Diez razones para amar a España. José María Marco. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: José María Marco
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788417241421
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Mediterráneo, en el atormentado y adusto Maestrazgo, paisaje romántico como ninguno. Y después de este trayecto de leyenda, que evoca un mundo de libertad sin límite, nos encontraremos otra vez con los naranjales de Valencia, la serenidad de la Albufera y las extensiones líquidas de arrozales, un mundo oriental, casi chino, y la transparencia de las olorosas sierras alicantinas cubiertas de almendros, el cabo San Antonio y el peñón de Ifach, que parecen salidos de un canto de la Odisea, los palmerales africanos de Elche y la huerta murciana, a la medida de lo humano, que nos conducirán hasta Almería, allí donde el desierto pedregoso y rojizo se precipita en un mar de azul inextinguible. Más allá, se elevan las islas Baleares, cada una de ellas un mundo por sí mismo: imprevisible en Mallorca, batido por todos los vientos en Menorca, luminoso y transparente en Ibiza y en Formentera.

      Anclada en el subcontinente europeo, España también llega hasta las fronteras del actual Marruecos, la antigua Mauritania Tingitana, con las ciudades de Ceuta y Melilla. Hay una España africana, que se prolonga en las islas Canarias, de origen volcánico, cumbres vertiginosas con un clima casi tropical. Las islas Canarias, etapa obligada del viaje trasatlántico, destacan en el conjunto del paisaje español, pero también lo prolongan naturalmente, como un eslabón más en un país variado e imprevisible.

      Tal vez la naturaleza continental de España contribuya a explicar la ambición imperial que tan bien se percibe en ciudades como Madrid, Toledo y Sevilla, por no hablar de México, Lima y Nápoles, capitales todas del Imperio español. Para eso, sin embargo, hacía falta algo más, que España también posee de forma natural. Y es que España, aislada como está al norte por los Pirineos, es —casi— una isla. Esta realidad va evocada en el escudo nacional con el detalle de las ondas azules sobre las que se alzan las columnas de Hércules. El héroe las levantó a los dos lados del estrecho de Gibraltar para señalar los límites del mundo conocido, en recuerdo de la gesta que abrió el Mediterráneo al Atlántico y planteó un nuevo reto.

      Al describir por qué le gusta tanto pasear por el Grao de Valencia, un personaje de Lope de Vega solo sabe decir que el mar es como la música. Esa música, que se escucha por todas partes en España, también en las soledades de Soria y en las sierras esteparias de Teruel y Albaicín, contribuyó en su tiempo a llevar a los españoles a dominar el Mediterráneo occidental, el Atlántico y el Pacífico. Ahí están las muchas ciudades abiertas al mar, desde La Coruña hasta Cádiz, levantada sobre el agua, o bien otras mediterráneas, más prudentes, como Alicante, un poco retranqueadas del agua, pero al cabo comunicadas con la orilla gracias a sus ramblas y sus paseos. Así es como los peninsulares fueron los primeros en dar la vuelta al mundo, con la expedición del portugués Fernando de Magallanes y del español Juan Sebastián Elcano.

      La exposición al mar explica también la llegada de pueblos y naciones a España. Los griegos, interesados solo en el comercio, fundaron puertos como Ampurias y Rosas con un paisaje de la más estricta pureza clásica. De los demás, ninguno se dejó atemorizar por los montes imponentes que se alzan casi en la misma costa, como si cerraran con una muralla infranqueable el acceso al interior. Más parecen haber sido un desafío que un obstáculo y quien no ha visto España desde el mar, en el norte y en el Mediterráneo, no se hace una idea de lo misteriosa y soberana que aparece, llena de promesas sin formular. Más aún les atraería, claro está, la riqueza legendaria del territorio. Riqueza minera que subsistió mucho tiempo y ha dejado cicatrices brutales en el paisaje, como en Las Médulas de León, donde Roma ejerció su autoridad como luego los españoles hicieron en América. También riqueza agrícola, con las fértiles vegas andaluzas, la banda costera valenciana, las huertas de Murcia y la campiña catalana. Los ríos, además, llevaban oro… Y por si todo esto fuera poco estaba la abundancia de pesca, inagotable en la apertura española al Atlántico; dio pie a una industria global que continúa hoy en día con la segunda flota pesquera más importante del mundo.

