X recoge la leyenda de Hispán y cuenta cómo los godos decidieron quedarse aquí.

      Desde que anduvieron por las tierras de una parte a otra probándolas por guerras y por batallas y conquistando muchos lugares en las provincias de Asia y de Europa, probando muchas moradas en cada lugar y catando bien y escogiendo entre todas las tierras el más provechoso lugar, los godos hallaron que España era el mejor de todos, y lo apreciaron mucho más que a ninguno de los otros, porque entre todas las tierras del mundo España tiene un extremo de abundancia y de bondad más que otra tierra ninguna.

      Así es como los godos, después de visitar toda Europa y parte de Asia, decidieron instalarse en España.

      Muchos siglos después, los extranjeros seguían viniendo a España. En 1951, por primera vez los visitantes superaron el millón. El aumento fue muy rápido: 2.522.402 en 1955; 6.113.255 en 1960; 14.251.428 en 1965; 24.105.312 en 1970 y 30.122.478 en 1975. En 1980 eran un poco más de 38 millones y en 2000, 74 millones. En 2017, 82 millones de turistas visitaron el país. Acuden por lo mismo que tanto gustó España a los godos y antes a Hércules y a su familia. Y no solo vienen. También vuelven, y muchos de ellos se quedan como Hispán y los godos.

      España es un país único por su naturaleza continental. Partiendo de las sierras alpinas de Guadarrama, en poco más de 600 kilómetros habremos hecho un viaje que cruza los bosques de encinas de Madrid y Toledo y, tras atravesar los huertos, los montes y las dehesas en torno al Tajo, alcanza la llanura de La Mancha, de una infinita variedad de motivos y de colores bajo un cielo sin límites. Vienen luego los imponentes riscos de Sierra Morena, y enseguida llegamos a una vega fértil, alegre y luminosa como es la del Guadalquivir, hasta que atravesamos nuevas sierras, arriscadas en Cádiz, majestuosas en Málaga y alpinas otra vez en Granada. Y cuando hayamos cruzado Sierra Morena y las serranías de Ronda y de Cádiz, desembocaremos de pronto en el mar, tan variado como los paisajes que hemos dejado atrás: los azules grises, profundos de la inmensidad atlántica y, al este, el azul resplandeciente del Mediterráneo.

      Si viniendo de Sierra Nevada y las Alpujarras bajamos desde Nerja hasta Algeciras y luego seguimos hasta Tarifa, la ciudad fortificada donde España se enfrenta a su destino eterno, habremos recorrido una de las carreteras más hermosas de la tierra, entre la sierra de Málaga y el mar, con la mole de Gibraltar enfrente y el Atlas marroquí del otro lado, como si lo pudiéramos tocar por encima del mar de Alborán, antesala del Mediterráneo. Siguiendo el camino al oeste, llegaremos a los alcornocales y las playas de Cádiz, a la desembocadura del Guadalquivir y a la exuberancia de Doñana. Al fondo, siempre, Huelva y la promesa de libertad del Atlántico, gris, batido por vientos frescos y húmedos, siempre en movimiento.

      Si recorremos el camino opuesto, hacia al norte, desde Gredos nos adentraremos en los infinitos campos de cereales de Castilla, verdes y cubiertos de flores en primavera. Alcanzaremos más tarde, cerca del Duero, un paisaje suave de viñedos, abrupto de pronto cuando nos damos casi de bruces con la monumental cordillera que nos separa del mar, con picos vertiginosos, valles estrechos pero llenos de luz y aldeas de una placidez eterna: uno de los lugares de nacimiento de España en la cueva y el santuario de Covadonga. Pronto alcanzamos el Atlántico, puro y bravío en Galicia por mucho que el paisaje se remanse en bosques y en rías, o rompiéndose, nunca del todo dócil, en las inmensas playas anchas y doradas de Asturias, Santander y el País Vasco.

      Al emprender desde aquí viaje hacia el este, dejaremos atrás la dramática costa vasca y el verdor eterno de sus valles y sus bosques de hayas para llegar a la suavidad opulenta de Navarra y La Rioja. Dejando a la izquierda la masiva cordillera de los Pirineos, otra cordillera intratable, allí donde se levanta el monasterio de San Juan de la Peña, seguiremos el Ebro, cada vez más caudaloso y, tras atravesar el desierto de los Monegros, llegaremos a las huertas de Aragón y luego a un país cuidado con mimo, Cataluña, que nos lleva con suavidad hasta el más puro Mediterráneo.

      De un salto, podemos volver a las dehesas extremeñas, cubiertas de encinas, con las sierras de Gata y de Béjar al fondo, allí donde se esconden valles plantados de cerezos. Desde aquí atravesaremos Andalucía para llegar a los olivares de Jaén, combinación de plata, ocres y verdes que trepan hasta lo alto de los picos