      Cuenta el Antiguo Testamento que el rey Salomón «tenía la flota de la mar en Tarsis (o Tarshish) y una vez cada tres años venía la flota de allí y traía oro, plata, marfil, simios y pavos» (Reyes 10:22). Puede que Tarsis sea la ciudad, hoy en día turca, donde nació san Pablo. (También hay una Iberia en Oriente, al este del mar Negro, que fue luego el reino de Georgia, próximo a la región hasta donde viajaron los argonautas en busca del vellocino de oro, el mismo que da nombre al Toisón, la más alta distinción de la Corona de España). Hay quien cree que Tarsis es una forma de hablar de Cartago, la ciudad fenicia del norte de África que se enfrentó a Roma por el control del Mediterráneo. Y según otras versiones, Tarsis es Tartessos, el reino mítico de la vega del Guadalquivir y la más antigua civilización de Europa. Tartessos era de una riqueza fabulosa y fue gobernado, en sus últimos tiempos, por el sabio rey Argantonio (Hombre de Plata) que vivió 300 años.

      En España, o un poco más allá, en alguna isla del océano, vivió Gerión, rey monstruoso, con tres cuerpos, dueño de un fabuloso rebaño que le fue arrebatado por Hércules, quien, de paso, se hizo, como ya sabemos, con las manzanas del jardín de las Hespérides. Como era astuto, además de fuerte, se sirvió de Atlas, el gigante condenado a sostener el peso del cielo tras su rebelión contra los dioses. Atlas robó para el griego las manzanas, aunque luego se dejó engañar otra vez por él y ahí sigue, en el estrecho, sosteniendo el peso del mundo. Hasta tal punto es estratégico el sur de España.

      Durante la misma aventura, Hércules separó África de Europa. Así dio lugar al estrecho y a la cuenca mediterránea, que tendría su origen en España. Al norte del territorio, los Pirineos deben su nombre a Pirene, joven amante de Hércules, muerta de horror tras haber dado a luz a una serpiente. El fuego de su pira funeraria provocó un incendio tal que devastó los montes e incluso fundió las minas de metales preciosos que escondían.

      Y no acaban aquí las leyendas. De vuelta otra vez al sur, fue aquí mismo o muy cerca, en el océano, donde se levantó la Atlántida, el reino mítico que Platón evocó en dos de sus diálogos. Luego la Atlántida fue hundida en las aguas en castigo por la soberbia y la arrogancia de sus habitantes. Creyeron haber realizado un modelo de ciudad perfecta sin entender que las utopías no deben salir de la imaginación de los seres humanos.

      El infame conde don Julián rindió España a los moros por despecho, según la leyenda de la Cava y su amante el rey don Rodrigo. Al invadir España y durante su larga estancia aquí, aquellos trajeron sus propias leyendas, algunas de creación propia y otras venidas del Medio Oriente, de Persia y de la India. En Toledo, ciudad de nigromantes y saberes ocultos, estuvo custodiada la Mesa de Salomón, de oro o de esmeralda, que otorgaba un poder omnímodo, el poder de la creación, a su dueño. Según una etimología fantástica, al-Ándalus sería heredera de la Atlántida.

      De Oriente vino también la religión cristiana, difundida por la Hispania romana en los campamentos militares y en las sinagogas de los judíos llegados con la diáspora tras la destrucción del Segundo Templo de Jerusalén. En su Carta a los romanos, san Pablo habla de su proyecto de venir a España, que no llegó a cumplir. La Iglesia española encontró la forma de relacionar su origen con los doce apóstoles cuando se descubrió en Galicia, en el extremo occidental de Europa, la tumba de Santiago el Mayor. Navegar el Mediterráneo se había convertido en una empresa mortal, y la ciudad compostelana pasó a ser la nueva Jerusalén, la de Occidente. El apóstol Santiago se transformó en el abanderado de la Reconquista, y la peregrinación devota hasta aquella tumba santa, en un eslabón crucial en la reincorporación de España al resto de Europa. Como entonces, España sigue siendo hoy en día una de las fronteras meridionales del continente.

      El impulso de la unificación de España, la política de alianzas europeas de las Coronas de Castilla y de Aragón, y la pujanza de los dos reinos llevaron al país a convertirse en la cabeza de un imperio extendido por cuatro continentes. El esfuerzo de los españoles y la maquinaria, tan sofisticada, de la monarquía española o católica —universal, por tanto— fue objeto de admiración en buena parte de Europa. Así lo muestra el tratado escrito por el italiano Tommaso Campanella, fascinado por aquella soberbia invención política.

      Los españoles occidentalizaron todo un continente, asumieron el control del Mediterráneo occidental y monopolizaron el comercio con Extremo Oriente por el Pacífico. Tanto poder, y una ambición